El traficante de letras y el del cubo de farlopa

Virginia Mota San Máximo


Todos tenemos un vecino tratante que trampea con el Diego famoso, ese que presta el nombre a todo aquel al que le entra gana de desdecirse. Donde dije, digo, chaval. Mi tratante mata las pieles, como la gangrena. El tuyo también; no eres especial. Incluso provoca los mismos síntomas que la putrefacción por excelencia: hinchazón, entumecimiento, malestar general. Esto lo sabe cualquiera. También las hadas que volaban por encima de tu cama, aunque no te lo dijesen.

Porque por mucho que se esfuerce en disimular, el tratante que vive a tu lado ya no es lo que era. Han llovido muchos pantalones tobilleros desde aquellos cierres comerciales sellados con un apretón de manos y una buena melopea de coñac, y ha sido la involución social la que ha ido perfilando el tipo de acuerdo que se da en este mundo artístico digital de hoy, huraño y distante. No es que el trato se cierre desabrigado, sin pelliza ni tasca, o que ya no huela a puro ni a mulo, sino que el valor que se le da a la palabra es un bla, bla, bla afilado con el colmillo, que también corta, y a otra cosa.

Por eso mi tema de hoy iban a ser esas hadas que menciono más arriba. Empezaríamos juntas con algún esputo filosofobilioso pero romántico y pasaríamos después a zumbar con chinchín pesetero. Pero el café de la mañana hizo que se cruzase en mi camino un texto muy apetecible que rezaba (y reza) así: Cómo dejar de ser escritor de una vez por todas y para siempre. ¡Ay, los escritores; esa tribu que tan bien sabe morirse de hambre! A la vez, brujería, un hombre se ofrecía en Twitter a escribir el guion de los Goya sin poner rampa para el Rey emérito y con un cubo de farlopa. Su oferta no fue más allá; no me llores.

La suerte quiso que los dos hombres, el del tuit y el otro, los escritores, fuesen y sean el mismo, un Guillem López quilométrico que explica llanamente por dónde te puedes meter el síndrome del impostor. Tú, escritor, mediocre o no, tienes los días contados. Este texto es una de esas perlas que convendría guardar en el alhajero que cada cual tenga para ese efecto. Sirve la caja de cerillas de ‘Encurtidos Manolo’, que es otro tesoro en sí. La cajita también.

Así es que fue el texto de Guillem quien me convenció de dar garrote a las hadas. También esa extraña sensación de sentirte arañada por las letras de otro, recordando en espiral cada una de sus ideas, que yo resumo así: sería más fácil vivir en los mundos de Escher que en este de la escritura donde son pocos los que vuelan y muchos los que se rompen las alas por el camino. Claro que tu abandono en la cuneta lo decide el poder cultural. El lobby, que dicen ahora. Este te aúpa a las estrellas si escucha un tango entre el oro y su faltriquera. Y pone la maquinaria a tus pies. Toda. Lo decía Lippard. Lo dice cualquiera. Si no convienes, olvídate, por mucho talento que lleves encima. Agarra esa caja de cerillas y préndete fuego. El mercado no necesita más profesionales. Ánimo, Manolo.

El tratante online

A lo que vamos, en este lobby de derechazos están los tratantes de letras, que son los que trafican con el talento. Y lo hacen al menudeo, poquito a poco, hasta que tú les llenas el vaso con tu faena. Desde el ratero supurativo de puntos suspensivos hasta la empresa editorial que compra sus márgenes en Calabria, a diez euros la malla, después de haber sido cultivados por escritores que acaban de definirse. Definirse… Es la moda. Ya pasó en la década de los 30, salvando infinito las distancias. Entonces era obligación eso de ponerse una categoría por montera. Desde Azaña hasta Unamuno, ya entrado en años para la faena generacional y con esa costumbre suya de agitar todo lo agitable. También Ortega, más calmado, que muy a pesar de Zambrano llegó el último. Siempre lo hacía. ¿Qué más le daba? Terminaría por ser el primero.

Pero esto no va de valeres, sino de negocio. Todo va de negocio. A mayor o menor nivel, los tratantes de letras siempre especulan con castillos en el aire. Para ti, que como corrector los cimentas directamente, y para sus fans, que se creen el cuento de arriba abajo, una milonga que pasa por ceñirse bien justita la cultura fasioneibol: escucho a Mozart todas las mañanas (aunque podría haber mencionado cualquier otro); mi libro de cabecera es Parerga y Paralipómena, de Schopenhauer, y lo cito divinamente (la complejidad del título de la obra es directamente proporcional a su falsa erudición); siempre paseo con las musas al despuntar el alba (queda bien, pero no sabe ni qué significa lo que ha dicho). Tan obvio, tan cuadriculado que no lo ves venir. “Bueno, es el marketing, amigo”, piensas, inocente, hasta que te escupe con él en toda la cara y su mundo paralelo se derrumba sobre ti. Tú, que te pensabas tal lista. Se esfumó.

Porque tratantes los hay, como el novelesco, que otean desde sus torres de marfil. Dientes, que es lo que les jode. Pero también los que miran tras la pantalla del ordenador, en su pisito a rés-do-chão, ofreciendo al mundo una cantidad literaria vergonzosa que tú te encargas de adornar a cambio de cuatro duros, si es que al final los cobras. Porque el tema es este precisamente, que ellos saben de su mediocridad. Pueden olerla. Por eso te necesitan, siempre sin hacer ruido, para que se la arregles hasta que te sangren los ojos. Torpes. No aguantáis nada. Pero, claro, no es tu trabajo juzgar la bazofia que corriges, sino dejarla lo menos mal posible y cobrar al final del proyecto. Es una transacción como otra cualquiera. Me arreglas el coche y yo te lo pago. ¿Pagar? Ya empezamos con que la abuela fuma. Es que yo no; es que tú; es que. “Dale una vuelta”, te dice.

No creo que haya muchas palabras más perversas que estas en el mundo del arte precario y que tengan tanta eficacia para aprovecharse de la tela del otro. De hecho, ‘dale una vuelta’ como frase estrella que cualquier sicario murmura justo antes de apretar el gatillo: “Dale una vuelta. Esta noche habrá turbulencias”. Ya dentro de la legalidad, también sirve como eufemismo de desprecio absoluto por tu trabajo, que para el tratante vale lo justo. Por eso tira siempre de excusas egocéntricas, de manipulaciones pseudofilántropas para que amoldes tu día al suyo, pasándose por la piedra los acuerdos previos que habéis marcado o, mejor dicho, que ha marcado él contigo. Con un victimismo de crack. ‘Dale una vuelta’. ¿De trecientos sesenta grados? Sí. Y se queda tan ancho.

Mareada, tú, que has cumplido, te acabas de esnifar sus polvos de unicornio. Como el cubo de farlopa de los Goya. Déjalo, es demasiado tarde: un carterista de renglón siempre será un carterista de renglón, aunque se riegue de Varón Dandy. Seguirá siendo un impostor cuya merma moral lo coloca infinitamente lejos de Frank Abagnale. Qué ojazos. Porque esto también es cuestión de clases y de educación, aunque no intelectual. Creo que esto último lo tenemos claro. Se trata de ese pisito a ras de suelo, torre de marfil del siglo XXI y cueva de ladrones, donde se crean modas y no escuelas y donde cabe a la perfección la cuestión intelectual de Walter Benjamin.

Al fin, esto es así porque el tratante que se hace pasar por intelectual se educó conforme a su clase, a pesar de su torpe intento de proletarización. Como la barriga de un pez muerto. Porque sus hadas no le dijeron que las letras requerían cuidados, que había que apuntalarlas con severidad y levantarlas en armas cuando hiciese falta en este espléndido mundo, el suyo, de pataletas de patrón que se ensucia, con alegría, en el mercado precario de las letras. No saben. ¿Qué va a crecer en agüita con sal?

En este panorama de delincuencia lo que sí está claro es que a ti solo te queda, como bien dice Guillem, convertirte gustoso en tu propio producto y no en el de otros, sentarte en la primera fila del teatro que son las redes sociales: «Monetizar el blog, generar correo basura sin que se note, administrar múltiples plataformas para alcanzar a más público. […] El postureo es agotador». No te quejes, que agotador también es ser un ratero de comillas y levantarte temprano para arrebatar originalidades a pico y pala, para fabricar cienes de excusas, miles, con las que salir siempre por peteneras, con el permiso de Fosforito. Se suda. ¡Vaya que se suda! Tecla por aquí, tecla por allá. Cafelito. ¿Qué será una metáfora? Esto de “Beredeti” no lo conoce nadie; me lo quedo. A Neruda, menos. Cafelito. Y así siempre, encendiendo un falso halo de intelectualidad que se evapora con su primer tuit.

Antes de la década de los 30 era la calidad del escritor. Hoy es el precio al que se pueda vender su obra, aunque no valga ni para lavarse los pies. Pero, tranquila, al menos, tú, aunque con los dientes apretados, te vas. Y lo haces con la cabeza bien alta por saber que Neruda no es la nueva tienda de la calle principal y que la coma criminal no ha matado a nadie. Al menos, has descubierto a Guillem López, cual florecilla.

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