El legado de César y las cenizas de la República

Julio César fue asesinado a puñaladas en las escaleras del Senado de Roma. / Joe O’Boyle

Esta es la historia de Octavio, el joven itálico que puso fin a los desórdenes del siglo I a.C. en Roma mediante su proclamación como primer emperador

Por Jayro Sánchez

Pocas fechas tienen tanta importancia en la historia de la antigua Roma como la del 15 de marzo del año 44 a.C., el día en el que el insigne conquistador de la Galia, Cayo Julio César, fue asesinado a puñaladas por 60 de sus conciudadanos en las escaleras del Senado, el máximo órgano de representación de la República.

Como bien explica el director del departamento de Clásicas de la Universidad de Georgetown, Josiah Osgood, en su obra El legado de César. La Guerra Civil y el surgimiento del Imperio romano, la muerte de este afamado estadista supuso el derrumbamiento del viejo orden republicano y su sustitución por un régimen imperial de carácter mucho más autoritario.

La urbe que se convirtió en imperio

Ya entonces, las élites que gobernaban la ciudad controlaban la mayor parte de las tierras bañadas por las aguas del Mediterráneo. Los romanos habían extendido su influencia desde los confines occidentales de la península ibérica hasta las áridas llanuras sirias en Oriente, así como en los territorios situados entre la costa septentrional de la actual Francia y los antiguos enclaves comerciales africanos de Cartago y Cirene.

Aun así, sus dirigentes políticos vivían centrados en un latente conflicto interno que, desde hacía siglos, dividía a Roma en dos bandos: los optimates y los populares. La mayoría de los primeros eran aristócratas y grandes propietarios de tierras, y defendían la primacía de la autoridad del Senado sobre la de los comicios que representaban a las clases más bajas del pueblo.

Por otro lado, los segundos intentaban imponer reformas políticas, económicas y sociales que mejoraran las condiciones de vida de la plebe para que esta no estuviera descontenta y no se rebelara contra sus mandatarios. Aunque sus enemigos llegaron a afirmarlo repetidamente, los populares nunca se plantearon derrumbar ni democratizar el régimen republicano. Solo buscaban una fórmula política equilibrada, estable y prudente con la que garantizar su permanencia en el poder.

Mario y Sila

El primer episodio significativo de esta lucha entre conciudadanos tuvo lugar cuando Mitrídates VI, rey del Ponto Euxino, invadió la provincia romana de Asia, situada en la actual Anatolia, y ordenó el asesinato de sus 80.000 habitantes romanos.

Los dos generales que habían derrotado al rey Yugurta de Numidia en el 105 a.C., impedido la invasión de Italia por parte de los cimbrios y los teutones en el 101 a.C. y vencido a los rebeldes itálicos en la guerra Social (91-88 a.C.), Cayo Mario y Lucio Cornelio Sila, se disputaban la jefatura del ejército que debía responder al ataque del rey asiático.

Mario, tío político de Julio César, se había destacado en la batalla desde joven. Participó en el asedio de la ciudad hispana de Numancia (134 a.C.) bajo el mando de Escipión Emiliano, y fue el artífice de las victorias romana contra los númidas y los pueblos germánicos en el siglo II a.C.

Además, fue él quien puso en práctica las reformas militares que convirtieron a las tropas de Roma en las más poderosas del mundo. Todos estos logros provocaron que, poco a poco, se transformara en el líder más destacado de la facción de los populares y que tuviera un papel protagonista en los grandes acontecimientos de la época.

Sila también demostró grandes cualidades castrenses durante su carrera. Inició su servicio militar a las órdenes de Mario en la campaña contra Yugurta, y fue quien posibilitó la captura del númida al convencer a su suegro, Boco I de Mauritania, para que le traicionara y le entregara a Roma. Esta estratagema y sus hazañas en la guerra Social hicieron que ganara una enorme popularidad y que, años más tarde, alcanzara a dirigir la facción de los optimates.

La primera guerra civil

La primera guerra civil de la República (88-81 a.C.) se inició cuando Sila, entrando en la ciudad de Roma con cinco legiones, forzó al Senado a otorgarle el mando exclusivo del ejército que debía combatir al rey del Ponto. Esta acción marcaría el inicio de la intromisión de la milicia romana en el funcionamiento interno de las instituciones y, pocas décadas más tarde, haría implosionar al régimen republicano.

Indignados por el atrevimiento de Sila, los populares se rebelaron contra sus disposiciones en cuanto este marchó hacia Oriente, e iniciaron un sangriento conflicto que culminaría con la muerte por enfermedad de Mario y el suicidio de su hijo, Mario el Joven, en la ciudad asediada de Praeneste.

El resto de sus aliados serían ejecutados o forzados a exiliarse. Solo uno de los lugartenientes del tío de César, Quinto Sertorio, sobreviviría a la masacre. Seguiría liderando los reductos populares de Hispania y África durante casi diez años más, y moriría traicionado por sus propios hombres.

Mientras todo esto ocurría, Sila derrotó a Mitrídates, volvió a Roma, venció a todos sus rivales políticos y se erigió como dictador con el supuesto objetivo de «restaurar» el orden quebrado en la guerra civil. Tras promover una implacable campaña de persecución contra los populares y conseguir una relativa estabilidad política, se retiró a la vida privada en el 79 a.C., muriendo un año más tarde.

Pompeyo y César

El enfrentamiento entre Mario y Sila sería retomado pocos años después del ascenso de dos nuevos líderes entre los optimates y los populares: Cneo Pompeyo el Grande y Cayo Julio César.

El primero era hijo del conocido cónsul piceno Cneo Pompeyo Estrabón, uno de los más respetados generales que actuaron en la guerra Social. Cuando el final de esta dio paso a la contienda civil entre romanos, Estrabón se unió al bando aristocrático sin demasiado entusiasmo.

Un año más tarde, moriría al caerle un rayo encima. Pompeyo el Grande le sucedería en su puesto y se destacaría como un hábil dirigente militar contra los «marianos», por lo que, con posterioridad, aprovecharía su influencia para concertar un matrimonio con la hijastra del propio Sila.

Tras la muerte de este, los optimates lo enviarían a Hispania, donde Sertorio aniquiló a sus fuerzas varias veces antes de ser asesinado. Aun así, Pompeyo sobrevivió y quebró la resistencia de los sucesores del antiguo subordinado de Mario. También tuvo un papel protagonista en el hundimiento de la rebelión de esclavos liderada por Espartaco, la erradicación de la piratería en el Mediterráneo y el definitivo sometimiento del Ponto.

Por su parte, César no pudo demostrar sus dotes políticas y militares tan rápido porque era familiar de los dos Marios y esposo de la hija de Cornelio Cinna, otro de los grandes jefes populares ejecutados por Sila. Sin embargo, reveló su astucia y su sagacidad cuando utilizó sus relaciones de parentesco para convertirse en líder de los enemigos de la aristocracia senatorial e iniciar una meteórica carrera al servicio de la República en el 69 a.C.

El Primer Triunvirato

Diecinueve años después, accedería al consulado y promulgaría una serie de leyes reformistas que transformarían el funcionamiento del sistema político y económico romano y que le harían ganarse la hostilidad de los senadores más conservadores.

Los tres hombres más sobresalientes de la República, César, Pompeyo y el optimate Marco Licinio Craso, conformarían el llamado Primer Triunvirato (60-53 a.C.) para repartirse los más altos cargos del Estado en detrimento de otros líderes políticos.

César se convirtió en gobernador de las provincias de la Galia Cisalpina e Iliria, en las que se mostró como un competente general al rechazar varios intentos de invasión realizados por las tribus helvecias y germanas. La intención de acabar con esta clase de ataques fue, según algunos historiadores, lo que le llevó a marchar con sus tropas a la Galia y a escribir sus famosos Comentarios de las guerras de las Galias.

Sus hazañas militares, entre las que se contó el apresamiento del famoso caudillo arverno Vercingétorix, le granjearon la admiración definitiva del pueblo romano, y la facción optimate del Senado comenzó a hacer planes para deshacerse de aquel nuevo Cayo Mario.

Además, César dejó de contar con el apoyo de Pompeyo y Craso poco antes de su victoria final contra los galos en Alesia (52 a.C). Tres años después, se iniciaría la segunda guerra civil de la República (49-45 a.C.).

La segunda guerra civil

El resultado de este conflicto es uno de los hechos más conocidos de la historia de la antigua Roma. Los «sucesores» de Mario y Sila, César y Pompeyo, se enfrentaron en una serie de acciones militares que resultaron en la derrota y muerte de Pompeyo.

Este fue traicionado y asesinado en Egipto sin el conocimiento previo de su rival, quien se puso a llorar cuando su cabeza y su anillo le fueron entregados por los responsables del magnicidio. Caído Pompeyo, César acabó con la resistencia de los senadores aristocráticos en Asia, África e Hispania e imitó a Sila proclamándose dictador.

Pero no le dio tiempo a retirarse, porque los senadores optimates a los que había perdonado la vida urdieron una conspiración que acabó con la suya solo un año después de que la segunda guerra civil finalizara.

Como detalla el profesor Osgood en su libro, Roma quedó en una situación precaria porque los asesinos de César, que se autoproclamaban «libertadores» de la República, huyeron de la ciudad y la dejaron en manos de Marco Antonio, uno de sus más leales lugartenientes.

Incógnitas

Este intentó ocupar el lugar de su antiguo protector como jefe de la facción popular, aunque pronto se supo que el conquistador de la Galia había nombrado a su sobrino-nieto, Cayo Octavio, como hijo adoptivo y sucesor. Y, a pesar de la complicada situación en la que le dejaban, el joven aceptó las disposiciones tomadas por el dictador.

Mientras tanto, los optimates que habían sobrevivido a la segunda guerra civil se agruparon en torno a: Décimo Junio Bruto Albino, uno de los generales subordinados a César durante sus campañas contra los galos; Marco Junio Bruto, hijo de la amante del «heredero» de Mario; Cayo Casio Longino, que se ganó la fama de ser uno de los oficiales más competentes de Craso en Partia; y Sexto Pompeyo, el hijo menor de Pompeyo el Grande.

Todos ellos participaron en la conspiración que concluyó con la muerte de César y se refugiaron fuera de Roma cuando Marco Antonio fue respaldado por los legionarios veteranos del dictador y la plebe.

El primero escapó a la Galia Cisalpina. El segundo y el tercero viajaron a Oriente para reunir tropas y fondos con los que enfrentarse a los populares. Y el cuarto llevó a los restos de las fuerzas pompeyanas que habían sobrevivido a la campaña de César en Hispania hasta la ciudad de Massilia (actual Marsella), desde la que observaron cómo las dos facciones del Senado se enfrentaban en una última guerra.

El Segundo Triunvirato

En el bando popular, Marco Antonio y Octavio luchaban por controlar a las legiones de veteranos cesarianos. El antiguo subordinado del insigne general romano marchó hacia la Galia sin el respaldo del Senado para quitarle el gobierno de la región a Bruto, por lo que la institución le declaró enemigo de la República y encargó a Octavio y a los cónsules Pansa y Hercio acabar con su rebelión.

Tras una serie de combates librados en torno a Mutina (la Módena contemporánea) en el 43 a.C., Bruto fue derrotado y asesinado durante el viaje que debía hacer para reunirse con sus compañeros optimates en los dominios orientales de Roma.

Los colegas de Octavio murieron batallando a Antonio, y, a su vez, estos dos poderosos dirigentes formaron el Segundo Triunvirato (43-33 a.C.) junto a un antiguo general de César, Marco Emilio Lépido, para repartirse los altos cargos del Estado y ejecutar a los conspiradores responsables del magnicidio cesariano.

Los nuevos aliados acordaron acabar con la amenaza de Bruto y Casio en Oriente, pero, para ello, necesitaban reclutar un gran ejército. Y, por consiguiente, mucho dinero. Decidieron recurrir a una vieja táctica de Sila: las proscripciones. Su víctima más destacada fue el conocido orador republicano Marco Tulio Cicerón, quien fue asesinado tras la formalización del pacto de los nuevos amos de Roma.

«El procedimiento era diabólicamente sencillo. La lista, una vez confeccionada, se publicaba, ofreciendo generosas recompensas a todo aquel que trajera las cabezas de quienes figuraban en ella», afirma el profesor Osgood en El legado de César. «Bandas enteras de hombres armados, ávidos de dinero, oirían la noticia (que, a fin de cuentas, no era sino una oferta de trabajo) y, comportándose como auténticas jaurías de sabuesos, comenzarían a peinar la Urbe y su entorno en busca de los proscritos».

«La única esperanza posible para los condenados era huir de Italia. Pero, incluso si conseguían escapar con vida, tendrían que abandonar sus propiedades, que de inmediato serían confiscadas y subastadas», declara el académico.

Filipos

En el 42 a.C., los dos bandos contendientes habían reunido suficientes tropas y dinero como para entrar en combate. Desde Asia, Bruto y Casio se dirigieron a la provincia de Macedonia. Por su parte, Antonio y Octavio dejaron a Lépido al cargo de Italia y viajaron a Grecia, enviando una avanzada de sus soldados más allá de la ciudad de Filipos.

Esta fue obligada a retirarse del lugar por los asesinos de César, que establecieron posiciones defensivas en la zona. Marco Antonio logró rodearlas a través de unas marismas y atacar a Casio, por lo que Bruto se vio obligado a cargar contra Octavio.

Las legiones del futuro emperador Augusto no pudieron contener el empuje de sus enemigos, aunque Marco Antonio también logró abrir una brecha en las líneas de los «Libertadores». Casio, creyendo perdida la batalla, ordenó a uno de sus criados que lo matara, y Bruto hubo de retirarse a pesar de que sus legionarios habían conseguido llegar al campamento de Octavio.

Pocas semanas después, el último líder de la conspiración sería derrotado en un segundo choque tras el que, sabiendo que su captura era inminente, se suicidó arrojándose sobre su propia espada.

El triunfo del Triunvirato

La victoria de Filipos hizo de Antonio el líder militar romano más popular del momento. Aunque Octavio no se había mostrado como un gran estratega en la batalla, también se vio beneficiado por la eliminación de Bruto y Casio.

Muchos de los aristócratas que habían servido como oficiales del ejército «aristocrático» fueron ejecutados sin el más mínimo asomo de duda por los triunviros. En cambio, perdonaron a sus soldados y los enrolaron en sus propias legiones.

Los cesarianos realizaron un nuevo reparto de las provincias: Galia, Hispania e Italia fueron entregadas a Octavio, Antonio obtuvo todo Oriente y Lépido se quedó con África.

A su vuelta, el sobrino-nieto de César hubo de afrontar dos tareas muy complicadas: la de obtener tierras que repartir entre sus veteranos y la de frenar los ataques de Sexto Pompeyo, que se había rebelado contra los triunviros y había invadido las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña después de que estos le incluyeran en las listas de proscritos antes de partir hacia Macedonia.

La política octaviana de confiscación de tierras en la península itálica, Hispania, Dalmacia, Galia y otras regiones provocó indignación entre sus pobladores originarios, que se encolerizaron porque los nuevos dirigentes romanos no tuvieron el menor reparo en echarles de sus casas y granjas para contentar a los legionarios.

Malestar

La mujer y el hermano pequeño de Marco Antonio, Fulvia y Lucio, trataron de aprovechar el descontento de los itálicos para eliminar a Octavio. Llegaron a controlar Roma durante un breve periodo de tiempo, pero pronto fueron forzados a abandonarla y a refugiarse en la ciudad de Perusia (actual Perugia).

En el invierno que medió entre los años 41 y 40 a.C., la urbe fue tomada, saqueada e incendiada por Octavio, que masacró a sus habitantes por apoyar la sublevación de Lucio. Este fue enviado a gobernar una provincia hispana, y Fulvia se exilió en la localidad griega de Sición, donde murió poco después.

Desde Egipto, Marco Antonio intentó pactar con Pompeyo para que atacara a Octavio, aunque, al final, los dos triunviros se reunieron en Bríndisi y se reconciliaron. El último superviviente optimate también consiguió negociar con ellos utilizando su flota para bloquear el envío de grano a Roma, acción con la que forzó una breve paz.

Sin embargo, en el 36 a.C., el triunvirato envió una expedición contra Sicilia y derrotó a Sexto en la batalla de Nauloco. El pompeyano huyó a Asia, pero fue capturado y ejecutado por fuerzas antonianas un año después.

La caída de Lépido

Con el último optimate muerto, los caudillos populares no tardaron en enfrentarse entre sí. La propia geografía del nuevo imperio lo pedía a gritos, dado que los territorios que Roma había tomado eran demasiado extensos como para que la República pudiera controlarlos con efectividad.

Lépido participó en la reconquista de Sicilia, pero estaba descontento con sus homólogos porque actuaban como si él fuera uno de sus subordinados. Por lo tanto, decidió rebelarse contra Octavio.

Este consiguió incitar a la mayor parte de las tropas de su nuevo enemigo para que se pasaran a su bando. A continuación, le obligó a rendirse. Le perdonó la vida y dejó que conservara su fortuna a cambio de que se retirara a la vida privada.

Por su parte, mientras el futuro emperador Augusto realizaba estas campañas, Antonio hacía planes para vengarse de la humillación que los partos habían infligido a Roma al asesinar a Marco Licinio Craso y a la mayoría de sus tropas en la batalla de Carras (53 a.C.).

Como Octavio no podía o quería enviarle soldados, suministros y dinero con los que iniciar la invasión de Partia, recurrió a la reina egipcia Cleopatra. Esta había mantenido una aventura con su antiguo comandante en jefe, con quien tuvo un hijo llamado Cesarión, pero, tras la muerte del conquistador de la Galia, se convirtió en la amante de Marco Antonio, a quien dio tres vástagos: Alejandro Helios, Cleopatra Selene II y Ptolomeo Filadelfo.

Aventuras en Partia

En el año 36 a.C., la antigua mano derecha de César inició la guerra contra Partia. Con la intención de no cometer los mismos errores que Craso, evitó invadir el territorio parto a través de Mesopotamia y marchó hacia Armenia.

Sometió a las tropas del rey Artavasdes II para obtener una base de operaciones avanzada y a sus excelentes contingentes de caballería, y avanzó hacia la capital de la antigua Media Atropatene, Fraaspa (ahora, Takht-e Sulaiman), sin dejar guarniciones en su retaguardia para asegurar la lealtad del monarca armenio.

Como era de prever, este le traicionó y ayudó a los partos a cortar sus líneas de suministro. Viéndose en apuros, Antonio ordenó a sus tropas que se retiraran a la provincia de Siria en pleno invierno. Durante el repliegue, perdió a un cuarto de sus hombres.

Este rotundo fracaso le hizo perder su antigua fama de estratega militar, aunque pidió a Octavio que le enviara a parte de sus veteranos asentados en la Galia para ejecutar un nuevo golpe de mano.

El sobrino-nieto de César detectó que aquel era el momento propicio para hacerle caer, y mandó en su ayuda a la mitad de la flota que él mismo le había prestado para acabar con Pompeyo, así como a dos mil legionarios y a su nueva esposa Octavia, hermana del propio Octavio.

La ruptura

Antonio comenzó a cavar su propia sepultura cuando, cegado por la ira, repudió a su mujer y la envió de vuelta a Italia. En respuesta, el hijo adoptivo de César inició una gran campaña propagandística destinada a acabar con su figura política.

El exlugarteniente de César volvió a servirse de sus aliados egipcios para financiar una expedición de castigo contra Armenia, a la que derrotó en el año 34 a.C. Su rey fue capturado y ejecutado por haber engañado a los romanos.

Cuando regresó, Antonio proclamó que su alianza con Octavio quedaba disuelta, e hizo ocupar distintos cargos políticos en los territorios orientales de la República a su amante y sus hijos.

Además, afirmó que el hombre que sería el primer emperador de Roma había falsificado los documentos en los que César le requería que aceptase ser su hijo adoptivo. Este, a su vez, contraatacó asegurando que Antonio pretendía usurpar el poder de la República al este del mar Jónico y que se había vuelto un «tirano oriental y afeminado».

La última guerra de la República

En el 32 a.C., el Senado destituyó a Antonio de sus poderes y le declaró la guerra a Cleopatra. Un año más tarde, Octavio y su general de confianza, Marco Vipsanio Agripa, consiguieron que las provincias de Grecia y la Cirenaica se volvieran contra Antonio.

Después de bloquear a las tropas terrestres antonianas en la península del Peloponeso, el sobrino-nieto de César obligó al nuevo amante de Cleopatra a luchar con su flota en la batalla de Accio, donde la destruyó casi por completo.

Antonio escapó a Egipto e intentó plantar cara a Octavio con las escasas legiones que le quedaban, pero estas desertaron de su mando. Para no ser capturado, decidió suicidarse. Cuando tuvo noticia de la muerte de Antonio y de que Octavio planeaba llevarla a ella y a sus descendientes a Roma, Cleopatra también se quitó la vida. Según la tradición popular, dejó que la mordiera un áspid.

Marco Antonio y Cleopatra prefirieron suicidarse a caer en las manos de Octavio. / Joe O’Boyle

La Pax Romana

Octavio había vencido a todos sus enemigos y conquistado nuevas tierras, así que, cuando volvió a Roma, fue aclamado como un nuevo César por la mayoría de los ciudadanos.

Con el Senado desarticulado tras tantos años de conflictos internos, el joven hijo adoptivo del conquistador de la Galia supo devolver el orden y la estabilidad a la Urbe y, de paso, proclamarse como su primer emperador con el nombre de Augusto.

Bajo su gobierno se iniciaría un periodo histórico caracterizado por el desarrollo económico y la expansión territorial que fue conocido como la Pax Romana (29 a.C.-180 d.C.), y que solo acabó al morir el emperador Marco Aurelio.

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