No solo asesinatos y cárcel: la represión económica franquista (Comisiones de Incautación de Bienes) (1ª parte)

Esta forma de represión condenó a la pobreza, la ruina, la pérdida del trabajo, y a la emigración forzosa a cientos de miles de españoles. Sus efectos legislativos aún se mantuvieron en activo hasta finales de los años 60. 

Por Lucio Martínez Pereda

La represión económica practicada por la dictadura franquista es menos conocida que la represión física: su alcance divulgativo aún continúa siendo una asignatura pendiente. Primero, en las zonas controlas por los alzados desde el comienzo de la Guerra Civil, la ejercieron las comisiones depuradoras de bienes y posteriormente, cuando la Guerra estaba a punto de llegar a su término, los tribunales provinciales de responsabilidades políticas continuaron la labor. El número de víctimas que la padecieron aún no está cuantificado ni podrá estarlo en mucho tiempo: el gran volumen de documentación a investigar aún no ha sido abordado en su totalidad.

Esta forma de represión condenó a la pobreza, la ruina, la pérdida del trabajo, y a la emigración forzosa a cientos de miles de españoles. Sus efectos legislativos aún se mantuvieron en activo hasta finales de los años 60. Si algo caracterizó la singularidad del diseño y funcionamiento de la justicia represiva de la dictadura española fue la abundancia y la extensión tanto temporal como funcional de los llamados tribunales especiales. El texto de este articulo – debido a su larga su extensión- se dividirá en 2 partes: la primera versará sobre las comisiones de incautación, la segunda se centrará en el trabajo realizado por los tribunales provinciales de responsabilidades políticas.

En las zonas donde triunfó la rebelión militar se pusieron rápidamente en marcha los mecanismos depredadores del Nuevo Estado, produciéndose en muchas localidades un saqueo a cargo de las milicias armadas que operaron en medio del descontrol propio de los primeros días de la sublevación. Las multas, extorsiones, y requisas realizadas sin la cobertura de procedimientos legales, las incautaciones llevabas a cabo por oportunistas que se apropiaron de bienes de desaparecidos, asesinados o huidos, fueron constantes. En las primeras semanas se registraron centros obreros, sedes de los partidos y casas particulares, en las que además de llevarse listas de afiliados y documentos políticos se afanaban enseres privados de las familias. Los saqueos se repitieron durante todo el verano hasta los primeros días de septiembre, cuando los militares consiguieron someter los expolios a cierto control.

Un decreto del 27 de agosto de 1936 autorizaba a los generales de los ejércitos las incautaciones y requisas de vehículos y medios de transporte, pero no será hasta la promulgación del Decreto 108 del 13 de septiembre de 1936 cuando se dé cobertura legal a un largo proceso de incautación de bienes. El texto declaraba fuera de la ley a los partidos y agrupaciones políticas y sociales que desde la convocatoria de las elecciones del 16 de febrero de 1936 integrantes de la coalición del Frente Popular y las organizaciones que se habían opuesto al triunfo de la rebelión militar. Según el preámbulo justificativo, el Frente Popular culminó: “el antipatrotismo (…) que envenenó al pueblo con el ofrecimiento de supuestas reivindicaciones sociales que habían contribuido a crear o gravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España y otras, que se habían opuesto al Movimiento Nacional”, y ordenaba la incautación de sus bienes muebles, inmuebles, efectos y documentación de las organizaciones, de todas las personas que hubieran participado en la resistencia a la sublevación militar o colaborado en la victoria electoral del Frente Popular, al ser considerados responsables civiles por los “daños causados a España.”

En enero de 1937 las instituciones creadas para dirigir este proceso de represión económica adquieren su cobertura legal. Ese mes enero se instituyó una Comisión Central Administradora de Bienes Incautados y sus correspondientes comisiones provinciales. Cada una de estas comisiones nombraba un juez militar o un funcionario de la carrera judicial para instruir los expedientes.

Como medida cautelar se decretaba el embargo de los bienes que poseyera el inculpado hasta que la Comisión Provincial de Incautación emitiese una resolución. El embargo se mantenía abierto hasta que el condenado realizase el pago de la multa impuesta por la comisión. El valor en metálico de la venta de los bienes y las imposiciones de las multas, se ingresaba en las dependencias provinciales de la Caja General de Depósitos de la Delegación Provincial del Banco de España, y quedaba a disposición de la CCABIE.

El Presidente de cada Audiencia Provincial nombraba un juez para practicar las diligencias de una pieza separada de ejecución de embargo. En esta pieza el juez solicitaba al registrador de la propiedad un informe sobre las propiedades, hipotecas, cursaba una petición a todas las sucursales bancarias de la localidad, para que se le notificase la existencia de cuentas, sus propietarios y cantidades, y las participaciones en bolsas. La pieza, además, incluía informes sobre los bienes de los acusados procedentes de los servicios provinciales de información de la falange y curas párrocos.

Nada más comenzar la instrucción del expediente se solicitaban informes sobre los antecedentes y el comportamiento político-social y religioso de los expedientados al comandante de la Guardia Civil, al alcalde y al cura párroco de la localidad y la parroquia de residencia del inculpado, y al Jefe local de Falange. Con toda esta información sobre la conducta política social, el juez hacía un resumen que pasaba a la Comisión Provincial. Esta realizaba una propuesta con las acusaciones y proponía una multa como indemnización al Estado. La propuesta era enviada al General de la División Militar, quien decidía si confirmaba la sanción propuesta por la Comisión Incautadora. La última potestad correspondía a la máxima autoridad militar.

El almacenamiento, custodia y administración de los bienes y locales incautados produjo serios problemas de orden logístico. Las pertenencias, tanto de asociaciones declaradas ilegales, como de particulares encausados por responsabilidad civil, fueron, depositadas en los almacenes militares, del ayuntamiento o en cualquier dependencia oficial. Cuando estos almacenes situados en dependencias oficiales resultaron insuficientes, se hizo necesario recurrir a los locales de conventos y colegios religiosos. Los conventos de algunas provincias cursaron cartas a cada Comisión Provincial ofreciendo voluntariamente sus dependencias.

El daño producido a los encausados no estaba provocado únicamente por la penalidad contemplada en la normativa represiva. Como hemos visto, la ley determinaba la posibilidad de aplicar el embargo cautelar de bienes y propiedades. Las rentas, propiedades e ingresos familiares, en las que por supuesto estaban incluidos los salarios, quedaron inmovilizadas durante todo el tiempo que duró la instrucción del expediente. En muchos casos la inmovilización se prolongó bastantes años, ya que una parte muy importante de los condenados no hicieron efectivo el pago de la sanción; en otros casos, el embargo se mantiene hasta que se dicta sobreseimiento o indulto, lo cual, dada la tardanza con la que se resuelven la mayoría de las causas, prolonga la imposición del castigo hasta bien entrada la década de los años 60. A esto hay que añadir que las penas económicas podían recaer contra los familiares. En caso de haber fallecido el condenado, la Comisión ejecutaba la sanción económica dictada “contra el caudal hereditario” de su familia.

Los bienes embargados, sino se pagaban las cuantiosas multas, eran sacados en subastas. Las subastas públicas fueron empleadas por la población para apropiarse de parte del patrimonio de los represaliados. El despojo formó parte del conjunto de hábitos miserables que acompañaron las incautaciones. Los subasteros, conocedores de la existencia de subastas con precios de salida decrecientes, se organizaron para obtener los bienes por precios notablemente inferior a su valor. En algunos casos fueron los propios vecinos -atentos a la subasta de una pequeña propiedad, un humilde galpón, un bar, un pequeño taller o tienda- los que acudían al acto público para hacerse con los bienes de los condenados.

Las comisiones de incautación provincial estuvieron en funcionamiento durante prácticamente toda la guerra. Después de la entrada en vigor de la Ley de Responsabilidades en febrero de 1939 las Comisiones traspasaron sus funciones a la jurisdicción especial de Delitos Políticos. Pero esta cuestión queda pendiente de ser tratada -como decíamos al inicio del texto- en la segunda parte de este artículo.

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