Inmigrantes, nativos y gilipollas digitales

Por Virginia Mota San Máximo


Sería más cómodo tener el teléfono pinchado y a un calvo serio y cumplidor escuchando tu vida desde el desván. Al menos así dispondrías de la libertad de no saber que hay un micro detrás de tu copia de Trost Richards. La lámina no vale nada, pero tampoco lo de tu bañera es silicona. Con el espía, tu antojo estaría a salvo de las exigencias de segundos y de terceros, hasta que el servicio de inteligencia echase tu puerta abajo. Porque, de momento, el calvo nunca te ha preguntado los porqués de tu aislamiento social cuando la situación lo requiere. Ya veremos cómo se comporta en el cuartel, pero en casa no ha metido ni un ruido. Cero problemas. Tú a lo tuyo y él a lo suyo. Así de fácil. Incluso te ha permitido tocarte las pelotas durante esas horas previas a la cita del día siguiente, cuando no quieres estar para nada más que para tus cosas. ¿Que son pelotas? Pues pelotas. ¿Paseo? Pues paseo. Lo que mejor te venga. Al fin y al cabo, hacer el relevo a la hora acordada y calzarse los cascos frente a una mesa roñosa es asunto del calvo y no tuyo, por muy metido que esté en tu casa y por mucho que se ponga interesante al leer a Brecht.

Pero tú no eres una persona importante para la RDA, tú eres una mosca entre tantas otras moscas dándote cabezazos contra la cristalera del ipso facto. Nerviosa perdida; angustiada frente al interlocutor insaciable que te exige estar disponible las 24 horas de todos los días de tu vida. La realidad es que la realidad sí importa y te reclama diálogo. Te cobra en monosílabos, aunque sea, si lo que quieres es que funcionen tus relaciones personales. Es dinámica pura. Máxima potencia; una norma no escrita de la que depende que te muevas como pez en el agua en los círculos sociales.

Efectivamente, todo son timbres llenando el espacio que antes no se atrevía a invadir nadie porque era tuyo, también por una norma (sensata) no escrita. Pero la cosa ha cambiado y aquellos que antes desaparecían unas horas, días, en la intimidad de sus apetencias, hoy se tiran de plancha en la torrentera para todo: ¡ay, amigo, si no contestas un whatsapp al instante! ¡Pobre de ti como no descuelgues ya mismo el teléfono o, en su caso, devuelvas la llamada en un abrir y cerrar de ojos! Ya te puedes ir preparando para dar cien explicaciones sobre qué era eso tan importante que estabas haciendo para no agarrar el móvil antes del último tilín: “Verás, es que a mi madre le han cortado las dos piernas y quiere seguir yendo a sus clases de ballet, así que le estoy subiendo el dobladillo al tutú” “¿Y? ¿Qué tiene eso que ver para que no me hayas contestado?”.

Tú no eres una persona importante para la RDA, tú eres una mosca entre tantas otras moscas dándote cabezazos contra la cristalera del ipso facto.

Una de las personas que conozco que mejor sabe sumergir su inteligencia en ácido me dijo hace unos días que estos eran inmigrantes digitales. Por informar, diré que el término ha sido acuñado por Marc Prensky —que se dice escritor— y que con él pretende identificar a aquellos a los que el momento les ha obligado a aprender de nuevas tecnologías. En la otra orilla, como la torrentera, Prensky coloca a los nativos digitales, que son quienes han venido a este mundo ya con todo el tinglado tecnológico montado. Además, sitúa también entre ellos una brecha digital que hace que los jóvenes tengan “la sensación de que a las aulas ha llegado, para instruirles, un nutrido contingente de extranjeros que hablan idiomas desconocidos, extranjeros con muy buena voluntad, sí, pero ininteligibles”, y apela, como solución, al tiempo y a la voluntad.

Sin meterme en si es mejor Chema, el de Barrio Sésamo, que el del canal que abre sobres de cromos todo el tiempo; sin valorar si el dueño de estos términos da sus charlas bajo el logo de conocidas multinacionales que, a su vez, son sus mejores clientas —ademocráticas, en muchos casos—, y sin practicar el bocachanclismo por pensar que la experiencia de una siempre fue mejor, me situaré en los propios de mi rango, los inmigrantes según Prensky, y, en particular, en una subcategoría que considero imprescindible en cualquier estudio pedagógico que se precie: los llamaré ‘gilipollas digitales’. ¿Por qué no se ha hecho esto antes? ¿Acaso soy yo la elegida? ¿Por qué han pasado desapercibidos, siendo miles, estos que empezaron marcando los números de teléfono sin prefijo, pero han terminado por interpelar sobre la soledad voluntaria con interrogatorios kafkianos y dramones en suflé?: “Ah, yo ya te escribí, ya te llamé. Ahí lo tenías, escrito, llamado. Tú ya no vienes, por inmigrante”.

¿De verdad hay alguien que considere la disponibilidad absoluta como un requisito indispensable en una relación social?

Pero si algo define a los gilipollas digitales es su facilidad para sentar cátedra. Así, suelen dar por supuesto que la suya es la única forma correcta de utilizar un teléfono móvil. Esta consiste en aparcar todos tus intereses en pro de una respuesta inmediata, ¡YA!, a cualquier estupidez que se te pregunte. Un cuarto de hora de retardo les parece tiempo más que suficiente para dar por finiquitada una cita social, a la que podemos llamar Cenuqui del sábado o Qué me pongo para la comunión del primo, date prisa, que estoy en la tienda y me están mirando raro, venga, ¿por qué no contestas?, es importante, deja de hacer el payaso, ¿hola?, contéstame.

¿De verdad hay alguien que considere la disponibilidad absoluta como un requisito indispensable en una relación social? ¿Es la exigencia la única forma de atar lazos? ¿O es el gilipollas digital un negacionista de lo mudo? ¿Odiador del silencio, tal vez? Lo que está claro es que no es calvo, porque al tuyo ahí lo tienes en tú desván, espiándote a su aire. Ahora entra por aquí y luego sale por allá. Invadiendo tu intimidad, pero sin exigirte absolutamente nada.

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