La buenas intenciones del cine de Agnès Jaoui

«En “Las Bonnes Intentions” hay una ácida crítica a esas buenas intenciones de las que está lleno el infierno».

Por Angelo Nero

Tengo que confesar, por anticipado, que soy muy poco objetivo cuando tengo que calificar alguna película de Agnès Jaoui, una de las grandes de la cinematografía francesa, donde ha hecho de todo, desde el guión a la direción, pasando por sus esplendidas interpretaciones en el cine y el teatro,  hasta su propia carrera musical. Con su pareja, profesional y sentimental, Jean-Pierre Bacri, tristemente desaparecido este año, formó uno de los tándems más interesantes del cine galo, con el que cosecharon varios César, escribiendo guiones para Philippe Muyl, Alain Resnais, Cédric Klapisch, y actuando, a menudo, en sus películas, hasta que en el año 2000, con guión de la pareja, Jaoui dirigió su primer largometraje, “Le Goût des autres”, con el que inició también una fructífera y aclamada, por público y crítica, carrera como directora, que continuó con la misma fórmula en 2004 con “Comme une image”, y en 2012 con “Au bout du conte”.

La última de sus películas que ha llegado a nuestras pantallas es “Las Bonnes Intentions” de Gilles Legrand (director de la notable “L’Odeur de la Mandarine”), una comedia social, en la que Agnès Jaoui está, una vez más, realmente espectacular, interpretando a Isabelle, una trabajadora social y activista a tiempo completo, que antepone su vida familiar a su estresante labor humanitaria: imparte clases de alfabetización para la integración de extranjeros, e invierte el tiempo que le queda en recorrer los lugares donde malviven los desheredados de la tierra. Su marido, Adjin, interpretado por Tim Seyfi (al que vimos en “Bye bye Germany” de Sam Garbarski) es un bosnio, del que se enamoró en una misión humanitaria, veinte años atrás, integrado ya en el sistema, y que no comparte el altruismo de su mujer. Porque Isabelle tiene tan buenas intenciones, tanta necesidad de ser útil para la sociedad, y tantas ganas de concienciar a la gente que le rodea, empezando por su hija Zoé (Lucy Ryan), que acaba convirtiendo su vida en un infierno.

A pesar de que el peso del film caiga sobre Agnès Jaoui, dando vida a la histriónica activista que no es capaz de tomar la mínima distancia emocional en lo que hace, haciendo de su labor social toda una religión, el mérito de “Las Bonnes Intentions” también está en el resto del elenco, encabezado por Tim Seyfi, al que ya nombramos antes, y que continúa con Elke (Claire Sermonne), la nueva maestra que cuestionará sus métodos, con una pedagogía más atractiva, aunque menos implicada, pasando por el director del centro (Didier Bénureau), con el que tiene continuos choques por sus continuas faltas de puntualidad, y por sus métodos poco ortodoxos, o con Attila (Alban Ivanov), el dueño de una autoescuela en declive y sin principios, al que Isabelle embarca en una aventura para conseguir que sus alumnos quiten el carnet de conducir. Y después está, claro, todo el grupo de extranjeros, el brasileño Thiago (Nuno Roque), la asiática Chantal Yam (Chuang Mu), la rumana Miroslava (GiedRé), o el senegalés Bah (Bass Dhem), que, a menudo caen en los estereotipos, aunque todo al servicio de arrancarnos alguna sonrisa, algo que se agradece cuando se tratan temas tan espinosos como los que forman el telón de fondo del filme.

Porque en “Las Bonnes Intentions” hay una ácida crítica a esas buenas intenciones de las que está lleno el infierno, también de las que tienen los concienciados con la lucha de clases, con el cambio climático, con los migrantes o con el consumo local y sustentable, y que luchan a tiempo completo, incluso contra ellos mismos. A pesar de sus buenas intenciones Isabelle resulta incómoda hasta para su familia, porque está juzgando constantemente a su entorno, y ese es su drama, aunque, felizmente, el drama adquiere tintes de comedia, por todas las situaciones disparatadas por las que va pasando, y después de que se nos antoje un personaje insoportable, terminamos por tomarle cariño, sobretodo cuando toca fondo, reconociendo sus propios errores, que, tal vez, sean los nuestros.

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