Cuidado

«Avergonzarse de la clase social a la que uno pertenece solo es posible cuando te han educado para renegar de ella».

por  Daniel Seixo

«Te sorprenderían las cosas que hace la gente para que publiquen sus nombres o fotos en el diario.»

Hunter S. Thompson

«Para saber quiénes son tus amigos, haz que te metan en la cárcel.»

Bukowski

34 años y me siento ante este teclado para escribir sin un empleo estable, sin un hogar propio, sin un duro y escuchando de fondo… Tranquilos, los Eskorbuto son difíciles de plagiar.

Desde muy pequeño he tenido bastante claro que el esfuerzo de mis padres –y de mis abuelos antes– ha sido todo lo que me ha ofrecido la vida para poder prosperar en esta jungla capitalista en la que me ha tocado vivir. Lo único que me ha permitido levantar la cabeza y comenzar a andar con mis propios pasos, sin que la deuda acumulada fuera excesivamente lesiva para mi futuro. Porque no lo olvidemos, todas las hijas e hijos de la clase obrera nacemos con un enorme handicap sobre nuestros sueños. Y esa, será siempre la mayor de las desigualdades que nos tocará enfrentar.

Obviamente, como ya podréis imaginar por las palabras que encabezan este trabajo, no he nacido, ni me he criado, en ninguna cuna dorada ajena a las preocupaciones mundanas. No reconozco como propios esos apellidos o profesiones que supuestamente se presentan ante el conjunto social por sí solas y las jornadas de sol a sol en el campo o en la construcción, pronto me enseñaron que los obreros principalmente se reconocen entre ellos por las cicatrices en sus manos. El compañerismo, el odio al esquirol, la distancia absoluta con el encargado disociado por la escasa autoridad que le entrega el patrón o la solidaridad pese al dolor cuando los gritos de huelga interrumpen la jornada laboral, han sido lecciones que he aprendido por conciencia familiar mucho antes de que ni tan siquiera pudiese reconocerme “intelectualmente” como hijo de la clase obrera.

Mineros, marineros, agricultores, mozos de almacén, mariscadores, camioneros… Quizás las profesiones familiares que desde crío me han rodeado, no hayan sido las más glamurosas para todos aquellos que continuamente añoran ser lo que nunca han sido. Para todos aquellos que confunden prosperar con huir de trabajos que en el fondo consideran indignos. Pero personalmente, siempre las he observado como las más integras posibles y obviamente así lo he hecho saber cuando me han preguntado. Nunca el conocimiento adquirido con mi esfuerzo me ha alejado de los míos, ni tampoco me ha temblado la voz a la hora de pronunciar en alto la profesión que había pagado el material escolar que dignamente me abría una nueva ventana al mundo. Al contrario, cada libro devorado me ha acercado más a ellos. A su dolor, a sus esperanzas, a los caminos necesarios para revertir la prolongada injusticia de que la tierra o la fábrica no sea para aquellos que la trabajan con sus propias manos. Avergonzarse de la clase social a la que uno pertenece, solo es posible cuando te han educado para renegar de ella.

Quizás por esto, cuando escucho ciertas sandeces desclasadas, no las reproduzco en mis textos, las aborrezco. Me aborrecen porque soy consciente de que aunque quizás ni ellos lo sepan, las lecciones realmente valiosas para encarar esta vida con dignidad y orgullo, me las han ofrecido día a día los míos. Soy consciente de que todas esas teorías, todos esos exámenes, todos esos títulos que supuestamente nos permiten presentarnos ante el mundo con la cabeza alta y sin avergonzarnos al escribir nuestras profesiones en un cuestionario, son solo papel mojado si uno no es capaz de enorgullecerse de los suyos a cada paso dado. Si uno no tiene orgullo de clase. Si no es capaz de mantener en perspectiva que prosperar es algo que debe lograrse en común y no un objetivo individualista con el que no volver la mirada atrás. Pero que diablos, el que aquí escribe solo es un hombre de 34 años sin un empleo estable, sin un hogar propio, sin un duro y escuchando de fondo a los Eskorbuto mientras plasma sus propios pensamientos sobre el papel. Algo es algo supongo.

No he nacido para dejar en la estacada a los míos, no soy un escritor populoso en redes dispuesto a pasar por encima de cualquiera para ganar una columna, ni tampoco un tertuliano cínico y pesetero que dice combatir a la ultraderecha mientras se sienta cada fin de semana con ella. No soy un columnista sin ideología que escribe al dictado de la nota de prensa de un sindicato amarillo o una ministra estrella. No soy parte de una panda de nenes desclasados que buscan cambiar su código postal, su herencia cultural o la profesión de sus padres para escapar de un sistema que quizás inconscientemente hace mucho que los ha atrapado, digerido y vomitado a nuestras impersonales calles mientras tristemente creen que todavía están cambiando algo. No soy nada de eso. Pero si lo fuese, entonces sí sentiría una profunda vergüenza. Afortunadamente, pese a las patentes dificultades, tan solo soy otro hijo orgulloso de la clase obrera.

 

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