Hablando sobre deportados españoles a campos nazis (XV)

Desde el punto de vista de Hitler, no se podía ser buen alemán y cristiano al mismo tiempo, y “esto era lógico porque el Nacionalsocialismo era una fe política que no podía tolerar otra”.

Por Pepe Sedano

XV.- CLÉRIGOS EN CAMPOS NAZIS: LOS BRUJOS DEL CIELO.

Nuevamente escribimos para NR un artículo que, en esta ocasión, será uno de los temas menos conocido y menos estudiado aunque –es cierto-, el asunto no da para escribir grandes volúmenes como cualquier otro contenido relacionado con la vida y la muerte en los campos de concentración y de exterminio nazis como pudiera ser el intento de desaparición de la raza judía en Europa, a través de la deportación a campos creados expresamente para esta función, por medio de las cámaras de gas aplicando Zyklon B (consistía en cianuro de hidrógeno -ácido prúsico-, así como un irritante ocular preventivo y uno de los varios absorbentes conocidos como tierras diatomeas, según se puede leer en cualquier página on line que trate sobre el holocausto). En esta ocasión nos vamos a referir qué fue de los clérigos, de los sacerdotes en los campos de concentración a donde fueron enviados –también, pero no todos-, por diversos motivos contrarios a las disposiciones vigentes por el gobierno nazi en la Alemania de 1933 a 1945 –o sea, desde el ascenso al poder del Reich de los mil años hasta la caída de los dioses-, nos estamos refiriendo a los “brujos del cielo” como el título de un libro que leí a finales de los 70 y que aún conservo (Los brujos del cielo. Bernadac, Christian. Círculo de Amigos de la Historia. Madrid. 1977).

En los años 30, cuando Hitler fue nombrado Canciller del Reich, algunos pocos –los adláteres del Führer-, estaban convencidos que tanto el Nacionalsocialismo como el Cristianismo eran completamente incompatibles. Para la inmensa mayoría de los alemanes esta cuestión parecía que pasaba inadvertida pero, con el tiempo, se dieron cuenta de su error. En esos momentos solo tenían en la cabeza la preocupación diaria de comer y trabajar –el Tratado de Versalles había dejado prácticamente en la ruina a Alemania y desde que finalizó la Primera Gran Guerra lo poco que se producía era para pagar las indemnizaciones de guerra-, y, además de eso, también es cierto que estaban muy influenciados por la propaganda nazi del momento. Las intenciones reales de los gerifaltes nazis eran otras y no llegaban al conocimiento de la población en general. Es cierto que con anterioridad a la toma de posesión de Hitler como Canciller, el NSDAP, o sea, el Partido Nacionalsocialista Alemán del Trabajo, los nazis, estaba de acuerdo que existiera libertad religiosa, no es menos cierto que –evidentemente-, no iban a permitir que esta misma libertad, en algún momento, pusiese en peligro al propio Estado teutón o, incluso, que interfiriera de alguna manera en los conceptos que tanto defendía este Partido y que ya había sido expresado por el propio Hitler en su libro Mein Kampf (“Mi lucha”) en relación con la llamada “raza germánica”. Aunque se declaraba neutral –el Führer en su libro-, en lo referido a la religión, dejaba entrever que irremediablemente debía de hacer algún tipo de separación entre la Iglesia y el Estado. Literalmente decían que “La Iglesia no debe interesarse por la vida terrenal del individuo; esta tarea incumbe al Estado y sólo al Estado”. Pero, claro, para asegurarse su ascensión a la Cancillería había hecho bastantes declaraciones en favor del Cristianismo en un intento de asegurarse el apoyo del pueblo alemán.

Desde el punto de vista de Hitler, no se podía ser buen alemán y cristiano al mismo tiempo, y “esto era lógico porque el Nacionalsocialismo era una fe política que no podía tolerar otra”. Sería el 20 de julio de 1933 cuando se firmó un Concordato con el Vaticano –con Pío XII a la cabeza-. A partir de ese momento las relaciones entre la Iglesia y el Estado nazi parece que remaron en aguas mansas y durante los primeros años la Iglesia en Alemania consiguió de este pacto algunas ventajas. El Papa temía, como dijo en 1943, que –si ese Concordato no se hubiera firmado-, sería él el único “responsable de todas las consecuencias”. Con el paso de los años, y antes de que estallase la II Guerra Mundial, las cosas se fueron torciendo para la Iglesia en Alemania. En 1937, por ejemplo, se intensificó la lucha contra la Iglesia Católica. Escuelas fueron cerradas, obras católicas y organizaciones de la misma índole fueron prohibidas, comunidades religiosas fueron suspendidas siendo usurpadas sus posesiones. A los niños se les apartó de la Iglesia al igual que de sus familias puesto que el Estado era el único responsable de su educación. Era muy corriente que se utilizara sistemáticamente –de ello se encargaba el eficiente Ministro de la Propaganda, Joseph Goebbels-, una habilidosa e inteligente propaganda para desprestigiar y menospreciar a la Iglesia. “Se hicieron viles acusaciones, celebrándose una serie de procesos para mostrar a los miembros del clero como un conjunto de traficantes que estaban corrompiendo a la juventud.”.

Cuando estalló la guerra en septiembre de 1939, Hitler consintió que quedara algo olvidada la lucha contra las iglesias para que la gran masa de creyentes no se pusiera en su contra pero… la persecución no fue interrumpida y la actitud de los líderes continuó siendo violentamente antirreligiosa. Las autoridades del régimen nazi hacían titánicos esfuerzos para hacer que el día a día de los creyentes fuera difícil. De esta manera cualquier excusa era buena para despedirlos de sus empleos, por ejemplo. Se vigilaban estrechamente sus actividades laborales; con demasiada frecuencia eran denunciados, arrestados y enviados a los campos de concentración. En el campo de Dachau –próximo a la ciudad de Munich-, se internó a un sacerdote porque había declarado que en Inglaterra también había buena gente; otro siguió sus pasos por advertir que una joven alemana que estaba enamorada de un SS y quería casarse después de abjurar de la fe católica; otro porque se le había ocurrido celebrar un funeral porque un comunista había fallecido. Ante ausencia de pruebas con que poder presentar, era más que suficiente decir que un hombre era “sospechoso de actividades hostiles al Estado”, o que había razones para “suponer que su proceder podía ser perjudicial para la sociedad”.

El primer sacerdote que ingresó en el campo de concentración de Dachau fue un teólogo católico de la ciudad muniquesa. Su nombre era Wilhelm Braun, que llegó el 11 de diciembre de 1935 (téngase en cuenta que el campo de Dachau fue el primero que se erigió en 1933, con la llegada al poder de los nazis), y fue puesto en libertad al poco tiempo y volvió a ingresar en 16 de agosto de 1940. El 3 de agosto de 1938 fue el vicario de Dorfgastein, en Austria, el que ingresó en Dachau porque había puesto en el campanario de una nueva iglesia en construcción un cartel en el que se denunciaba el sistema criminal de los nazis. Andreas Rieser era su nombre. El personal del campo había sido “advertido” por la Gestapo de Salzburgo sobre el “crimen” cometido por el sacerdote. En su día escribió un libro contando todas sus penalidades. Otro sacerdote, Fritz Seitz, de la diócesis de Spira, ingresó en Dachau en 1940. El comandante del campo en aquella época, Loritz, los perseguía con un odio feroz, y desgraciadamente contó con algunos prisioneros para ayudar a los guardianes en su trabajo siniestro.

Cada campo contaba con alguno que otro sacerdote y lo llevaban en algunos campos mejor que en otros. Pero sus vidas iban a cambiar significativamente cuando por una orden que procedía de la capital del Reich, el campo de Dachau fue destinado a recibir a todos los sacerdotes de los demás campos. Dachau se convirtió, pues, en los años siguientes el punto de cita de miles de clérigos de credos diferentes que ocupaban cualquiera de las posiciones de la jerarquía eclesiástica. Los curas encarcelados en Buchenwald llegaron a Dachau el 7 de diciembre de 1940, los de Mauthausen y Gusen lo hicieron al día siguiente, el día 15 lo hicieron los procedentes del campo de Sachsenhausen. La Iglesia presumió de haber obtenido un considerable éxito diplomático el considerar que había influido en la decisión de confinar en un solo campo a todos los sacerdotes.

Se puede entender y comprender que todos los clérigos prisioneros en varios campos desearan estar todos juntos en uno. También es justo señalar que esta acción privó a miles de creyentes en los campos de donde se trasladó a los siervos de Dios de una ayuda espiritual que muchos de ellos estimaban en gran medida. Pero, claro, esa pérdida precisamente les venía muy bien a lo que pensaban los soldados SS de los campos, puesto que no veían bien ninguna actividad religiosa dentro de los recintos concentracionarios y eran muy hostiles a estas prácticas religiosas.

En marzo de 1941, concretamente el día 15, los “brujos del cielo” fueron sacados de los diferentes Kommandos en los que estaban destinados por órdenes de Berlín mejorando, de esta manera, su condición. Con el paso de los años y hasta la finalización de la guerra, los sacerdotes fueron ganando prerrogativas, estuvieron mejor mirados, pusieron prisioneros rusos y polacos para que atendieran sus necesidades, consiguieron realizar servicios religiosos a diversos colectivos de prisioneros, podían leer periódicos, podían usar la biblioteca, tenían acceso a más comida que el resto de los prisioneros. El Vaticano había intervenido para que se mejorasen las condiciones de “su” personal llegando a obtener, en algunos momentos algo más de pan, un tercio de una botella de vino diaria, durante una temporada obtuvieron medio litro de cacao por la mañana. Un hecho insólito ocurrió en diciembre de 1944: una ordenación, la del diácono Karl Leisner, de la diócesis de Münster, que llevaba ingresado en Dachau desde 1939. “Gravemente enfermo de tuberculosis y era bien conocido su ferviente deseo para celebrar al menos una misa antes de morir.” El 18 de diciembre Monseñor Piguet procedió a ordenar al joven sacerdote. Al ser secreta, la ceremonia no fue alterada por ningún soldado SS. El 26 de diciembre, al fin, Karl Leisner celebró, como era su deseo, su primera misa. “Agotado, falleció pocas semanas después de la liberación en un sanatorio próximo a Munich. Sus camaradas tuvieron al menos la satisfacción de poder enviar a sus padres fotografías de la ceremonia, tomadas en secreto”.

Según las investigaciones más recientes, se sabe que un total de 2.771 clérigos de diferentes nacionalidades pasaron algún tiempo en el campo de Dachau. Cerca de 700 –de esta cifra anterior-, murieron en el campo y más de 300 fueron incluidos en los “trenes de la muerte”.


Para el desarrollo de este artículo se ha consultado el libro Dachau. Historia oficial del campo de concentración nazi. 1933-1945. BERBEN, Paul. Ediciones FELMAR. Madrid. 1977. Págs. 167 a 188.

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