Ni tiburones, ni pirañas: un breve alegato contra el pequeño capital

Por Jesús R. Rojo

Presentamos un texto tan escueto como polémico en el que se trata de sostener, en pocas palabras, que la izquierda en general, y la izquierda comunista en particular, se equivoca enarbolando la bandera del pequeño capital. Al hacerlo está abrazando los intereses del peor capital y, lo que es peor, dando la espalda a la clase obrera.

Ya está aquí la navidad. Fechas marcadas en la agenda de los amantes del alumbrado público y de las familias dispersas, pero sobre todo de los establecimientos comerciales. Cada año, puntualmente, se intensifica el bombardeo de ofertas de todo tipo de productos que hasta verlas no sabíamos que queríamos. Paralelamente a él, lo sabemos bien quienes tenemos contacto con las redes de la «izquierda radical», tiene lugar un aluvión de consejos comerciales presuntamente rebeldes: los apologetas del pequeño capital no dejan pasar la oportunidad de mostrarnos su infinita superioridad moral dándonos lecciones sobre dónde realizar nuestras compras. Rápidamente, se inundan nuestros perfiles de soflamas animándonos a dejar de lado las grandes superficies y plataformas, y acercarnos a las tiendas y puestos de nuestros barrios. No daremos siglas. En realidad no hace falta: podrán entrar en la cuenta que deseen y encontrarán eslóganes y consignas muy similares. Todo este espectro político encuentra en este punto uno de esos raros consensos. La verdad es que es llamativo que para un consenso que parece haber entre tamaña cantidad de grupos y grupúsculos, este se establezca en torno a la defensa de intereses inmediatamente contrarios a los de la clase trabajadora. Dejen que nos expliquemos.

  • La condena de los repudiados por San Mateo

Se puede explicar el funcionamiento esencial del modo de producción capitalista de forma relativamente simple. Para empezar, podríamos decir que, grosso modo, consiste en adelantar una cantidad de valor para, gracias al esfuerzo de los trabajadores, conseguir una cantidad superior. Así, algunos se hacen ricos a costa del trabajo de otros y, sobre todo, de otras. Eso ocurre en todas las empresas independientemente de su tamaño. Pero eso no quiere decir que el tamaño no importe. Aquellos capitales que gozan de mejores condiciones técnicas se hacen con más valor en el marcado. Serán ellos los que muestren mayor rentabilidad y consigan crecer. A su vez, cuanto más crecen, más se pueden invertir; y a más inversión, más se mejora la productividad. Es un círculo vicioso de manual, un caso del llamado efecto Mateo, cuyo nombre se debe a lo que este evangelista escribió: «a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado» (13:12). Lógicamente esto lleva a la centralización del capital: las empresas más fuertes y eficientes prevalecerán prosperando, mientras que las que lo son en menor medida tenderán a marchitarse y desaparecer.

Pero el caso es que esto no ocurre, normalmente, de forma súbita. Son miles los capitalistas que hoy se encuentran sumidos en una prolongada agonía que se manifiesta en tasas de ganancias sistemáticamente inferiores a la media. ¿Y cómo hacen para sobrevivir?, podríamos preguntarnos. Ya hemos dicho cuál es la vergonzante procedencia de la ganancia capitalista: la explotación. La fuerza de trabajo es el recurso que queda cuando se esfuma el espejismo que en la mayoría de los casos resulta ser el crédito. Cuando no se pueden mejorar las condiciones productivas, lo que queda es empeorar las condiciones de trabajo. Tendrán que trabajar más y hacer trabajar más por menos, y generando frecuentemente peor servicio, si quieren mantenerse a flote. De esta forma, el capital, máxime en situaciones de crisis, azuza a sus detentores a enfrentarse directamente contra sus operarios. Se equivoca quien piense que es un problema de mezquindad o avaricia, la base de todo está en la forma en que organizamos (o, tal vez mejor dicho, nos organiza) la producción social.

Esta impersonal dinámica se concreta draconianamente cuando el propietario te transmite que está en la encrucijada de tener que bajarte el sueldo, no abonarte las horas extras, hacer las cuentas de espaldas a las arcas públicas y, en definitiva, de perpetrar todo tipo de tropelías o de tener que bajar la persiana para siempre. Una disyuntiva que, con certeza, no suena muy lejana. En general, estas situaciones son especialmente sangrantes en los negocios físicamente pequeños como los que predominan en sectores como la hostelería. Allí la acción sindical se hace imposible dado lo reducido de la plantilla y la relación, en ocasiones cercana al parentesco, que se da entre el dueño y los empleados. Los glorificados negocios familiares son, en realidad, una de las caras más brutales del capital. Insistimos, no es que sean malignos o insensibles. Es parte de su condena, la de ser capitalistas. Viendo por dónde vamos, hay quien se apresura a espetarnos: «¿Capitalistas? ¡Já! ¡No veis que se levantan temprano y trabajan hasta diez horas al día! ¡Son currantes!». No es incompatible. A fin de cuestas, como sabemos, no es eso, sino la propiedad sobre los medios de producción, lo que separa a los capitalistas de los obreros. Lejos debe quedar el mito del propietario absentista. Los accionistas y CEOs de las multinacionales trabajan, y mucho. Por cierto, si necesitan trabajar más de ocho horas al día, más razones para que desaparezca su tormento.

  • Los afluentes ideológicos de la defensa del pequeño capital

¿Cómo ha llegado la izquierda a cerrar filas en torno a los intereses del pequeño capital?, podría ser nuestra siguiente pregunta. La respuesta es complicada. Enfrentamos ideas de larga data, cuyas raíces se hunden profundamente a través de sonados y queridos referentes. Aquí mostraremos someramente tan solo dos de los cauces argumentales que desembocan en posiciones proclives a los intereses del pequeño capital.

Una primera línea genealógica nos lleva por los senderos del romanticismo político. Inspirados por el socialismo utópico y las experiencias campesinistas, hay quienes piensan que no hay mejor forma de ver nuestra emancipación que mirando por el retrovisor. Abominando de la racionalidad, la impersonalidad, la tecnología y la centralización, abrazan la cercanía, el trato personal, la artesanía y la dispersión. Atributos estos segundos que encajan a la perfección con el comercio local, que se les aparece como un reservorio de todas aquellas virtudes perdidas. «Dónde quedó aquel tiempo en que conocías la pescadera o al de la verdulería de la esquina…», se lamentan desconsoladamente. La crítica de la «modernidad» lleva a preparar una ensalada de ideas todas ellas muy populares y que bien merecerían ser reconsideradas. Mientras Benjamin nos llamaba a pisar el freno del tren de la historia, Schumacher veía las virtudes de la pequeña escala; entonces aparece Bauman para recordarnos que el holocausto es un producto de la masividad y de la burocratización; y por si se nos fuera a ocurrir que la educación o sanidad universal también son productos del mismo fenómeno, se une Foucault para explicarnos la continuidad que hay entre la organización de las prisiones y los hospitales… En estas coordenadas se mueve una parte no menor del ideario izquierdista.

Pero esta no es la única vía que existe para la defensa del pequeño capital. Ni mucho menos. Curiosamente, cierta lectura dogmática de Lenin ha llevado a todo tipo de comunistas a posiciones románticas que él mismo criticó; y acaban por, sin saberlo, situarse a la vera de los herederos de Fourier y los paladines del «consumo responsable». El marco cognitivo que se establece a partir de las teorías del imperialismo es muy propenso a favorecer este tipo de posiciones pequeñoburguesas (en el que engranan perfectamente con otras de corte nacionalista, pero eso es tema de otro artículo). Pensando que el mercado opera planificado por grandes corporaciones, cuando no conspiraciones, el establecer alianzas con los capitales marginados resulta de lo más comprensible. Al fin y al cabo, se vería una coalición de intereses casi perfecta entre dos perdedores del juego capitalista: obreros y pequeña burguesía, que para colmo es tomada como si de una clase social propiamente dicha se tratase. Por eso no debemos sorprendernos al ver cómo desde posiciones comunistas se recibe entre vítores y aplausos a ciertos capitalistas en su pugna por mantener justamente su condición de capitalistas. Taxistas y agricultores son, junto con otros, apoyados efusivamente por el simple hecho de ser incapaces de salir airosos en la competición capitalista.

  • Ni tiburones, ni pirañas. Queremos todo el mar

Antes de proseguir, y por si quedase alguna duda: no, no defendemos a Uber o a los intermediarios de productos de primera necesidad. Básicamente, no defendemos tampoco al gran capital. Tratamos humildemente de defender los intereses de la clase trabajadora. Ni más, ni menos. Si para eso, aunque solo sea por una vez, hay que resistir la tentación de sumarse al carro de las causas perdidas, pues tal vez no estaría de más. Cuando las organizaciones políticas de la clase obrera se echan en brazos de la pequeña burguesía no hacen en realidad más que lanzarse a sus fauces, que pueden y, de hecho, suelen ser, si cabe, más voraces que las de sus hermanos mayores. Y si es preciso repetirlo una vez más, lo hacemos: no se trata de un odio visceral hacia los propietarios de las PYMEs lo que tratamos de despertar, pues en muchos sentidos son también víctimas con serios problemas para llegar a fin de mes. Lejos de ser menos capitalistas, lo preciso sería decir que son peores capitalistas, con todo lo que ello implica. Pero no debería estar en la agenda del proletariado erigirse como su salvavidas. Por eso, mal haríamos al pensar que lo mejor que podemos hacer es solventar su ineficiencia a través de la inyección de plusvalía, tan producida por los obreros como el resto, que podrían recibir a través de los subsidios o las asignaturas (estas sí) monopolísticas.

El proyecto político genuinamente obrero pasa no por la utópica sustitución del capital por los ya superados vínculos de dependencia personal —como lo fueron el esclavismo o el vasallaje, donde desde luego sí que se sabían el nombre de sus proveedores—, sino por la superación del modo de producción capitalista. El capital trae consigo grandes potencialidades frecuentemente bajo la forma de enormes desgracias; la clase obrera es, a la vez, la principal portadora de las primeras, y sufridora de las segundas. Para llevar a cabo su cometido histórico debe hacerse cargo del capital, de todo, incluyendo por supuesto el desarrollo de las fuerzas productivas que hoy portan las grandes firmas merced a su mentada capacidad de inversión. Se trata de cuestionar radicalmente la forma en que se gestiona la producción, no de cuestionarnos los establecimientos de consumo. De cualquier otra manera, acabamos presos en el dilema de quien queremos que nos parasite o devore. Es indiferente si son grandes tiburones blancos o pequeñas pirañas: lo que queremos es el mar.

2 Comments

  1. Muy interesante, creo modestamente que se cae en un error al entender a la pequeña burguesía como un capitalista chico, y el mismo nos limita comprender cómo se viene posicionando toda la «izquierda» que es hegemonizada por este sector social. Lo interesante que el error viene de no ser fiel con la lógica del artículo, en un momento hay un quiebre y se cae en una opinión que entiendo que tiene el autor. Por ejemplo cuando dice: «¿Capitalistas? ¡Já! ¡No veis que se levantan temprano y trabajan hasta diez horas al día! ¡Son currantes!». Exactamente, esto es una diferencia, y el mismo Marx define que el capitalista se lo entiende como tal cuando se dedica unicamente a disciplinar el trabajo ajeno, no a trabajar el mismo. No entender esto es no entender la mentalidad pequeño burguesa y es no ver el rol que está teniendo este sector social heterogeno, cuya gran parte a tomado a la «izquierda» como ideología propia, travistiendola claro. Sds.

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