– Leyendo aquel viejo diálogo que mantuvimos una vez, veo la filosofía de Ética del desorden allí. Pensando en alguna de aquellas preguntas me viene a la cabeza ésta: ¿Qué sistema se esconde en tu libro?
«Se esconde»: buena expresión, porque mi libro puede parecer un amasijo gigantesco de escenas. El desorden tiene un hilo, desde el inicio, pero hoy casi nadie lee con detalle, menos todavía un libro de más de cuatrocientas páginas. Si se hiciese, se vería cómo en la Introducción está ese hilo que explicita todo el sistema, pues se comienza con la tesis más vieja de la historia de la filosofía: la experiencia de que cada cosa, el sonido de este momento, resuena siempre en la enormidad de la mente, una mente cualquiera. De ahí que cada objeto singular tenga una resonancia cósmica, pues se abre a un «infinito en acto»al que no podemos escapar. Es huyendo de esta experiencia del absoluto local que nos rodea, que nos refugiamos perpetuamente en el desplazamiento de lo social. Pero entonces, al abandonar ese momento de reposo, perdemos la relación abierta con la muerte que nos daría vida.
En dirección muy distinta a la de Kant, mi libro defiende un «giro copernicano» hacia el misterio de los objetos. Si cada cosa (estas gotas de lluvia) ocurren en el recipiente absoluto de la mente, cada objeto es único y misterioso, siendo su acontecimiento lo único que podría sacarnos del ensimismamiento en el que vegetamos. La nota sobre el Dios de Leibniz en la Introducción, que nadie cita, se abre a la esencia de la existencia, a un «esencialismo» que pone la enormidad de lo imposible (la «locura proclamada en alta voz», dice San Pablo) en cada punto de experiencia. Desde ahí mi libro sostiene un sistema abierto que está entero en cada parte, pues establece una conexión interminable entre cada fenómeno, por insignificante que sea, y el fondo sombrío que lo relaciona con cualquier otro. La corriente que se abre solo es «desorden» si la miramos desde el búnker en el que estamos refugiados.
– He anunciado en la reseña pasada que tu libro era «anticapitalista». También, que carecía de pretensiones directas de generar una sociedad nueva: ¿Cómo podría vivir alguien así en esta tierra?
Lo que asombra todavía es que se pueda vivir de otro modo, de esta manera mutante que hemos adoptado como norma. Mi libro defiende que es necesario bajar a tierra al menos con un pie, abandonando esta ficción social y tecnológica en la que nos sumergimos con los dos hemisferios cerebrales. Gracias a esta inmersión nos pasamos el día entero flotando, suspendidos en una ondulación que nos libra de la finitud real. Nos es extraño que después seamos víctimas de retornos «vengativos» de esa exterioridad que hemos traicionado. Al abandonar el trauma de la dureza real, abandonamos también el único territorio desde el que podríamos ser libres, estar vivos y ejercer una fuerza. Por eso nos convertimos en empleados obedientes de la opinión colectiva y del dios social de turno, así como del sistema médico que vive gestionando nuestro cuerpo y nuestros miedos. Somos así víctimas de un sinfín de síntomas mentales y corporales (depresiones, miedos, fobias, nuevas enfermedades crónicas) que nos convierten en inválidos, aunque tecnológicamente equipados. Alguien dijo que esta sociedad ha elegido la velocidad de huida, y la metástasis, antes que detenerse y dialogar con la sombra de los cuerpos. Me parece una idea acertada.
– En nuestra vida, como tú presentas, el cuerpo es vital para comprender a nuestro entorno. Hace tiempo leí La sociedad del cansancio. Alguna vez hemos hablado de él, creo que al hilo de lo anterior. ¿Cómo mantenerse sano psíquicamente cuando todo es caos? ¿Qué hacemos cuando fallan los sentidos?
Si fallan los sentidos poco podemos hacer, excepto entregarnos al sistema de dependencia social y técnico que nos convierte en conejillos de indias, sonrientes empleados de Supermercado global que nos espera. Pero la verdad es que no creo que todo lo que nos envuelve sea caos. Reina más bien un orden social minuciosamente humillante: por una parte, la ley omnipresente de una economía despiadada; por otra, una moralina asfixiante en el espacio público, compatible con la obscenidad de los medios, las vidas privadas y la política… Si nos pasamos la vida hablando del caos que nos amenaza (el cambio climático, el terrorismo, los inmigrantes, la violencia doméstica…) es para ocultar el desastre que ya somos nosotros, el cataclismo antropológico que está silenciosamente en marcha en nuestra normalidad. Aquí jugamos con la vieja función blanqueadora de la información: es necesario que estemos rodeados de peligros externos, y a los otros les vaya mucho peor a que a nosotros, para que nuestras vidas parezcan inmediatamente más dignas. Por debajo de esta interminable normalización, basada en el peligro exterior, me temo que morimos lentamente a plazos. Por ejemplo, el escándalo de la «violencia de género» nos ayuda a olvidar que el auténtico problema hoy no es el maltrato, sino la ausencia de trato: la soledad y la indiferencia generalizadas. Y así también en otros campos. Éste es el drama: la prohibición del peligro y lo trágico en nuestras vidas ha agigantado el poder de las pequeñas neurosis.
La gente no tiene que leer a Emerson o a María Zambrano para saber qué hacer o cómo debe vivir. Respiramos en una madeja singular que cada cual debe desentrañar a su modo
– La pregunta obligada: ¿Qué relación tiene tu filosofía actual con la de aquel (no tan joven) Ignacio Castro del doctorado y el posterior Votos de riqueza?
Me temo que mucha, aunque se dieron serios cambios. Hoy intento matizar mi estado de furia contra el mundo con la irónica serenidad que proviene de un presente ahondado y más común, una revuelta metafísica que incluye un pasado más vivo y la cercanía de una especie maravillosa: la de mucha gente que no es en absoluto «intelectual». Esto, claro está, junto con una cohorte de clásicos (Clarice Lispector, Simone Weil, Robert Walser) que ha crecido en mi cotidianidad espectral y que está mucho más cerca de la gente vulgar que del intelectual medio. Me temo que me hago mayor al lograr esta especie de ironía, a la vez cruel y cariñosa, que envuelve a la cólera. La ira sigue ahí, pero armada de una paciencia que no necesita resultados inmediatos. En lo que mí respecta, es como si me bastase con «marcar» los golpes, igual que en algunas luchas orientales. Como no hay sangre, mantengo el gesto de una agresividad sin empleo: es como si uno hubiese dejado la violencia en paro. Tal vez se escribe, apasionadamente, para dar un rodeo irónico que excluya la agresión.
No es conformidad, espero, sino cierta sabiduría que dan los años. Llevo mejor que antes la infamia del presente porque he aprendido a descifrar sus signos ocultos, a veces conmovedoramente humanos. He logrado así amigos hasta en el infierno. No sé si esto significa que me estoy haciendo más viejo o, por el contrario, más joven. ¿Moriré entonces como si tuviera quince años? Creo que era Epicuro el que nos recordaba que el hombre, para poder morir bien, ha de ser otra vez como un recién nacido.
– Otra pregunta de bastante actualidad (y no) dentro de la juventud politizada. Según tu posición y la del libro, ¿qué relación puede guardar el «yo» con el espacio político del conjunto?
El Yo es un invento del conjunto social, de ese cuerpo colectivo que mima al Yo como su unidad atómica de base. El cuerpo genérico de lo que los militantes «radicales» llaman capitalismo (para poder encontrar en él un lugar, bajo el sol que más calienta), está conformado por la huida, a la vez masiva y personalizada. La velocidad de escape de millones de almas, dejando atrás su más íntima zona de sombra, es lo que mantiene este sistema social que lo es todo y a la vez nada, de ahí que todos estemos integrados en su niebla. La sociedad «del conocimiento» es la del aislamiento conectado: todos estamos integrados en este sistema de la dispersión, de la desintegración. Eso es actualmente el Yo: una proyección, una estrategia de velocidad que no puede mirar hacia atrás sin volatilizarse. Bajo el dinamismo general se esconde, en este sentido, la rigidez miedosa de una estatua de sal. Así pues, la combinación de narcisismo yoico y abandono existencial, con un desconocimiento de sí espectacular, es lo que mantiene el espíritu de sistema. Por el contrario, en cuanto uno, al menos ocasionalmente, traiciona con una mano el narcisismo del sujeto, para dejar entrar unos rumores inmundos del mundo que la información no recoge ni por accidente, otra comunidad inmediata es posible.
Si la política es aburridísima, incluso con los eventos recientes, es porque nadie se atreve a estar a solas con nada. Se convierte así, no en «el retorno de lo reprimido» (Freud), sino en el esplendor de lo idéntico. En el círculo vicioso en el que todos giramos, nadie dice ni hace nada distinto. Por miedo a quedarnos solos, vivimos bajo el imperio de los procesos y las modas: lo que se ha llamado el «terror de la inmanencia». Tal vez recordar otra vez que somos mortales nos ayudaría a llevar mejor este humillante presente y relativizar tantos dramas actuales, desde el paro hasta el aburrimiento del trabajo.
– Viendo algunas de tus presentaciones, y leyendo libros anteriores, no se duda que tu relación con la vanguardia filosófica actual es estrecha. Pero, pese a esa cercanía, nunca has estado ahí arriba ¿Por qué tu relativo «anonimato» filosófico?
Estoy contento con él. Todos nos quejamos bastante, la verdad, y a mí no me faltan razones para ello: nadie te hace caso, no te llaman lo suficiente, tienes un escaso reconocimiento, etcétera. Tengo sin embargo, bajo mis quejas, buena relación con el anonimato al que todos estamos prometidos. Es imprescindible entender, por mucho que hiera nuestro patético narcisismo, que uno puede desaparecer y el mundo seguirá su marcha, sin que pase nada. Alguien, naturalmente, soltará una lágrima. Y punto, se acabó. El secreto es parte central del juego. La vida, que nadie conoce y no va a «ningún lado», tiene que seguir. No olvidemos además que la tan ansiada popularidad es una de las peores formas de ser ignorado. Más de una estrella ha conseguido ocultarse tanto en el firmamento de la fama que después ya no se encuentra a sí mismo, ni recuerda nada de su existencia.
En mi caso, cero que soy alguien para mis amigos y algún que otro lector. Evidentemente, no tengo el público masivo de Lady Ga Ga, pero tampoco lo necesito. Es más, pienso que el éxito incluye una prisión temible y bastante despreciable. En cuanto alguien es una estrella se vuelve estúpido: está encantado de haberse conocido y ya no puede estar atento a lo nuevo. Se vuelve abominablemente previsible y esto muy dañino para la salud. Los famosos, como norma, viven casados con su propia imagen, en uno de los matrimonios más aburridos que existen. En mi caso, soy marginal incluso con respecto a mí mismo: o sea, con frecuencia no tengo ni la más remota idea de a quién escondo dentro. ¿No es esto emocionante? Guardo pues una buena relación con la clandestinidad, un poco como los iluminados, los pastores de cabras y los inmigrantes sin papeles. Dicho sea de paso, nunca hay suficiente «cobertura», ninguna vida tiene bastantes papeles. Por eso en el metro madrileño siento a la pobre gente como a si fueran mis hermanos. Lamento mucho, de verdad, sonar tan arcaico.
Así pues, aunque naturalmente me queje mucho, estoy muy contento con no ser nadie. Gracias a ser cualquiera, y pisar cada día el sucio suelo que otros no miran, puedo seguir pensando e incluso, a veces, sentirme vivo. ¿Pueden decir lo mismo los políticos, las estrellas de los medios, algunos célebres profesores? A veces sí, lo sé, pues bajo el personaje público puede alentar la carne viva. Pero no es frecuente, como no lo es servir a dos amos al mismo tiempo: el éxito y la verdad. Así que mi relativo anonimato es una fortuna: me permite respirar y, además, reaparecer por cualquier lado, como los fantasmas. De hecho, ni siquiera yo sé los nuevos giros que me esperan. Ahora son las ocho de la mañana y, naturalmente, tengo planes para el resto del día. Pero no tengo ni idea de cómo ocurrirán las cosas. Para bien o para mal, el accidente siempre es posible.
– Hablando con otros colegas, también contigo, he tenido la sensación de que el mundo interno no puede ser sistematizado. Boris Vian utiliza una frase en La espuma de los días: «No busco la felicidad de los hombres, busco la de cada uno de ellos». ¿Podría ser generalizada tu filosofía del sobrevivir?
Cada cual debe apañárselas como pueda: esto es la supervivencia. Mi libro no defiende ninguna fórmula general, aunque tampoco ningún individualismo. No se le puede llamar fórmula a reaprender cada día a vivir. Aunque uno tenga mucho amigos, afrontar el sentido de cada condición mortal es algo que se debe hacer a solas. Recorriendo esa senda sin modelos es cuando se pueden encontrar herramientas, amigos y armas, pero porque antes uno ha emprendido un solitario camino escarpado. La ideología de «compartir» todo el día es muy empobrecedora y ofrece una falsa seguridad. En Ética del desorden recuerdo incluso que la gente no tiene que leer a Emerson o a María Zambrano para saber qué hacer o cómo debe vivir. Respiramos en una madeja singular que cada cual debe desentrañar a su modo. No hay manuales de autoayuda para el laberinto de vivir, solo para imitar modelos reconocibles.
Habría que defender, me temo, un «comunismo neuronal» compatible con cualquier ideología política, con cualquier cultura o posición social. Lo importante, incluso políticamente, es el cómo, que una persona tenga buena relación con la duda y sea capaz de atender otra vez al afuera. Soy de la idea de que aceptar la ley de la gravedad ya implica un vuelo, aunque no lleve a ninguna parte más que a conocerse a si mismo. ¿Es esto individualista? En absoluto, es el comienzo de otra posible comunidad, del único comunismo posible, agazapado potencialmente en cualquier situación.
– Calmando un poco la tensión de la conversación: ¿Por qué este libro? ¿Para quién? ¿Te da miedo su larga dificultad?
Dije en otra ocasión que este libro fue irremediable, no pude hacer otra cosa. No es que no sepa hacer otra cosa. Es algo peor, no pude en absoluto evitarlo. De hecho, intenté desesperadamente no ser filósofo, ni siquiera un hombre de letras. Pero todos los intentos de ser «normal» fueron vanos. Finalmente, ironías de la vida, he hecho un libro sobre lo no elegido. Lo cual significa, supongo, que he aceptado la perplejidad de mi destino. Creo que era Nietzsche quien decía que toda la tarea del pensamiento consistía en aceptar la cifra de nuestro propio rostro en el espejo. La tarea de la filosofía es el trabajo interminable de darle forma a una necesidad de supervivencia que no cesa. Si la filosofía regala algo común, que vale para otros, es a partir de este desamparo intransferible. El resto es cultura, un bla, bla, bla bastante falso y aburrido.
Es muy normal que una persona sencilla sea mucho más sabia, y menos inmoral, que un célebre profesor. ¿Por qué? Porque, finalmente, el dolor y lo traumático es la gran escuela del hombre
– Como seguidor del filósofo danés Kierkegaard, y sabiendo que tu libro es bastante «hegeliano» a pesar del rechazo del primero… ¿Cómo has conseguido relacionar sus ideas?
Todo mi libro intenta relacionar opuestos, buscar el hilo delgado de un terreno común. ¿Cómo? Buscando la potencia, la posibilidad minoritaria incluso bajo lo aparentemente más grande y consagrado. Como encaro un territorio inmediato y elemental, puedo permitirme el lujo de intentar tomar en serio a pensadores muy distintos. Y esto no por lo que dijeron como por lo que realmente hicieron: reventar la imagen de una época al ponerla frente a su envés de sombras, una región ahistórica que no nos deja. Descendiendo a ese sucio y bendito suelo, hasta Hegel es otro, en íntima relación con los detalles de Schelling, Feuerbach, Kierkegaard o Stirner… Me temo que, en este punto, mi operación está muy lejos de la de Marx. Yo me ocupo de lo que para él era una «neblina metafísica». La neblina que somos, ése es mi tema. La neblina que es nuestro poder histórico, con esta orgullosa voluntad de flotar, es lo que intento evitar en mi libro, mirando por debajo de nuestra radiante alfombra.
– Yéndome a otro autor: Cioran. En su libro de conversaciones, le preguntan innumerables periodistas sobre su relación con el suicidio. En tu libro, la sombra del suicidio aparece y me veo obligado a hacerte esa misma pregunta: ¿Cuál es tu relación con él? ¿Con el dolor? ¿Podría haber surgido un libro así sin ese acercamiento al trauma?
Efectivamente, en la parte IV, «Vivientes», le dedico un capítulo a la cuestión del suicidio, que es tan vieja como la misma humanidad. Pero todo mi libro está recorrido por una «sensación de peligro» sin la cual, creo, no podemos vivir. En cuanto al suicidio, tema clásico de la literatura y la filosofía, diré que es un pensamiento mucho más común de lo que se reconoce en público. Todos hemos pensado alguna vez en eso. Y ello muestra que la muerte, que es algo común que a todos alcanza, no es algo necesariamente negativo. La comprensión trágica de la muerte es aún parcial, pues esa misteriosa noche está en el centro de la vida, en la pulpa de los días. La vida es mortal; si no, no sería vida. De hecho, cuando el hombre rehúye aceptar la muerte su biografía decae, se convierte en una especie de muerte en vida. Entonces los seres humanos se adormecen en un estado larvario: demasiado muertos para vivir y demasiado vivos para morir. Me temo que este estado penoso es hoy demasiado frecuente. Es necesario afrontar la condición mortal, a ser posible con buena cara y con un ánimo jovial. Por eso no es ofensivo el aire de naturalidad y desenvoltura que se respira en muchos entierros.
Bajo muy distintos ropajes sociales, la gente sufre mucho más de lo que reconoce. Y hay casos donde es comprensible que alguien decida quitarse la vida, cosa que además se puede hacer hasta de manera disfrazada. Me niego drásticamente a quitarle al hombre esa última posibilidad, cuando a veces es lo único que le queda, y hablar del suicidio como una «enfermedad». Si el suicidio es una enfermedad, la humanidad es también una enfermedad. Me niego a aceptar este nihilismo. En realidad, nada importante se aprende a través de la cultura, sino de la más terrenal experiencia. Es muy normal que una persona sencilla sea mucho más sabia, y menos inmoral, que un célebre profesor. ¿Por qué? Porque, finalmente, el dolor y lo traumático es la gran escuela del hombre, un curso de formación permanente (aunque muy caro, pues lo pagamos con nuestra carne) que puede incluso librarnos de las tonterías que la información nos inyecta a diario.
– ¿Qué opinas del nuevo optimismo generalizado? ¿Podría ser una especie de pesimismo disimulado? ¿Esconder las miserias de un presente no prometedor bajo la alfombra de un «esfuérzate para mejorar»?
Tal vez ese optimismo solo es generalizado en la imagen pública de la sociedad y en los medios. Se trata de un optimismo inyectado, donde la procesión va por dentro. En ese caso, claro éstá, se trata de un pesimismo disimulado. Fijémonos en algo sencillo: cuando alguien es realmente optimista en cuanto a la vida, que es muy dura, necesita (también para jugar) ser pesimista en cuanto a la sociedad y la historia. Al contrario, cuando alguien es pesimista en cuanto a la vida, porque le asusta su irregularidad, ha de agarrarse a un optimismo social, histórico o tecnológico. Así pues, como nos recordaban Nietzsche y Deleuze, existe un pesimismo de la fuerza: un optimismo neuronal que suele recubrirse con un pesimismo histórico para poder buscar líneas de choque que defiendan la vida secreta. Lejos de lo que con frecuencia pensamos, detrás de la gente «violenta» existen con frecuencia corazones sensibles que ya no podían más con la vergüenza de este mundo. La gente de buen corazón puede ser muy peligrosa, pues puede llegar a hablar y actúar desde sí mismos, por eso la sociedad los persigue sin cesar. Creo que, sin hacer paralelismos fáciles, Sócrates, Cristo, Machado, Rilke, Kurt Cobain y Amy Winehouse… pueden ser de este linaje.
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