Guardianes del templo. Añoranza, idealismo y trile

Más que lamentarse por pasados míticos o bienestares perdidos, la clase obrera necesita un proyecto propio, uno que, como sentenciase Marx, saque su poesía tan solo del porvenir.

Por Jesús Rodríguez Rojo

«Todo lo sagrado es profanado». Con esas palabras describirían un par de alemanes bien conocidos una de las consecuencias del desarrollo capitalista. El capital se apodera de nuestras vidas sin dejar recovecos que se libren de su dominio, a veces para cristalizar costumbres arcaicas, pero usualmente para arrasar con ellas. Es esa una de las razones por las que tenemos la impresión de que, desde que el modo de producción en cuestión vio la luz, la historia no ha levantado el pie del acelerador. Lo que parecía sempiterno se demuestra frágil y efímero. Vivimos en una revolución permanente de nuestras condiciones de existencia; y como toda revolución, cuenta con su reacción. El rescate o preservación del pasado ha sido el estandarte natural de los movimientos conservadores, desde luego. Pero las fuerzas autoproclamadas transformadoras nunca han sido ajenas a la pulsión de aferrarse al recuerdo de idilios pretéritos con tal de desarrollar una acción «anticapitalista». Son los guardianes del templo bajo asedio capitalista. Hoy hablaremos de esta tendencia, o, mejor dicho, de una de sus corrientes que en estas semanas han estado acaparando mucha atención por redes: los ahora llamados «rojipardos», una constelación de personajes con ciertos rasgos comunes que trataremos, con un afán premeditadamente polémico, de forma conjunta.

Ya contemporáneos de Lenin o el propio Marx orientaron su praxis política a regresar a formas presuntamente mejores de organizar la vida social, recibiendo sendas críticas. El proyecto de aquellos críticos románticos estaba impregnado de una velada —incluso inconsciente— afinidad por modos de producción precapitalistas en los que el peso de la coordinación del trabajo social recaía en los vínculos de dependencia personal1. Nuestros (twit)templarios presentan un discurso que, pese a compartir una raíz, consta de sustanciales variaciones. El objeto de su idolatría ya no son las comunidades antiguas, sino la modernidad fordista; y sus principales adversarios han pasado de ser los avances tecnológicos y las relaciones mercantiles al «neoliberalismo» y el «globalismo».

El frente principal de su campaña se establece en la cuestión del Estado nación. Las condiciones actuales de acumulación a escala mundial ponen en jaque, en España, tanto la integridad territorial, a través del reto independentista, como su plena soberanía, con el despliegue de instituciones supranacionales. Ante estos embates, su respuesta es el repliegue nacionalista. Lejos de apostar por el desarrollo de una ciudadanía progresivamente global, cosmopolita y solidaria que se asiente sobre unidades políticas cada vez mayores, miran a lo viejo conocido en busca de alternativas. La defensa de la unidad nacional, que es su punta de lanza, lleva consigo un inconfundible deje chovinista. Mientras la izquierda española ha pecado de profesar un visceral odio a su país y, en consecuencia, se ha tenido que refugiar en los símbolos de lejanas latitudes o de su pasado, estos críticos parecen fascinados por, en el mejor de los casos, la España castiza y, en el peor, los tiempos del imperio. Si las banderas tricolores ya suponían un escollo a la hora de plantearse como una opción de futuro, la fijación por combatir la «leyenda negra» no lo es en menor medida. El razonable repudio al independentismo, según lo exponen, pasa indefectiblemente por la exaltación de la identidad patria.

Otro de sus campos de batalla más señalados (y sangrantes) se demarca en torno a la familia. La caída en desgracia de la familia tradicional que ha tenido lugar, por qué negarlo, auspiciada por las demandas de salarización y «flexibilización» de la acumulación capitalista, es descrita en ocasiones como una aberración. Ahora que lo personal, como deseara el feminismo radical, es por suerte y no sin haberlo peleado cada vez más político, nos dicen que hemos errado la dirección del tiro. Resulta que lo que habría que haber hecho es mantener a la familia como eje de nuestra vida social, usando un espacio tan pulcro e inmaculado como el hogar para guarecernos de la incertidumbre neoliberal. La disputa queda situada entre esta última y la seguridad que brinda el «hasta que la muerte nos separe». Y puestos a situarnos en falsas disyuntivas, se llega a apelar incluso a la necesidad de procreación como única respuesta posible a problemas de índole demográfica. Con tales prioridades no sorprende que se romantice al ámbito rural, único reservorio destacable de esos fuertes vínculos personales, o la religión católica, baluarte en ruinas del ascetismo moralista en nuestro país.

Junto a estas banderas se enarbolan otras tantas, muchas de ellas «materiales». Subida de los salarios, acceso a la vivienda y a pensiones dignas, etc. Todas ellas impregnadas de cierta aspiración a la simplicidad y la estabilidad perdida. A la vista de este panorama general no cesan de aparecer los problemas. El primero y más importante podemos hallarlo en que, más allá de que su propósito sea deseable o no, es imposible. Las leyes del capital no admiten que se las rebobine. Lo que algunos economistas llaman «fase expansiva de posguerra» no va a volver, y las que vengan, sin duda, serán diferentes. Pese lo materialistas que se dicen, su error de base reside en profesar la idealista pretensión de regresar en el tiempo. Pero luego están los problemas, digamos, normativos. Su programa podría pasar por el clásico de la socialdemocracia —más intervención del Estado de cara a mejorar las condiciones de la población—, y como tal no despertaría polémica alguna: de hecho es la opción más habitual en la «izquierda transformadora». ¿Cuál es, entonces, la diferencia? Un buen programa socialdemócrata sería aquel que ubica su proyecto en la esfera de la forma: incrementar la capacidad adquisitiva y garantías de la mayoría social; ellos, sin embargo, pregonan contenidos: hacemos todo eso para que crees una familia2. Demandan, junto a las condiciones laborales industrial-fordistas (condiciones, hay que recordar, también erigidas sobre la intensificación del trabajo), su estilo de vida3. Ahí, y no en otro lugar, radica el grueso de la controversia que deliberadamente despiertan.

Este contenido es ocultado o exhibido a su antojo, todo con tal de hacer de su discurso la enésima reconciliación de la izquierda con el «sentido común» frente a los delirios posmodernos. Pongamos un ejemplo de su juego de trileros. Dirán, grosso modo: «¡Fijaos, qué bien vivían nuestros padres, que tenían suficiente dinero para, a nuestra edad, formar una familia!». A esto se les suele espetar: «Perdona, pero no se trata de envidiar la vida de nuestros padres, que sufrieron muchas penurias y una represión en muchos ámbitos que ya existe en menor medida». Y su respuesta frecuente pasa por obviar artificiosamente toda la referencia al pasado anteriormente aludido: «Nosotros solo decimos que nuestras condiciones de vida han empeorado. ¡Esta izquierda está perdida! ¡Se escandaliza cuando se le presta atención a lo material! Solo prestan atención al último grito del trans-queer-feminismo e ignoran lo que le pasa a las familias humildes». Curiosamente, insistimos, un vistazo general al panorama político de la izquierda pondría de manifiesto que en su aplastante mayoría comparten esas tan materiales ambiciones (tal vez se salvaría cierto esperpento irracionalista por el que sienten fijación, al que sacan a la palestra sin cesar, pues sus dislates hacen de él todo un muñeco de paja viviente excepcionalmente útil para justificar por oposición este tipo de posiciones).

Llegados a este punto debemos preguntarnos por la dirección de su acción política. Hemos ya mencionado que su proyecto está lastrado por un cierto utopismo, o ucronismo, como se quiera, pero esto no implica que su práctica sea inocua. Aunque su objetivo resulte inalcanzable, su intervención pública no es carente de efectos; cuando un movimiento alcanza cierto peso debemos preguntarnos si no porta necesidades reales de algún calado. En este caso creemos que hay indicios suficientes para reconocer en su propuesta el inconfundible sello de la apologética pequeñoburguesa. En otro artículo explicamos lo que tiene de nefasto la defensa del pequeño capital4; por ende aquí nos centraremos en vincularla a nuestros cruzados de la modernidad, algo que no resulta especialmente difícil atendiendo a los ejes de su discurso. Defensa apasionada de lo nacional, escepticismo frecuentemente conspiranoide respecto a la globalización, nostalgia crónica, puesta en valor de las relaciones personales… Rasgos todos ellos propios de la marca local abrumada por la avalancha de competidores externos que daría lo que hiciera falta por seguir explotando a sus trabajadores y exprimiendo a sus consumidores con el cariño y cercanía que caracteriza a la empresa familiar. Ante el lastimoso llanto de estos Corleone con DNI español, no hay nada más reaccionario que compadecerse o mostrarles solidaridad.

Frente a la pinza ejercida por los arrebatos nostálgicos y el frenesí librecambista, la clase trabajadora necesita una apuesta propia. No podemos ni atrincherarnos en un templo ya decrépito, ni ejercer de orgullosos camareros en el festín neoliberal. Oponerse a la construcción del Babel capitalista es tan absurdo como vanagloriarse de la macro-urbe pestilente del desarraigo y la precariedad. Se trata de dotar de una dirección obrera y cada vez más consciente a las tendencias del capital. Reforzar cada vez más nuestra condición de ciudadanos, alcanzar una protección pública —también de las relaciones personales— que convierta la familia en una decisión voluntaria, todo ello gracias a la puesta de todos los recursos a disposición de la población trabajadora a través de un Estado democrático que planifique la economía. Esto último tan solo puede materializarse a una escala que desborda lo nacional en más y más casos, por eso no basta con enrocarnos en nuestras fronteras y el internacionalismo urge más que nunca. El presente nos reclama volver los ojos hacia adelante. Como leemos al comienzo de El 18 brumario, regodearse en el pasado es un recurso que únicamente requiere y se puede permitir la burguesía, la revolución proletaria, se dijo entonces y sigue vigente, debe sacar su poesía solo del porvenir.

  1. Con muchos de ellos ya ajustamos cuentas en el artículo «Prometeo en Silicon Valley», publicado en el libro colectivo Las cadenas que amamos (Páramo, 2020).
  2. Existen, entre nuestros guardianes, sectores más radicales. Hay, sin ir más lejos, todo un sector comunista del que puede decirse algo parecido de lo dicho respecto a sus parientes «reformistas»: en lo que se refiere a medidas concretas, no existe una discrepancia sustancial con las múltiples organizaciones que conforman el movimiento en España, siempre y cuando dejamos de lado los aderezos tradicionalistas y del folclore nacional.

  3. Gramsci constataba de forma pionera cómo cierto puritanismo se había convertido en una exigencia del trabajo industrial. El «obrero de nuevo tipo», nos decía, tiene en común con el viejo campesino el que no se puede permitir otra cosa si quiere rendir en el empleo que tener un matrimonio que le ofrezca la mayor estabilidad emocional posible; estabilidad garantizada, dicho sea de paso, por una estricta vigilancia por parte de la empresa. Véanse las páginas 475-80 de la Antología (Siglo XXI, 1974).

  4. Disponible aquí: https://nuevarevolucion.es/ni-tiburones-ni-piranas-un-breve-alegato-contra-el-pequeno-capital/

1 Comment

  1. El futuro de la izquierda es mas fuerte que nunca en esta actualidad en la que el fracaso neoliberal demuestra que dicho futuro nunca fué mas lejos de un pragmatismo opresor, de despojo y criminal que nos confronta con el apocalipsis Malthusiano…

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