Retirar monumentos y abrir el espacio público

Por Miguel Anxo Rodríguez

Pedestal vacío de la estatua de Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma, Ciudad de México. Fotografía: Gustavo Graf (Reuters)

El 10 de octubre de 2020 la estatua de Cristóbal Colón del Paseo de la Reforma, en Ciudad de México, era desmontada para proceder a su restauración. La Secretaría de Gobierno de la ciudad explicó que se la llevaban para restaurar «de manera profunda» y preservar así su patrimonio artístico-cultural (Cadena SER, 12/17/2020). Esto sucedía poco antes de la celebración de un Día de la Raza que se preveía agitado, con una marcha convocada con el lema “Lo vamos a derribar” y una campaña en Change.org para la retirada de monumentos asociados a la colonización. Todo apunta a que la restauración irá para largo.

Colón está siendo señalado en los últimos meses como un objetivo principal por los movimientos sociales antirracistas, que critican la presencia de símbolos asociados a figuras que de algún modo estuvieron implicadas en la explotación y opresión de pueblos conquistados. Al margen de la implicación real del “descubridor” en los actos de explotación y rapiña en América, su figura fue usada para consolidar una escala de valores que implica el desplazamiento y marginación de pueblos enteros, imposición de un modelo cultural y económico por la fuerza. El debate en torno a la presencia de de monumentos en el espacio público se centra en figuras como esta, y está cobrando una intensidad como nunca antes habíamos visto, Esto implica una revisión crítica de la presencia de esculturas y símbolos en nuestro espacio público. El movimiento está cogiendo fuerza en países diversos, y es nuevo porque se trata de  un movimiento global, que ya no da nada por supuesto y no acepta nociones preconcebidas asociadas a las bellas artes y al patrimonio, que históricamente han contribuido a proteger las estatuas de personajes de dudosa ejemplaridad.

Estatua caída de Cristóbal Colón en St. Paul, Minnesota (EEUU), 10 de junio de 2020. Fotografía: A.P.

Creo que ahí está la base del problema que vemos asociado a la escultura pública: los monumentos se erigen a personajes que determinados agentes de la sociedad (históricamente, la burguesía, no el proletariado ni el campesinado) consideran representativos de virtudes ejemplares. La escultura decimonónica es eso: celebrar y homenajear a figuras eminentes que destacaron en su época, como militares, estadistas, médicos o empresarios. Y lo que estos sectores consideran como “ejemplar” a menudo no lo es para otros. El paso del tiempo a menudo juega en su contra.

La estatua de Eugenio Montero Ríos (político gallego que promulgó la Ley de Matrimonio Civil), permaneció doce años en la plaza compostelana del Obradoiro, en la que se colocó en 1916, para ser luego trasladada a otra plaza más pequeña y escondida. Los sectores conservadores vinculados a la iglesia nunca lo vieron con buenos ojos, y prefirieron que la vista de la fachada de la catedral quedara despejada. Otra estatua erigida unos años antes, la del empresario y filántropo Antonio López fue retirada en 2018  de una plaza barcelonesa: la filantropía no se tolera cuando las fortunas se amasan con el comercio de esclavos. Las estatuas, en definitiva, también se mueven, se desplazan, se reubican o destruyen. De hecho, uno de los síntomas de los cambios políticos o religiosos de gran calado es el derribo de estatuas. Véase, el derrocamiento de un dictador. Pero ahora es otra cosa: un movimiento global, que afecta a países democráticos, sin necesidad de cambios políticos drásticos.

Estatua de Montero Ríos en su emplazamiento original, en Santiago de Compostela.

El pasado mes de julio,  el suplemento cultural de periódico El Mundo abría un debate en torno al tema del derribo de estatuas, en el marco de las protestas contra la discriminación racial aglutinadas bajo el lema #blacklivesmatter. Edward Wilson-Lee explicaba que el propio Colón supervisó la destrucción de estatuas de los indios Taínos en La Española (“ídolos”), siguiendo esa lógica tan vieja de la destrucción de imágenes asociadas a religiones y creencias paganas. Y defendía que hay que preservar las estatuas porque estas nos pueden ayudar a repensar las desigualdades y desequilibrios de las sociedades actuales. Proponía  Wilson-Lee “que se empleen para un debate abierto y tolerante”, con el fin de buscar soluciones a nuestros problemas actuales. No concretaba mucho más al respecto. ¿Pero, seguirán las estatuas de personajes que no son modelo para una sociedad abierta y tolerante presidiendo nuestro espacio público? ¿Qué implicaciones tiene este “seguir ahí”?

La directora del Museo Nacional de Escultura, María Bolaños, escribía en ese mismo suplemento, apuntando al poder de las estatuas sobre las personas, las creencias sobre el poder de las esculturas, revestidas de algún tipo de poder mágico. No es casual, porque este museo tiene entre sus fondos gran cantidad de imágenes religiosas, y como sabemos, estas siempre estuvieron muy expuestas a determinados usos y controversias: “el conocimiento de la escultura será incompleto –explica Bolaños– si no consideramos lo que las estatuas hacen a las personas y lo que las personas hacen a las estatuas”. La creencia en que las imágenes albergan de verdad al ser representado es muy antigua (pensemos en el mito de Pigmalión), y puede llevar a la adoración desmesurada o a lo contrario, la iconoclastia. Esos actos de destrucción de imágenes son recurrentes en la historia de la humanidad, y se basan en pensar que al destruir una estatua se purga o purifica un pasado que se considera ominoso. Sobre este tema han escrito historiadores del arte y autores vinculados a los estudios visuales, como W. J. T. Mitchell. Este último tituló significativamente uno de sus libros con la pregunta “¿Qué quieren las imágenes?” (What Do Pictures Want? The Lives and Loves of Images, Chicago, 2005).

Pedestal vacío del monumento a Stonewall Jackson en Richmond (Estado de Virginia EEUU), 1 de julio de 2020. Fotografía: Sanjay Suchak (Toppled Monuments Archive).

La revista digital Hyperallergic presentaba por esos mismos días el trabajo del Toppled Monuments Archive, que documentaba ataques y actos de destrucción de monumentos a personajes de pasado más que discutible, erigidos en las ciudades de los Estados Unidos. La estrategia –explica Jillian McManemin– consistía en documentar acciones contra monumentos que representaban aspectos oscuros de la historia americana: racismo, explotación laboral, violencia contra colectivos desfavorecidos. La memoria, defiende McManemin, puede y debe preservarse como archivo visual, y es un error tanto mantener las esculturas presidiendo el espacio público como confinarlas en museos. Se estaba refiriendo a una tendencia creciente en ese país, de desmontar la estatua y llevarla a una fundación privada o un museo. En este último caso, la autora está en contra también, porque implica que los monumentos a seres despreciables seguirán ocupando un lugar y consumirán  recursos públicos, lo que sería muestra de que siguen teniendo poder.

Discrepo, como historiador del arte, y como imagino que discreparán los historiadores a secas. Los documentos, aún los de barbarie, son imprescindibles para saber quiénes somos y de dónde venimos. Tres cuartas partes de la historia del arte universal deriva de las acciones de los grupos en el poder, que pretendían, a través de encargos a artistas, dar una imagen de sí mismos al mundo. Como bien sabemos los que investigamos sobre artes visuales, los artistas a menudo fueron más inteligentes y nos dejaron más cosas que las pretendidas por sus clientes. Nos dejaron comentarios sobre los modos de representación, sobre los modos de aparecer en público. Las imágenes nos dicen más que ese mensaje plano que el poder quiso presentar al mundo. Los mejores artistas saben introducir los matices que propician las lecturas complejas sobre nuestra historia. Destruir definitivamente las imágenes nos priva de un material valiosísimo tanto desde el punto de vista artístico como desde el histórico. Igual de peligroso es esto que destruir los archivos producidos por los gobiernos y las administraciones de periodos dictatoriales. Los museos y los archivos tienen una misión fundamental en la preservación de nuestra memoria cultural, aunque sabemos que en muchos casos, los de arte sólo se dedicaron a la preservación de la memoria de los grupos privilegiados, y esto tenga que ser corregido. Destruir definitivamente las estatuas nos roba nuestro pasado. Lo de su presencia en el espacio público…, eso ya es otro tema.

Pintadas sobre la escultura de Francisco Largo Caballero, en Madrid, 10 de octubre de 2020. Fotografía: Ricardo Rubio (Europa Press).

La batalla está en torno al espacio público. Es un espacio vivo, cambiante, es un espacio en continua lucha, en disputa. La imposición de esculturas públicas dedicadas a políticos es una muestra de las guerras (culturales e ideológicas) por el espacio público. Las pintadas aparecida recientemente en Madrid en el monumento a Largo Caballero (“asesino”, “rojos no”) son otra muestra más. En este caso, se trata de ataques a un político que estuvo al frente de un gobierno que intentó defender el estado de derecho frente a los golpistas. El debate, siempre legítimo, aquí tiene menos sentido, o está más desequilibrado, porque los argumentos de los iconoclastas se posicionan del lado de la violencia y el terror desatado desde el fascismo. Pero es otra muestra más de que prescindir del debate es complicado, y de la necesaria “exposición” de las estatuas y los monumentos. Todo lo que discurre en el espacio público está expuesto, y lo que se pretende que permanezca tiene que ser objeto de un debate público previo. Tiene que ser negociado.

Rosalyn Deutsche apuntaba acertadamente a que lo propio del espacio público es la disputa, el debate. El “consenso” es una palabra que parece bonita en un primer momento, pero a poco que indagamos vemos que refleja un pensamiento totalitario. Lo propio de la democracia es el disenso, y por eso las estatuas pueden acabar derrumbadas, desplazadas o reubicadas. No pasa nada, tampoco es para tanto, es parte de la historia misma. Si los valores de una sociedad cambian, si asumimos que estábamos equivocados en aspectos relevantes que afectan a la vida en comunidad, si los monumentos representan aspectos condenables de nuestro pasado, habrá que remodelar el espacio público, porque es nuestro, y porque cierto tipo de objetos creados en un contexto distante ya no debe presidir nuestro espacio comunitario, porque es una forma de perpetuación de ideologías que ya pocos pueden sostener. El arte en el espacio público siempre es discutible y a veces es muy peligroso. Otra cosa es destruir definitivamente esos objetos culturales, y despreciar el trabajo que desarrollan archivos y museos para la ampliación de nuestros conocimientos.

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