Parias

Hasta qué punto la militarización de la política comporta una patente de corso para la minoría que ejerce el poder, es algo que la historia sitúa con todo detalle y que lamentablemente no hemos superado.

Por Ricard Bellera

La lectura de ‘Los cuarenta días de Musa Dagh’, la novela que el escritor austríaco Franz Werfel dedicó, en 1933, al genocidio armenio, supuso para no pocos judíos, un anticipo literario del horror que habrían de experimentar pocos años después. Los dos millones de víctimas de la masacre perpetrada por el imperio otomano sufrieron, como las del inminente holocausto o Shoá, la brutalidad y depravación moral de un gobierno constituido en verdugo, que ejecutaba en ellos el peor delito que puede cometer un estado contra una persona. Tanto en el caso de la población armenia como de la judía, se les negaba a estas, de la noche a la mañana, todo derecho, convirtiendo a lo que poco antes eran vecinos y paisanos, en parias a merced de la milicia primero, y del exterminio programado después. La tragedia armenia, que se desarrolló de 1915 a 1923, no se distingue por el patrón, eso es, negar de manera premeditada la condición de ciudadanía a una minoría o colectivo específico, de otros crímenes de estado que se ejecutaron en aquellos años por ejemplo en la India, EEUU o en el confín del mundo, en la Patagonia, sino que la diferencia radica tan sólo en el número de víctimas que, en las masacres de Amritsar o Tulsa, fue menor.

En el caso de la Patagonia, Osvaldo Bayer describe con maestría en ‘La Patagonia rebelde’ la movilización obrera y la represión y muerte que sembró el infausto teniente coronel Varela en el sur argentino. Aguijoneado por el miedo y la codicia de estancieros y propietarios, el ejército torturó y asesinó en 1921 a más de 500 obreros y campesinos, a lo que acusaba de ‘chilotes’ y ‘extranjeros’, negándoles cualquier derecho. La masacre fue el precedente histórico de la brutal campaña que, 55 años después, ejecutaría la dictadura de las Juntas Militares y que sigue siendo hoy un pavoroso referente de la deshumanización del poder. Desde 1976, y en el marco del eufemístico proceso de ‘reorganización nacional’, los militares torturaron, asesinaron y ‘desaparecieron’ a más de 30.000 estudiantes, militantes políticos y sindicalistas, desposeídos, en un solo instante, de todo derecho, tan sólo por la sospecha de cuestionar la autoridad. No nos consta el testimonio de los militares turcos por un genocidio por el que nunca fueron juzgados. Sí el de los nazis que fueron llevados ante el tribunal de Nuremberg, o el de los militares argentinos que comparecieron en el Palacio de Justicia de la Nación, del 22 de abril al 14 de agosto de 1985. Su soberbia, arrogancia y falta de pundonor lo recoge con todo detalle Ulises de la Orden en el reciente documental ‘El juicio’.

El testimonio de estos verdugos muestra en detalle cómo funciona la mente criminal cuando se esconde tras el uniforme, el cargo o la institución. También aquí el mecanismo con el que pretende eximirse el crimen de lesa humanidad es la supuesta ‘enajenación’ de la víctima. Cuando, como en el caso de la represión de las juntas falta el argumento de la ‘extranjería’, se recurre a la ‘alienación’ ideológica, o incluso a la necesidad de exorcizar en la sociedad la simiente del mal, en línea con la lógica de una ‘santa’ inquisición que la historia ha reeditado una y otra vez con cada cruzada nacional, proceso de depuración ideológica o limpieza étnica que se ha impuesto a la población. Pero el elemento de peso en estos casos no es la pureza e integridad de los valores. Detrás de los aspavientos y proclamas, ya fuera en Armenia, Polonia, la Patagonia o la Escuela de Mecánica de la Armada, había siempre otras intenciones de carácter más mundano. No se trataba tan sólo de tratar de despojar a las personas de toda esperanza y dignidad, sino de arrebatarles sus pertenencias y patrimonio, ya fueran caballos, tierras, pozos, ahorros, obras de arte, ropas o descendencia.  Hasta qué punto la militarización de la política comporta una patente de corso para la minoría que ejerce el poder, es algo que la historia sitúa con todo detalle y que lamentablemente no hemos superado.

Lo que sucedía hace cien años en lugares tan diversos es un fenómeno que, lejos de agotarse, se ha ido repitiendo, a lo largo del último siglo, en Sudáfrica, Camboya, Ruanda y una larga lista de países de la que, por desgracia, tampoco podemos zafarnos. El terrorismo de estado, el crimen organizado contra la propia población es, también hoy, un recurso vigente que clama por disponer de organismos internacionales que ejerzan su tutela sobre aquellos y aquellos que son despojados de su ciudadanía y con ella de todos sus derechos. El reconocimiento internacional de un estado debería pasar por el reconocimiento por parte de este, de los derechos de ciudadanía del conjunto de su población, sin distinciones por razón de raza, credo o convicción política. Esta obligación no puede circunscribirse tan sólo al propio territorio, sino también a aquellos que se gestione, controle o administre en el marco de una ocupación. En esta lógica, el castigo colectivo que se ejerce en Gaza y la represión de los palestinos en Israel da continuidad a la parte más tenebrosa de la historia de la humanidad y reclama de mayor firmeza por parte de Naciones Unidas y también de una Unión Europea, cuya falta de rigor y coherencia histórica resulta luctuosa.

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