La alienación de Bartleby

«Me inclino a pensar que el abandono paulatino e imparable de Bartleby no tiene nada que ver con algún tipo de desequilibrio mental o con alguna clase de vocación bohemia de marginalidad, sino con algo mucho más tangible y prosaico: su trabajo».

Por Mario del Rosal

Uno de los máximos exponentes del relato breve en lengua inglesa es, sin duda alguna, Bartleby, el escribiente, obra escrita por Herman Melville en 1853. A lo largo de sus páginas, el autor de Moby Dick describe con maestría y sutileza un extraño proceso de alienación tan absoluto e irreversible que acaba llevando a un empleado de un despacho de abogados hasta la muerte por simple y pura inacción. A pesar de las innumerables hipótesis lanzadas por todo tipo de especialistas sobre las verdaderas causas de este episodio aparentemente inverosímil de autodestrucción pasiva, quizá la mayor virtud del texto sea, precisamente, el hecho de carecer de explicación. Es justamente ahí, en esa omisión voluntaria del autor, donde probablemente radique la profunda desazón que el relato provoca en el lector.

Me inclino a pensar que el abandono paulatino e imparable de Bartleby no tiene nada que ver con algún tipo de desequilibrio mental o con alguna clase de vocación bohemia de marginalidad, sino con algo mucho más tangible y prosaico: su trabajo. Simplemente, su trabajo. El empleo que tiene le resulta a Bartleby tan desesperadamente inútil que trata de resolver ese desgarro vital, primero, mediante la más abnegada de las dedicaciones y, después, a través del más absoluto de los abandonos, hasta llegar al punto de dejarse morir. El único fin de su peculiar rebeldía, cristalizada en ese magistral “Preferiría no hacerlo” con el que responde a las órdenes de su jefe, es liberarse de la absurda rutina de su trabajo, una rutina tan terrible y poderosa que acaba por invadir toda su vida, como si de una infección masiva se tratara.

De hecho, no parece casual que el autor destaque en el propio título de la obra tanto el empleo del protagonista (escribiente o copista) como el entorno en el que trabaja (Wall Street)2. Creo que lo hace justamente para incidir en las verdaderas razones de la historia que se dispone a narrar, una historia aparentemente nihilista y próxima al existencialismo filosófico que, sin embargo, quizá se entienda mejor desde el materialismo histórico. Y es que, en ella, el autor bucea con vigor en los recovecos más profundos y oscuros del capitalismo para sacar a la luz una de sus más perturbadoras contradicciones: la alienación.

La alienación en el trabajo puede ser analizada desde dos perspectivas antagónicas: la liberal, que considera este fenómeno como una condición quizá desagradable, pero, en todo caso, necesaria para conseguir el bienestar material que el capitalismo permite alcanzar; y la marxista, que la concibe como una aberración propia de un sistema económico y social que, lejos de potenciar el desarrollo del ser humano, lo impide, cercenando de raíz cualquier posibilidad de emancipación.

Esta cuestión tiene que ver con una de las muchas diferencias que separan el pensamiento de Adam Smith del de Karl Marx: la concepción del trabajo. Para el escocés, apóstol del capitalismo liberal, el trabajo es algo intrínsecamente negativo, un sacrificio de tranquilidad, libertad y felicidad que el ser humano debe soportar para  asegurarse un buen pasar. Para el alemán, epítome del revolucionario anticapitalista, el trabajo es la forma de realización personal y social más genuinamente humana, ya que no sólo se trata de la capacidad consciente y planificada de transformación del entorno, sino de la verdadera esencia vital del hombre, lo que lo hace realmente humano.

¿Cómo se explica esta diferencia tan abismal en el concepto del trabajo entre dos pensadores que, entre otras cosas, compartían una teoría laboral del valor similar? La respuesta es sencilla: mientras Smith considera el trabajo únicamente bajo la lógica economicista del capitalismo, Marx lo concibe de forma mucho más amplia, social y humanista.

Para Marx, el trabajo no es otra cosa que la capacidad, el esfuerzo y el tiempo que el ser humano dedica a la transformación del medio en el que vive con el fin de hacerlo útil para sí mismo y para la sociedad. Según esta perspectiva, el trabajo permitiría al ser humano afirmarse en dos aspectos fundamentales. Primero, en el resultado del trabajo, es decir, en la obra concluida, con cuya utilidad, belleza o ingenio el trabajador expresa y demuestra su valía, su buen hacer, tanto a sí mismo como a los demás. Y, segundo, en el acto mismo del trabajo, esto es, en la puesta en acción de la habilidad, el talento y la sabiduría del trabajador como forma gozosa de realizar un potencial aprendido con esfuerzo. Como diría Henry David Thoreau en Desobediencia civil y otros escritos:

El propósito del obrero debiera ser, no el ganarse la vida o conseguir «un buen trabajo», sino realizar bien un determinado trabajo.

Es fácil caer en la tentación de tachar esta concepción del trabajo de idealista y ahistórica, ya que, a excepción de unos pocos sujetos afortunados pertenecientes a las altas esferas del arte, la ciencia o la política, las masas difícilmente han podido disfrutar de esta versión humanista del trabajo. En efecto, desde que las comunidades humanas lograron alcanzar la producción de excedentes y surgieron, consecuentemente, la propiedad privada y las clases sociales, la explotación y la alienación han sido la norma, y el trabajo, casi siempre una tortura necesaria para la subsistencia3. Sin embargo, lo cierto es que la visión marxista no hace más que concebir el trabajo como lo que llega a ser cuando su esencia corresponde con su forma, es decir, cuando las relaciones de producción de una economía socializada responden realmente a su socialización. Y esa posibilidad no sólo existe, sino que da sentido, entre otras cosas, a la educación, mediante la que las personas tratan precisamente de conseguir un trabajo lo menos alienante posible.

Muy pocos han expresado esta idea humanista del trabajo de forma más exacta y poética que Ursula K. Le Guin, quien, en su excepcional obra Los desposeídos, escribía lo siguiente:

Un niño libre de la culpa de la propiedad y el peso de la competencia económica crecerá con el deseo de hacer lo que necesita hacer y con la capacidad de disfrutar lo que hace. Es el trabajo inútil lo que enturbia el corazón. El deleite de la madre que amamanta, del estudioso, del cazador afortunado, del buen cocinero, del artesano hábil, de cualquiera que hace un trabajo necesario y lo hace bien; esta alegría perdurable es, tal vez, la fuente más profunda de la afectividad humana y de la vida en sociedad.

A diferencia de Marx, Adam Smith asume el capitalismo como el único sistema económico posible y deseable, de manera que centra su idea del trabajo en el principal tipo realmente existente bajo este modo de producción: el trabajo asalariado. Esta transformación del trabajo humano en trabajo asalariado supone una mutilación tal de sus virtudes potenciales que acaba convirtiéndose en la antítesis de su verdadera naturaleza como mecanismo de socialización del talento y el esfuerzo. Por un lado, porque el régimen del salariado acaba con la ley tácita tradicional según la cual el fruto del trabajo pertenece a quien lo lleva a cabo, ya que legitima socialmente su expropiación por parte del dueño del capital en un acto de enajenación forzosa tan desgarrador como socialmente aceptado y legalmente sancionado Por lo tanto, el resultado material del esfuerzo se convierte en algo perfectamente extraño a quien lo realiza, eliminando de raíz la posibilidad de convertirse en un medio para su reconocimiento o autorrealización como miembro útil de la sociedad. Además, al vender su fuerza de trabajo por un salario, el trabajador se ve en la obligación de obedecer las instrucciones de su empleador, haciendo lo que se le diga, cuando se le diga y como se le diga5. Su autonomía como productor desaparece no solamente en cuanto a lo que debe producir, sino a cómo debe producirlo, con lo que le es arrebatada la posibilidad de realización personal en el ámbito laboral. La puesta en acción de su potencial deja de ser un vehículo para su desarrollo como homo faber y degenera en un simple medio para su reproducción material6.

Por añadidura, el imparable proceso de especialización posibilitado por la creciente división del trabajo, tan caro a Adam Smith, obliga al asalariado a una simplificación tal de sus tareas que acaban convirtiéndose en un mecanismo rutinario de puro embrutecimiento, como el propio Smith reconoce. Esto hace que el empleado deba limitarse a desarrollar sólo una parte del todo, lo que convierte su talento y su habilidad en instrumentos de un proceso ajeno a él e impide que el trabajador pueda elaborar un producto completo, un valor de uso para otros o para sí mismo.

Además, la aplicación sistemática de la maquinaria al proceso productivo obliga a imponer una férrea rutina de actividades y horarios, puesto que el trabajo humano ha de adaptarse a los ritmos fijos y cíclicos de la máquina y a la estandarización de la producción masiva7. La aplicación sistemática de la tecnología y la automatización de la producción completan este proceso, haciendo que el trabajador se vea condenado a convertirse en un simple engranaje de la maquinaria, ya sea mediante la imposición de la disciplina fordista de la producción en cadena y la rutina laboral de los años cincuenta y sesenta o a través de las estrategias de flexibilización y trabajo precario propias del neoliberalismo imperante desde los setenta.

Como muestra el caso de Bartleby ─que, aun siendo ficticio, nos resulta tan simbólico y significativo─, la alienación no es una sensación psicológica subjetiva del trabajador sometido a condiciones especialmente aberrantes, sino una consecuencia social objetiva, necesaria, esencial y consustancial a la estructura lógica de funcionamiento del capitalismo. Esta alienación tomará forma consciente o no, y cuando lo haga, dará lugar, además, a una enajenación reactiva que puede manifestarse de diversos modos, desde la rabia activa de los seguidores de Ned Ludd o del Capitán Swing hasta la desesperación silenciosa y suicida de nuestro escribiente.

Precisamente, uno de los grandes dramas de la clase trabajadora bajo el capitalismo es que la percepción personal de la alienación no suele darse más que cuando, como en la actual crisis, las condiciones físicas de trabajo o la compensación material recibida a cambio empeoran a ojos vistas. Lamentablemente, son pocos quienes han llegado a comprender realmente el grado de degradación social y psicológica que supone siempre el régimen del salariado. Thoreau, el desobediente, fue uno de ellos:

Si tuviera que vender mis mañanas y mis tardes a la sociedad, como hace la mayoría, estoy seguro de que no me quedaría nada por lo que vivir. Confío en que jamás venderé mi primogenitura por un plato de lentejas. Lo que pretendo sugerir es que un hombre puede ser muy trabajador y en cambio no emplear bien su tiempo. No hay mayor equivocación que consumir la mayor parte de su vida en ganarse el sustento.


  1. Este artículo es una versión revisada de un texto publicado en 2016 en el blog Radicales Libres. La desaparición de este medio me ha animado a sacarlo en Nueva Revolución para que continúe estando disponible
    en la red.
  2. Recordemos que el título completo original de la obra es Bartleby the Scrivener: a Story of Wall Street; es decir, Bartleby el escribiente: una historia de Wall Street.
  3. De hecho, como es bien sabido, la propia palabra “trabajo” proviene del término latino tripalium, instrumento de tortura utilizado en la antigüedad para obligar o castigar a los esclavos.
  4. Esta ley tácita expresa un derecho esencialmente burgués entendido como natural basado en la relación directa del bien con su productor y en el esfuerzo que éste debe hacer para elaborarlo. Así lo afirmaba Locke cuando decía en su Segundo tratado sobre el gobierno civil que “Todo ser humano tiene una propiedad en su propia persona, puesto que sobre su cuerpo nadie tiene derecho más que él. Por eso, el trabajo de su cuerpo y el de sus manos será propiamente suyo”. Y también el propio Marx en los Grundrisse, al escribir que “la propiedad fundada en el trabajo propio constituye […] la base de la apropiación del trabajo ajeno”.
  5. Se trata del concepto de disciplina, tal y como lo plantea Foucault en Vigilar y castigar y que Rosa Luxemburgo denomina “régimen absolutista natural del capitalismo” en Reforma o revolución y Bob Black llama “factory fascism” en The Abolition of Work and Other Essays.
  6. Como escribió Marx en algunos pasajes célebres de sus Manuscritos económicos y filosóficos: “El extrañamiento no se muestra sólo en el resultado, sino en el acto de la producción […] El trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo y, en el trabajo, fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y, cuando trabaja, no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso, no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. De esto resulta que el trabajador sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar […] y, en cambio, en sus funciones humanas, se siente como un animal”.
  7. Recordemos que la imposición del tiempo pautado, fraccionado y ordenado como base para la construcción de la superestructura necesaria para el desenvolvimiento del capitalismo es, al igual que la mercantilización radical de la economía, un enorme trauma para las formas anteriores de vivir del ser humano en sociedad.

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