En este marco, la reducción formal de los contratos temporales es una zanahoria sumamente jugosa, pero que sigue colgando de un palo.
Por Ástor García
A estas alturas hemos leído y escuchado muchas cosas sobre la reforma laboral recientemente aprobada por el Gobierno. A falta de ver cómo termina el trámite parlamentario para la convalidación del real decreto-ley del día de los inocentes, creo que ya tenemos una idea más o menos clara de dónde se posiciona cada quién, y una idea un poco menos clara de por qué cada quién se posiciona donde se posiciona.
Más allá de propaganda y de las cabriolas que utilizarán unos y otros para justificar su apoyo, rechazo o abstención a la nueva reforma laboral, más allá de la grandilocuencia y las exageraciones sobre el carácter de la reforma y dejando de lado las acusaciones y las justificaciones sobre si lo firmado entre Gobierno, CEOE y CCOO-UGT es o no es lo que se prometió, creo que es importante conocer que esta reforma laboral está muy bien integrada dentro de una dinámica general que comenzó a implantarse hace unos cuantos años.
Ninguna reforma laboral puede explicarse sin hacer referencia al contexto en el que se aprueba. En las reformas laborales de 2010 y 2012, por citar las más recientes, parecía que sindicatos y partidos políticos a la izquierda del PSOE tenían claro su carácter antiobrero, hasta el punto de que se convocaron varias huelgas generales contra ellas. Para argumentar contra esas reformas laborales (una del PSOE, la otra del PP), se lanzaron varias consignas que enfocaban esencialmente la lucha obrera y sindical hacia el hecho de que se estaban imponiendo unas condiciones sumamente lesivas para los trabajadores (y favorables para las empresas), como consecuencia de la brutal crisis capitalista de 2008 y de la gestión que estaban realizando los Gobiernos de los países de la UE al dictado de la Troika (Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial) y sus políticas de austeridad. Por aquel entonces, y no hace tantos años, parecía que estaba claro que las reformas laborales en España tenían vinculación con una realidad exterior, la de la UE y sus instituciones, que tenía la capacidad de imponer ataques contra la mayoría trabajadora a través de los Gobiernos nacionales que actuaban no sólo como ejecutores, sino también como muñidores de las reformas.
Lo que no se dice en este momento es que el contexto en el que se aprueba la última reforma laboral es sustancialmente similar al de entonces, que la reforma sigue esencialmente la misma tendencia que las anteriores y que no supone ningún cambio de rumbo frente a las políticas que se vienen desarrollando entre Gobiernos nacionales y Comisión Europea en lo que respecta al denominado mercado de trabajo.
Desde 1997 viene la Comisión Europea tratando de popularizar el término “flexiseguridad” o “flexiguridad”, al que llegaron a dedicar un libro verde en 2006 bajo el título de Modernizar el Derecho laboral para afrontar los retos del siglo XXI, que recomiendo encarecidamente buscar y leer. En concreto, la tal “modernización del Derecho laboral” estaba específicamente vinculada con los objetivos de la conocida como Estrategia de Lisboa, aprobada por el Consejo Europeo en el año 2000, encaminada a conseguir que la economía de la UE llegara a ser “la más competitiva del mundo” sobre la base de la llamada “economía del conocimiento”.
El concepto de flexiseguridad, partiendo de estos mimbres, estaba orientado a mejorar la competitividad de las empresas atacando a lo que se señalaba como un mercado de trabajo “demasiado rígido” en el que las regulaciones estatales de protección de los trabajadores, heredadas del período en que los Estados capitalistas europeos tuvieron que realizar grandes concesiones al movimiento obrero ante el temor a que cundiera el ejemplo revolucionario soviético, debían ir desmontándose y sustituyéndose por medidas de flexibilidad interna a favor de las empresas, que fuesen complementadas con unos mecanismos de protección a las personas en desempleo y unas políticas activas de empleo encaminadas fundamentalmente al reciclaje profesional. El modelo, entonces, se planteaba con claridad, con un reparto de papeles que hoy también podemos ver nítidamente: para que la economía capitalista sea más competitiva se otorgan mayores derechos a las empresas, una posición de mayor poder en la relación con el trabajador, y el Estado asume los costes de las decisiones empresariales basadas en ese mayor poder, a través de subsidios, prestaciones o financiación de cursos de formación para facilitar que, en el tiempo más breve posible, el trabajador afectado por las decisiones empresariales vuelva a ser productivo en otra rama o sector de la producción capitalista hasta la siguiente crisis, y así sucesivamente.
Habrá quien diga que esto está bien, que es positivo. Que es lógico que el Estado asuma esos costes y que, de hecho, es su función. Un secreto: eso lo dice quien no ve más allá de la gestión capitalista y quien ha dado por perdida toda batalla hasta el punto de interiorizar que el Estado existe para corregir los desmanes de unos capitalistas a los que cada vez se les da más poder.
Allá cada cual con su concepción del Estado, pero la realidad es que los objetivos preconizados por aquel libro verde se han ido plasmando en las sucesivas reformas laborales que se produjeron en España posteriormente y también en la última, sobre todo desde la perspectiva de la flexibilidad a favor de las empresas. O si no, ¿qué son las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo, la jornada irregular, los ERTE o el nuevo mecanismo RED? ¿No han supuesto en la práctica que la patronal tiene mucho más poder a la hora de utilizar la fuerza de trabajo que explota? ¿No han mejorado, para la patronal, las condiciones en que se ejecuta la explotación capitalista en nuestro país, sometiendo aún más al trabajador a las necesidades del empresario?
En este marco, la reducción formal de los contratos temporales es una zanahoria sumamente jugosa, pero que sigue colgando de un palo. Porque la tesis de la flexiseguridad también habla de que es positivo acabar con la multiplicidad de formas contractuales. Eso sí, mientras no se pongan nuevas barreras a la flexibilidad. Esto es, mientras el coste del despido siga reduciéndose, que es la tendencia que han seguido las reformas anteriores y que la actual no altera.
¿Y qué me dicen de las políticas de empleo que vienen a ser la otra pata que falta y que estaría mucho menos desarrollada en España que en otros países europeos que se suelen poner como ejemplo? Pues atiendan a lo que publicaba el gabinete de prensa de la ministra Yolanda Díaz cuando presentaba, en mayo de 2021, las medidas que, según ella, “revolucionarán el mercado laboral para adaptarlo al siglo XXI” (¿no les suena?): el Componente 23 contempla modernizar las relaciones laborales con un nuevo Estatuto del Trabajo y transformar las Políticas Activas de Empleo buscando su máxima eficacia y adaptación a la era digital. Blanco y en botella…
En esta ocasión, con la crisis catalizada por la pandemia encima de la mesa, la Unión Europea puede haber cambiado el tono, puede haber dulcificado su lenguaje, pero no ha alterado su esencia de ser una herramienta para favorecer los intereses de los capitalistas, con la que están comprometidos hasta el tuétano los distintos Gobiernos y, muy especialmente, la socialdemocracia, que sigue queriendo decir que hay flores donde nada más hay estiércol. Los planes de la UE y los Gobiernos que la componen, que son los planes que benefician a los grandes capitalistas, se siguen desarrollando y ejecutando, aunque esta vez no nos metan miedo con la Troika. Ahora nos dicen que es por la recuperación, la transformación y la resiliencia. Ahora nos dicen que es por nuestro bien. Pero al final nos siguen llevando al mismo hoyo.
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