«Lo cierto es que esta reforma no solo no limita la tasa de explotación del capital sobre el trabajo, sino que, de hecho, amplía el abanico de fórmulas de flexibilidad externa e interna que permiten al capitalista una explotación más eficiente.»
Por Marina Lapuente.
Al preguntarle quién ganaba y quién perdía con la reforma laboral en una entrevista a principios de enero, la ministra de Trabajo aludía al carácter “masculino” de la pregunta. Ganaban, en todo caso, “el país y los trabajadores”; aunque negaba que perdiera la patronal. Había ganadores, pero nadie salía perdiendo. De ser verdad, eso sí que sería un logro histórico…
¿Ni ganadores… ni culpables?
Aquella entrevista de El País a Yolanda Díaz da ejemplos entretenidos de los bretes en los que se puede meter una política socialdemócrata al utilizar la ficción de que es posible conciliar los intereses de la clase capitalista y de la clase obrera y legislar favoreciendo a todos por igual. Que Yolanda aludiera en concreto a una cuestión de género para evitar una posible lectura de clase no debe tomarse muy en serio: la socialdemocracia lleva toda su historia intentando ocultar o difuminar, de distintas maneras, la noción de lucha de clases o el carácter antagónico de las dos clases principales de la economía capitalista.
Tras no pocas piruetas discursivas, a principios de febrero se aprobaba en el Congreso la reforma, promovida por un gobierno que, recordemos, había comenzado la legislatura comprometiéndose a derogar la reforma laboral del PP en el punto 1.15 de su acuerdo. Es cierto, no obstante, que prácticamente desde el minuto cero se fueron poniendo “peros” a la promesa. A riesgo de que se nos acuse de cenizos, diré que los comunistas lo advertimos. El tiempo nos ha dado la razón porque no criticamos por berrinches infantiloides ni porque queramos agriarle a nadie la existencia, sino porque recordamos las cartas que juega la socialdemocracia y las partidas en las que se mete.
Conforme caminaba la legislatura hacia la aprobación de la reforma, se perfilaban a grandes rasgos los verdaderos programas al respecto de los partidos del gobierno. En marzo de 2021 se creaba la mesa de diálogo social para “desmontar los aspectos más lesivos de la reforma laboral” y tratar “otros temas del Plan de Recuperación” solicitados desde Bruselas. Todavía se hizo alguna referencia suelta a la derogación, como la de Pedro Sánchez en octubre, quizá para graduar el chasco a quien pudiera mantener esperanzas; pero un mes después, la ministra nos daba un baño de realidad sobre sus metas máximas, a semanas de presentar la reforma: “derogar la reforma laboral es técnicamente imposible”. Léase: la culpa no es del Gobierno ni de su falta de voluntad; es una cuestión técnica, de inviabilidad jurídica. Significativamente, tampoco se echaba la culpa a la patronal.
El acuerdo se anunciaba el 23 de diciembre y algunos sectores del movimiento obrero y sindical lo criticaron por conservar la médula espinal de las reformas laborales de 2010 y de 2012, que vertebran en buena medida el precario mundo del trabajo actual en España. Distinguidos miembros del gobierno y de Unidas Podemos y el PCE, a los que se les sacaron los colores por las contradicciones con las que en días de gala dicen que son sus intenciones, salieron con la excusa de una “correlación de fuerzas desfavorable”. No habían llamado a nadie a las calles, no habían compartido un programa reivindicativo claro más allá de la mesa, habían contado solo con los elementos del movimiento sindical que permitían mantener la paz social, y reducido los límites de la negociación a las paredes de los despachos, ¡pero la culpa era de la correlación de fuerzas!
Tal diversidad de excusas ha servido para difuminar responsables y culpables de ese fracaso. Eran conscientes de que debajo de fábulas sobre una “victoria para todos”, la reforma era un fracaso para los trabajadores, disipándose reivindicaciones mantenidas estos años y manteniéndose la gran mayoría de mecanismos de explotación vigentes. Pero el mensaje era que nadie —literalmente— tenía la culpa: tampoco la patronal, que sale encantada del acuerdo y de la que solo refiere su capacidad de comprensión y su altura histórica.
El papel de la socialdemocracia sale a relucir a la perfección en todo este proceso, más allá de en la actuación negociadora, en su actitud hacia los sindicatos y hacia las críticas, y en la concepción política que se esfuerza en transmitir. Su discurso, visible en esa exculpación patronal y la propia autojustificación de su papel en el acuerdo, se levanta sobre la ficción de la capacidad de conciliar los intereses de la clase obrera y la clase capitalista, intentando fomentar la paz entre clases y promover dinámicas pactistas en los sindicatos. En esa línea, supo cómo utilizar a los sindicatos en esa negociación, y el Diálogo Social se ha encumbrado como una herramienta casi sagrada que legitima por sí misma cualquier medida.
Para los comunistas hay ganadores, perdedores, y también culpables: aparte de la propia patronal interesada en la consolidación de mecanismos que la reforma permite, una socialdemocracia que no falta a su tradición histórica al demostrar, aclamando la Paz Social, que su función es intentar amainar y canalizar el descontento de las clases explotadas para dar a la clase explotadora más facilidad de gobierno. Con este acuerdo se ha intentado disipar el descontento expresado esta década con el que se habían articulado denuncias que permitían apuntar a la derogación de las reformas de 2010 y 2012.
¿Qué avances? ¿Qué retrocesos? Partes y programas enfrentados.
Que algunos hayan mentado la correlación de fuerzas en esa búsqueda de explicaciones que pudieran valer a quienes se suponía que estaban representando nos da una oportunidad para reflexionar sobre ello. ¿Qué había realmente en juego en ese “enfrentamiento”? ¿Qué programas políticos y qué intereses económicos se enfrentaban en las negociaciones de la reforma? ¿Había alguien que velase por nuestros intereses?
La correlación de fuerzas es el estado puntual de la capacidad relativa de imponer un programa o unos intereses de dos partes que se encuentran enfrentadas en una partida. Si se afirma que ha habido debilidad para imponer el programa propio, habría que dar cuenta del programa en cuestión que se defendía. Para conocerlo, aunque la hoja de ruta se reservó para los despachos y las declaraciones eran confusas y contradictorias, éstas permitían inferir qué elementos pensaban incluir en su programa, y cuáles ni se contemplaban. En primer lugar, ni siquiera se hacía referencia a los males de la reforma de 2010 del PSOE, que, entre otras cosas, rebajaba el coste del despido y ampliaba las razones por las que un empresario podía despedir con la ley en la mano. Esa facilidad de despido, ampliada con la reforma de 2012, no se mentó en ningún sentido cuando el gobierno situaba sus prioridades ante la negociación.
Sí nombraban bastante un segundo elemento, la temporalidad, sabedores del gran fundamento desestabilizador de nuestras vidas que es. Pero a pesar alguna fanfarronada sobre ir a “acabar con la temporalidad”, nunca se criticó la temporalidad como elemento que dispone fuerza de trabajo flexible para las empresas ni se cuestionó su utilidad en el modelo de explotación de trabajo actual. Informes gubernamentales habían hablado de la necesidad de retocarla, pero siempre favoreciendo a la productividad empresarial. Solo traslucía una voluntad de retocar algunos de los resortes jurídicos que permiten un uso flexible de la mano de obra, entendiendo y legitimando en todo momento la necesidad de que estos mecanismos, a bien de las empresas, tengan cobertura por la legalidad. En ese sentido, es destacable que solo se haya criticado el contrato con el que se cometía más fraude y que se haya guardado silencio casi absoluto sobre las ETTs, eficaces herramientas de lo que se llama flexibilidad externa para las empresas y terribles conocidas de casi cualquier joven activo laboralmente.
Aunque la ministra se emplea en esa costumbre del gobierno de agenciarse méritos que no son suyos refiriendo realidades jurídicas preexistentes (“tras la reforma laboral, el contrato indefinido será la norma”), la realidad es que se ha eliminado el contrato paradigmático del fraude, pero reservando el de sustitución y el de circunstancias de la producción, y extendiendo el papel del contrato fijo-discontinuo. Las ETTs se salvaguardan de crítica y no solo no se delimita su papel en la producción, sino que se les brinda la posibilidad de emplear ese contrato fijo-discontinuo que permitirá que contratos inestables engorden la estadística de “trabajadores fijos”.
Todavía más interesantes son, en tercer lugar, las medidas que amplían las vías de “flexibilidad interna” de uso de la mano de obra. Se presenta como una bendición un “mecanismo RED” que permitirá que en distintas circunstancias las empresas impongan medidas como la reducción de jornada o la suspensión de contratos. Esta reforma tiene la voluntad implícita de transferir una imagen positiva de las herramientas de flexibilidad interna; o, en otras palabras, de naturalizar que las empresas tengan facilidades para usar la mano de obra contratada a su conveniencia e interés más puntual, en detrimento de nuestra estabilidad en las condiciones de trabajo. En esta intención ya se estrenó el gobierno con los ERTEs, que, sirviendo para disponer la fuerza de trabajo a demanda del empresario y convirtiéndonos en mercancía más frágil, se nos presentaron insistentemente como otra bendición. Ahora esos ERTEs se regularizan con la reforma y podrán aplicarse a discreción sin grandes requisitos. Si se considera que “avanzar” es aprobar mecanismos para que las empresas puedan modificar condiciones de trabajo unilateralmente y mandar al paro a conveniencia, esta reforma laboral es todo un avance. Se entiende la alegría de la CEOE; no así la complacencia de algunos agentes sindicales.
Por último, se aprueban modalidades de contratación juvenil que recuerdan a las fórmulas contra el paro de otras reformas laborales, incluida la del Partido Popular: fomentar la contratación de jóvenes permitiendo escalas salariales del 60%. En conclusión, haciendo un balance entre “avances” y “retrocesos”, si en materia de subcontratación hay una tímida mejora y la otra gran noticia es el fin de un contrato de obra y servicio que se sustituirá, previsiblemente, con otras modalidades mantenidas, lo cierto es que esta reforma no solo no limita la tasa de explotación del capital sobre el trabajo, sino que, de hecho, amplía el abanico de fórmulas de flexibilidad externa e interna que permiten al capitalista una explotación más eficiente.
Los elementos que el Gobierno y la ministra han llevado a la negociación y vendido ante la clase trabajadora como “positivos” dan cuenta de qué programas se enfrentaban realmente en esa negociación. Los programas solo diferían en matices, respondían a los intereses de la misma clase, y estaban de acuerdo en lo fundamental: en garantizar tendencias actuales hacia la flexibilización de la explotación de fuerza de trabajo que la patronal necesita para remontar tasa de ganancia perdida con la crisis. No había una correlación de fuerzas donde tomase parte un programa que partiera del reconocimiento de la contradicción de intereses, consciente de que todo beneficio para la patronal se da en contra de los intereses de los trabajadores. La ficción de la conciliabilidad de intereses de las clases sociales que ya hemos hecho notar no tiene otro objetivo que el de posibilitar acuerdos como este y su asunción pacífica por la clase obrera: la supeditación de los intereses de ésta a los de la clase capitalista.
La lógica posibilista y el chantajismo del “mal menor”
El relato que ha planteado esa debilidad en la correlación de fuerzas se ha apoyado en la premisa de que “cualquier avance es un avance”, conformando un razonamiento según el cual, como ha habido un par de mejoras, y todo avance es positivo, en cualquier caso, hay que celebrar la reforma. Tiene su interés, porque llevó a este discurso, primero, a lanzar una especie de campaña de disculpas por las insuficiencias de la reforma, y segundo, a tachar de maximalistas a quienes hemos persistido en señalar esas limitaciones.
Los comunistas somos los primeros que defendemos la toma de compromisos útiles para la acumulación de fuerzas en victorias parciales, pero no cualquier cosa que se diga un avance para nuestra clase lo es (tampoco esta reforma, a la luz del análisis realizado), y habría que distinguir entre aquellos compromisos y estos contundentes ejemplos de pactismo en los que se renuncia a representar de manera sólida los intereses y las reivindicaciones de la clase obrera. El axioma “todo avance es un avance”, al omitir del razonamiento el posible precio que se haga pagar por los avances, puede ser válido para justificar cualquier tipo acuerdo, incluido un chantaje.
De ahí el discurso triunfalista con matices al que muchos han recurrido. “Al menos, es un avance”, “hay pocas mejoras, pero podría haber sido peor”, “no es lo ideal, pero imagínate que gobernara la derecha”. Los análisis más humildes han señalado que son conquistas pequeñas, pero que era imposible aspirar a más. Así, de manera a veces inconsciente, se pone un techo a lo que se delimita como lo que es “posible” y lo que no. Y eso que se parte de reconocer “lo mal que estamos”. Se articula un discurso posibilista y una concepción política limitada a ciertos cotos, donde precisamente se normaliza que, a pesar de la mala situación para la clase trabajadora, los márgenes de mejora a los que podemos optar sean solo estos.
Esta lógica, cuando se ha sentido que el mensaje fundamental se cuestionaba en exceso, se ha articulado como un chantaje. Dirigentes políticos y sindicales han respondido un tanto exasperados a las críticas más agudas, exponiendo ese dilema binario entre dos posibilidades e insistiendo en la necesidad de elegir estrictamente en ese marco que queda impuesto en su relato: o el panorama de explotación terrible que conocemos, o el panorama de explotación terrible con estos dos retoques que añaden. Se trata del argumento del mal menor, muy manido por los partidos en el gobierno ya desde las propias elecciones, que excluye terceras vías del dilema y se convierte en una coerción ideológica para hacer aceptar lo que el sistema capitalista puede permitirse ofrecernos a día de hoy.
Los comunistas presentamos de nuevo, con ocasión de esta reforma, una tercera vía, que, además, no defendemos desde el “maximalismo”, el ensoñamiento ni la pataleta infantil. Los retos inmediatos ante la crisis son recuperar la vitalidad del movimiento obrero en una contraofensiva, ampliar su radio de acción y gravitar hacia coordenadas de lucha clasista, eliminando las cortapisas que la confianza en el Pacto Social supone. Una acumulación de fuerzas con vistas a superar el modo de producción capitalista es no solo materialmente realizable a partir de un trabajo paciente y colectivo, sino también, y, sobre todo, cada día más necesaria.
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