El 26 de julio de 1953, un joven abogado asaltó con un grupo de rebeldes el Cuartel Moncada en Santiago de Cuba. El ataque fracasó y el dirigente fue detenido. El nombre de Fidel Castro comenzaba a entrar en la Historia.
El mismo Fidel preparó su defensa. Lo que iba a ser un castigo ejemplar para los insurgentes se convirtió en un nuevo asalto a la dictadura de Batista y en el preludio de la Revolución Cubana. Con un discurso minucioso, Fidel trazó un programa democrático y de liberación nacional, sin exponer todavía sus intenciones profundas, que se concretaron más adelante en la primera revolución socialista de América. Heinz Dieterich lo analiza en la introducción del libro La historia me absolverá.
El 26 de julio de 1953, un joven Doctor en Derecho y socio del bufete de abogados Aspiazo-Castro-Resende, ubicado en la calle Tejadillo número 57 de La Habana Vieja, deja para siempre su prometedora carrera burguesa de abogado y asalta con un grupo de rebeldes los cuarteles militares “Guillermón Moncada” en Santiago de Cuba y “Carlos Manuel de Céspedes”, en Bayamo.
Fracasado el ataque militar, los jóvenes idealistas que sobreviven a los combates y a los asesinatos de las fuerzas del dictador Batista, son hechos prisioneros y tienen que responder ante la justicia del régimen. Entre ellos, el Doctor Fidel Castro, hijo de una familia terrateniente de Oriente, miembro del Partido Ortodoxo y considerado por la dictadura como el autor intelectual del asalto al Moncada; acusación que este niega terminantemente, porque alega que “el único autor intelectual del asalto al Moncada” es un tal José Martí.
Al amanecer del 1 de agosto de 1953, el joven guerrillero y dos de sus compañeros son sorprendidos y apresados por una patrulla al mando del teniente Sarría; un viejo militar corpulento, mulato, con 28 años en su hoja de servicio. El destino de Fidel parece sellado, pero su proverbial suerte no lo abandona. Dos veces en esa misma mañana el oficial le salva la vida ante intentos de asesinarlo de la soldadesca y, posteriormente, del Jefe de Operaciones del cuartel “Moncada”, comandante Andrés Pérez Chaumont. Entregado finalmente al Vivac Municipal de Santiago, el Doctor Castro puede tomar respiro por un momento: ha sobrevivido a la fase más peligrosa de su cacería y detención. Comienza su vida de preso político incomunicado.
Recluido en la soledad de su calabozo, concedida su petición de ejercer el derecho de autodefenderse -que incluye (posteriormente) una toga prestada por el Salón de Abogados del propio Palacio de Justicia- y sobreviviendo a varios planes de asesinato dentro del presidio, Fidel prepara su apología jurídica desde el 1 de agosto hasta el 15 de octubre de 1953. El viernes 16, en Santiago de Cuba, tendrá que responsabilizarse en la sala de enfermeras del Hospital General “Saturnino Lora” -habilitado especialmente a tal efecto- ante los magistrados de Batista, por “haber promovido un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado”. Para dificultar sus preparativos, el régimen pretende mantenerlo incomunicado; pero una red informal de presos comunes, carceleros y empleados de la penitenciaria lo apoyan y lo protegen, de tal manera que un continuo flujo de información con los compañeros libres del Movimiento 26 de Julio rompe el aislamiento.
De profesional de leyes y ex jefe guerrillero, el joven rebelde ha venido a menos, para convertirse simplemente en un eslabón más de la larga cadena de presos y protagonistas de apologías políticas que se pierde en la aurora de los tiempos; y que en Occidente está compuesta por nombres de “subversivos» tan ilustres como Sócrates y Prometeo, condenados en su tiempo por las oligarquías griegas.
Fidel elabora su discurso minuciosamente con la ayuda de su red de comunicación clandestina y se lo aprende cuidadosamente de memoria para alcanzar el máximo efecto ante el tribunal y el público; de esta manera logra convertir su derecho a la autodefensa en un derecho de fiscalización de la dictadura de Batista que deja al régimen de facto al desnudo y prende la mecha de la resistencia en todo el país.
Casi veinte años después, Fidel recordará que ese discurso, al igual que el ataque al Moncada, trazó un programa de “liberación nacional». Que había poderosas razones para no adelantarse en el tiempo y tomar por bandera la lucha por el socialismo aunque éste haya sido la meta final del proyecto histórico del movimiento. La proclamación del socialismo en el contexto de las condiciones objetivas de 1953, y en ese documento programático de la lucha insurreccional, “no hubiese sido todavía comprendida por el pueblo”, apuntó Fidel sobre el carácter político de La historia me absolverá.
Los líderes sindicales y los medios de comunicación se habían aunado a los golpistas victoriosos del 10 de marzo de 1952 y los partidos políticos eran incapaces de vertebrar una resistencia eficaz frente a la naciente narco-dictadura del sargento Batista. La ideología burguesa y pro-imperialista dominaba el escenario político y, sin excepción, «los partidos burgueses se negaban a cualquier tipo de entendimiento con los comunistas. El imperialismo dominaba de manera absoluta nuestra política nacional».
La segunda razón para no levantar la bandera del socialismo en 1953, fue la correlación de fuerzas entre los países socialistas y capitalistas a nivel mundial, cuya evaluación lleva a Fidel a la conclusión, de que el imperialismo habría intervenido ‘‘directamente con sus fuerzas militares” en Cuba, en caso de una proclamación de este tipo. No siempre en la historia, reflexiona el gran estratega político y militar en retrospectiva sobre el fracaso militar del Moncada, los reveses tácticos son “sinónimo de derrota”; inclusive, llega a pensar, que una victoria de las fuerzas revolucionarias cubanas en 1953 habría sido «tal vez demasiado temprana para contrarrestar las desventajas de la correlación mundial de fuerzas en aquel instante».
Ante esta situación y con aguda conciencia de la correlación de fuerzas que enfrentan los rebeldes, Fidel evita el radicalismo y la pureza revolucionaria y redacta, en consecuencia, un programa democrático-popular nacionalista que, a su juicio, tiene la capacidad de unir a «todo el pueblo” contra la dictadura de Batista.
El documento que resulta es notable por sus cualidades intrínsecas: una argumentación cuidadosamente hilvanada y comunicada con un lenguaje didáctico -orientada a los participantes del juicio y al pueblo en general- que sabe convertir el espacio público cedido por la dictadura en cátedra de escuela política. El discurso tiene pasajes emotivos, sin caer en la cursilería o el oportunismo; oscila, según la finalidad del orador -ya convertido de abogado del diablo (subversivo) en abogado del pueblo- entre un lenguaje romántico, que apela a la dignidad del ser humano, y un lenguaje racional que se basa en los teoremas de los grandes pensadores de la filosofía política burguesa. El legítimo derecho del pueblo al tiranicidio, es uno de sus temas centrales.
Dentro de la forma de apología jurídica se esconde, de hecho, un contenido y una convocatoria a socavar el poder establecido. Se trata de una obra maestra de la subversión retórica, del poder del verbo, tal como William Shakespeare la construyó tres siglos antes, en su obra Julio César, en el discurso de Marco Antonio contra los ejecutores de César. Y como en todas las grandes construcciones dramáticas, el protagonista cierra la trama con su disposición a la inmolación, si esto fuera necesario para salvar su causa: “No temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, la historia me absolverá”.
Si son notables las cualidades inherentes del documento, más importante aún es el problema político fundamental planteado por el discurso de Fidel: saber si el momento o tiempo histórico (las condiciones objetivas) en que se vive permite realizar las tareas concretas planteadas por la vanguardia o el movimiento para avanzar la meta revolucionaria. “Nosotros somos primogénitos de la Revolución Socialista en este continente” declaró Fidel en un discurso en 1970, cuando reflexionó sobre Lenin en su centenario. Pero esta convicción quedó guardada en el interior de la vanguardia revolucionaria -hegemonizada por él- hasta que el nivel de conciencia de las mayorías cubanas y la correlación de fuerzas con el gran enemigo de clase -el imperialismo estadounidense- permitían exteriorizarla durante la agresión en Playa Girón, en 1961.
Haber planteado el carácter socialista del proceso cubano antes de su tiempo, hubiera sido una «traición” a la revolución, porque la declaración hubiera fortalecido al campo de los contrarrevolucionarios. Por ese mismo razonamiento, la tendencia hegemónica del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) “la «tercerista», encabezada por los hermanos Daniel y Humberto Ortega- nunca -y bajo ninguna presión- definió la revolución sandinista como socialista; porque tal determinación hubiera acelerado la formación de un frente unido de la contrarrevolución, sin reportar beneficios tangibles. Por otra parte, no aprovechar la intervención directa del imperialismo en Playa Girón para profundizar el carácter de clase de la revolución cubana, hubiera significado privarse de la necesaria radicalización del proceso.
Pero entender que la comprensión del tiempo histórico del proceso revolucionario es vital para su sobrevivencia y desarrollo, no es otra cosa que entender la relación dialéctica entre el poder del verbo y el poder de la espada o, en términos de Marx, entre las armas de la crítica y la crítica de las armas. El activismo, el sectarismo y el militarismo no entienden que en determinadas situaciones la palabra tiene más poder que un tanque; al igual que el reformismo no entiende que a veces el componente militar de la lucha política es imprescindible; no porque las fuerzas del cambio así lo quisieran, sino porque las élites dominantes llevan el conflicto a ese terreno.
Tal incapacidad de comprensión es sorprendente, ya que los ejemplos históricos para ambos tipos de error son abundantes, entre ellos: la inutilidad del enorme aparato militar del Sha de Irán, Reza Pavlevi, ante el proyecto teocrático del ayatolah Khomeini (y el subordinado del capital comercial de los bazares); la implosión de la segunda potencia militar de la historia, la URSS, ante el proyecto pro-capitalista de la élite partidista representada por Yeltsin; la continua existencia del primer Estado global de la historia, el Vaticano, que ha sabido sobrevivir al sistema esclavista romano, al feudal europeo, al socialista y al capitalista global, basado sólo en la fuerza de su metafísica reaccionaria. Y, por otra parte, ejemplos como el Movimiento 26 de Julio, que logró romper la paralización política de la sociedad cubana después del golpe de Estado de Fulgencio Batista o, también, la introducción de la democracia burguesa por la revolución triunfante del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua.
Interpretar el contexto de la praxis revolucionaria adecuadamente como limitante y potencialidad, para no caer en el sectarismo o el reformismo, es decir, acertar en los pasos concretos de la lucha, es el gran tema de discusión y la gran lección de La historia me absolverá.
En dos cartas de Fidel, enviadas el 18 y 19 de junio de 1954 a Melba Hernández y Haydée Santamaría -guerrilleras sobrevivientes del ataque a los cuarteles- el comandante hace explícita esta verdad. Escribe desde la cárcel que hay que distribuir de su discurso “por lo menos cien mil (ejemplares) en un plazo de cuatro meses. Hay que hacerlo de acuerdo con un plan perfectamente organizado para toda la Isla… La importancia del discurso es decisiva; ahí está contenido el programa y la ideología nuestra sin lo cual no es posible pensar en nada grande…’’.
En la misma comunicación, Fidel enfatiza la importancia estelar de la divulgación de su programa:
Considero que en estos momentos la propaganda es vital; sin propaganda no hay movimiento de masas, y sin movimiento de masas no hay revolución posible.
Al día siguiente recalca, que «nuestra misión ahora… no es organizar células revolucionarias para poder disponer de más o menos hombres; eso sería un error funesto. La tarea nuestra de inmediato es movilizar a nuestro favor a la opinión pública. Divulgar nuestras ideas y ganarnos el respaldo de las masas del pueblo». Debía darse «ahora prioridad absoluta al discurso».
En estas determinaciones encontramos lo que -desde el punto de vista revolucionario de hoy- sigue vigente en la acción del Moncada y en el discurso de Fidel; y que ha recobrado aún mayor actualidad y urgencia desde el inicio de la crisis capitalista mundial en julio de 1997; sin un proyecto histórico que convenza a las mayorías, ningún movimiento político revolucionario tendrá posibilidades de tomar el poder.
Ésta es una verdad que la historia ha comprobado innumerables veces, pero que se escapa de las doctrinas del activismo, porque este no sabe interpretar las lecciones de la historia de una manera dialéctica y materialista. Los revolucionarios franceses de 1789 nunca hubieran podido resistir el acoso de los Estados feudales circundantes, si su Nuevo Proyecto Histórico de igualdad, fraternidad, libertad -el primero de la época moderna- no hubiera ganado el apoyo antifeudal de las masas.
Los revolucionarios rusos de 1917 nunca hubieran podido defender el segundo Proyecto Histórico -el de la sociedad de los trabajadores- si las convicciones de las mayorías del pueblo ruso no las hubieran impulsado hacia una heroica lucha contra las intervenciones del capitalismo avanzado.
Sin un programa revolucionario concordante con las condiciones objetivas del momento histórico, las mayorías son gigantes miopes y sin vértebra; capaces de rebeliones y actos individuales heroicos, pero no del esfuerzo sostenido y estructurado de las revoluciones.
Hoy día, la situación cubana de 1953 se reproduce a nivel mundial, como hacen recordar los últimos discursos de Fidel. Una revolución sólo puede ser «hija de la cultura y las ideas», subrayó el prócer en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, el 3 de febrero de 1999, cuando saludó a la nueva esperanza latinoamericana que representa la revolución bolivariana del Comandante Hugo Chávez. Y evocaba la cita de José Martí, de que la “trinchera de las ideas» vale más que “la trinchera de piedras. (VI)
El punto más difícil en la crisis cubana causada por la caída del socialismo europeo -comparable históricamente a la crisis del fallido desembarco y de la emboscada de las fuerzas de Batista en Alegría de Pio- ha quedado atrás (VII). En su larga peripecia de cuarenta y tres años, los revolucionarios cubanos están reunidos nuevamente con once fusiles en la Sierra Maestra, reconstruyendo sus redes de solidaridad y logística; consolidando su etapa defensiva, pero ya con miras a dar el paso hacia la ofensiva estratégica y abriéndose camino hacia los llanos de la sociedad global.
Para que esta larga marcha sea triunfal, es preciso tener conciencia sobre dos elementos fundamentales: la relación dialéctica entre la teoría, las mayorías y las armas; y la relación entre la lucha por la emancipación nacional y la mundial.
Sobre el primer aspecto, Fidel recalca que estamos ante el momento de la teoría:
Vivimos una etapa en que los acontecimientos marchan por delante de la conciencia de las realidades que estamos padeciendo. Hay que sembrar ideas, desenmascarar engaños, sofismas e hipocresías, usando métodos y medios que contrarresten la desinformación y las mentiras institucionalizadas.
En lo referente al segundo aspecto, Fidel deja claro que la perspectiva de lucha nacional desligada de la dimensión global, está condenada a fracasar. No se trata hoy de “defender con egoísmo una causa nacional; una causa exclusivamente nacional en el mundo de hoy, no puede ser por sí sola una gran causa; nuestro mundo, como consecuencia de su propio desarrollo y evolución histórica, se globaliza de manera rápida, incontenible e irreversible. Sin dejar a un lado identidades nacionales y culturales, e incluso los intereses legítimos de los pueblos de cada país, ninguna causa es más importante que las causas globales, es decir, la causa de la propia humanidad».
La lucha del pueblo cubano tiene que convertirse inexorablemente en una lucha “junto a los demás pueblos por los intereses de toda la humanidad. Ningún pueblo por sí solo, por grande y rico que sea -menos aún un mediano o pequeño país-, puede resolver por sí mismo y por sí sólo sus problemas”.
Marx y Engels insistieron en el segundo proyecto histórico de la época moderna que la sociedad de la igualdad, fraternidad y libertad (comunismo) para todos sólo era posible a nivel mundial. Con la sociedad global, el capitalismo ha creado esta condición objetiva. Y dentro de su seno está naciendo la condición subjetiva, la teoría que permite a las masas convertirse en sujeto de cambio estructural. Tal es la función del Nuevo Proyecto Histórico de las mayorías y de los profundos análisis del Comandante Fidel Castro.
Heinz Dieterich, en el prólogo del libro La historia me absolverá | Txalaparta
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