Mi gran distopía Americana

Daniel Seixo


El gobierno no es una razón, tampoco es elocuencia, es fuerza. Opera como el fuego; es un sirviente peligroso y un amo temible; en ningún momento se debe permitir que manos irresponsables lo controlen.

George Washington


«El estilo de vida americano no está en las negociaciones.«

George H. W. Bush


«Sólo en América puede un corresponsal de un tribunal oír a un juez decir ¡Voy a ayudarles a freír al negraco!, informar de ello y que la justicia aparte la vista.«

Mumia Abu-Jamal


«Yo creo en el sueño americano, pero esto es una especie de pesadilla.«

Capitán América



Resulta demasiado crédulo y desmemoriado, asegurar que cuando el neoyorquino Donald Trump llegó a la Casa Blanca, el destino del Imperio Estadounidense cambió repentinamente para convertirse en un peligro para el resto del mundo y para sus propios ciudadanos.  Aquel 20 de enero de 2017, entre el asombro de muchos y la esperanza de algunos otros, la presidencia norteamericana era asumida por un individuo excéntrico, un multimillonario egoísta y caprichoso, un patriota idiotizado, incluso puede que por un psicópata, pero quizás nada nuevo hubiese sucedido  para la administración estadounidense, si no fuese porque esta vez semejante experimento político había sido gestado desde las bases sociales y no desde la cúpula interna de republicanos o demócratas.

No olvidemos que a Trump lo precedió Barack Obama, aquel joven afroamericano que se terminó convirtiendo en el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos, casi al tiempo que ganaba su premio Nobel de la Paz. Un político con una gran presencia, ciertamente desenfadado, con ingenio de cara a la prensa y que no tuvo reparo en ningún momento a la hora de popularizar el uso de drones militares destinados a cometer asesinatos políticos en terceros países con total impunidad, llevar de nuevo la guerra a Europa fomentando irracionalmente la locura del Euromaidán y ensangrentar la primavera de medio mundo de la mano de las guerras de Libia o Siria. Un presidente que como sus antecesores quiso tener su propia mancha en el alma, no solo Bush o Clinton llenaron los cementerios del Mundo con Irak, Afganistán, Kosovo o Bosnia, también el presidente de la diversidad contribuyó con sus guerras al sufrimiento de la sociedad global.

Hoy nos llenamos la boca criminalizando y demonizando a Trump, mientras pocos, por no decir ninguno, admiten la obviedad de que el sistema norteamericano hace décadas que simboliza una seria amenaza para el mundo. Lo siento señores, sé que todos hemos crecido con la factoria Marvel, Salvar al Soldado Ryan, la NBA o McDonald’s, pero la auténtica realidad de Estados Unidos es también la de 16 millones de norteamericanos que no saben leer ni escribir, la plaga de los opiáceos o un país con cerca de 50 millones de familias pobres.

No se trata que la presidencia de Donald Trump sea la más calamitosa de la historia del país, que probablemente lo remate siendo, sino de la propia esencia de un estado cimentado sobre la violencia y la codicia más absoluta. No debemos olvidar que unos de los genocidios más aberrantes de la historia de la humanidad, es el ejecutado por la expansión colonial estadounidense durante la formación de su propio estado. La persecución, la tortura y el asesinato sistemático de los pueblos indígenas por parte del prototipo de estado Norteamericano se sustentó en una supuesta superioridad racial y moral, que todavía hoy el país muestra con orgullo en el exterior durante sus tareas de reconversión democrática y no pocas veces en el interior frente a las minorías raciales o políticas que pretenden cuestionar los postulados más básicos de su demencial acuerdo social.

En Estados Unidos no existe algo así como una cuerda de rescate para ahogados en forma de un estado de bienestar medianamente serio y responsable. Allí las cosas son sencillas: o te matas a trabajar o mueres

Da igual que más de 33.000 estadounidenses mueran por armas de fuego en el país, que se produzcan abundantes tiroteos callejeros y en centros públicos o que las armas sirvan para crear auténticos ejércitos privados con una temerosa funcionalidad en un futuro que pinta negro para la ciudadanía. En Estados Unidos el derecho a portar un arma es en gran parte del país una ley divina, un derecho ciertamente incuestionable no tan basado en la famosa segunda Enmienda de su Constitución, como en los 31.000 millones de dólares anuales o los 26.000 puestos de trabajo directos que  la industria armamentística genera para el país ¿A quién puede importarle alguna víctima que otra o los 270 millones de pistolas, escopetas y rifles de asalto en manos de ciudadanos con escasa formación ética o moral?

No nos equivoquemos, en Estados Unidos el beneficio económico es la ley. Da igual que sea para dar vía libre a Monsanto, ser permisivo con la industria alimentaria, hacer la vista gorda con las petroleras o ceder ante las presiones de las farmacéuticas o los contratistas militares, en el país de la libertad y los sueños, el dinero gobierna sobre ambos. No nos equivoquemos, la esclavitud no terminó en Estados Unidos tras la abolición de la misma en 1865, ni mucho menos. A los africanos le siguieron durante mucho tiempo sus descendientes nacidos ya en suelo estadounidenes y posteriormente los hispanos o los asiáticos, durante toda la historia del país, la fuerza de trabajo migratoria, su precarización absoluta y sus condiciones sociales dantescas, supusieron una fuerza productiva básica para la locomotora Norteamericana, Las reglas eran claras, todo el mundo podía soñar, todos podían tener oportunidades basadas en su talento y fortuna de cara a alcanzar el Sueño Americano, por otra parte ya garantizado por linaje a determinadas familias, pero una vez las cosas se complicaban debido a las recuerrentes crisis capitalistas, el sistema estadounidense no tendría nunca piedad o compasión con ninguno de los de abajo.

En Estados Unidos no existe algo así como una cuerda de rescate para ahogados en forma de un estado de bienestar medianamente serio y responsable. Allí las cosas son sencillas: o te matas a trabajar o mueres. En el país no existe algo similar a las vacaciones pagadas, las condiciones laborales no vienen ni mucho menos en la mayor parte de los casos reguladas por la negociación sindical y la desprotección laboral es una norma que en caso de ser cuestionada acabará con toda seguridad con tu culo en la calle. Nada excesivamente serio si no fuese porque ante un panorama de trabajo de sol a sol y estrés continuado ante la siempre presente cuerda floja del crédito económico, uno se encontrase también ante un sistema sanitario caro y ciertamente inaccesible para gran parte de la población del país. Y no, no nos equivoquemos, lo que Obama pretendía no era ni mucho menos exportar el estilo de la sanidad española al modelo estadounidense, sino simplemente maquillar un modelo del siglo pasado para traerlo a duras penas de vuelta a una realidad al menos cercana a lo peor de la situación médica actual de Occidente. Sin duda tiene que ser un auténtico horror para los estadounidenses más pobres no poder contar con alguna misión médica cubana debido al bloqueo impuesto al país socialista por su propia nación.

El país de la ayuda humanitaria a Venezuela cuenta con 4,2 millones de niños y jóvenes sin hogar en sus fronteras, un amplio sector de afectados por enfermedades mentales que carecen de tratamiento para las mismas y una población carcelaria atrapada en un inmenso negocio que nada tiene que ver con la justicia o la reinserción y en el que la raza o la clase social aún tienen demasiado peso a la hora de dictar sentencia. Estados Unidos es un país en el que los afroamericanos tienen muchas más posibilidades de ser detenidos y condenados, muchas más posibilidades de ser asesinados por la policía, ser humillados en plena calle o discriminados en el trabajo, pero muchas menos de terminar la universidad o entrar a formar parte de los consejos de administración de las grandes empresas o las comunidades de vecinos más elitistas. Aun así, cuando lo consigues, no dejas de ser un negro con suerte, un individuo soportado por su dinero, pero menospreciado por el color de su piel.

Da igual que sea para dar vía libre a Monsanto, ser permisivo con la industria alimentaria, hacer la vista gorda con las petroleras o ceder ante las presiones de las farmacéuticas o los contratistas militares, en el país de la libertad y los sueños, el dinero gobierna sobre ambos

En Norteamérica el sistema democrático tiene claros dueños. Da igual que Wall Street acometa la mayor estafa financiera de su historia,  resulta indiferente que entre orgías de sexo y cocaína sus directivos se dedicasen a jugar con las vidas de la clase trabajadora de medio mundo o que especulen y coqueteen con crisis alimentarias o climáticas a lo largo y ancho del globo. Para el sistema lo importante es el beneficio y esto solo se puede conseguir a través de la depredación y el consumo insostenible que tan bien representan los lobos de Wall Street. Los soltaremos, dejaremos que se alimenten del rebaño y si este se desangra abundantemente e inunda de forma insoportable con sus balidos la vida política del país, los ataremos de nuevo durante unos años para fingir la sincera reconstrucción del sistema, mientras tras bambalinas todo se prepara para comenzar de nuevo la misma función.

A nadie le importa que los créditos universitarios ahoguen a los estudiantes con una deuda de 1,5 billones de dólares, ni que un millón de propietarios pierdan sus casas por la crisis de las hipotecas o que la deslocalización imparable y el enorme ejército industrial de reserva aboquen al país a la esclavitud moderna en forma de condiciones laborales difícilmente imaginables hace no tanto para un trabajadora americano, sin tener que referirse a países como Vietnam o Chima. La desigualdad económica golpea la realidad estadounidense afectando incluso a la esperanza de vida de las diferentes clases sociales. El 1% que controla el 38,6% de la riqueza del país, está comprando vida mientras le chupa la sangre a la clase trabajadora norteamericana. En pocos estados estaría más justificada una revolución, si no fuese debido a que manifestarse contra el sistema en Estados Unidos supone un auténtico deporte de riesgo para cualquier ciudadano.

Antes y después de Trump Estados Unidos es el país de la hipocresía, el estado que te persigue por plantar tu rodilla al suelo en señal de protesta durante el himno del país o por levantar el puño tras una victoria en las olimpiadas. Aquella nación que te envía a la guerra a Vietnam, Corea, Siria o Afganistán, pero que te apalea inmisericordemente si a tu regreso decides protestar por tu propio desahucio. Una sociedad recta y ordenada pero que admite abusos a menores en sus fronteras, epidemias de crack en sus barrios pobres o que toda una serie de creencias discriminatorias con la comunidad LGTBI, afroamericana o con los migrantes se propague en horario de máxima audiencia sin mover un dedo. En fin, una auténtica distopía difícilmente imaginable incluso en la ficción más realista de Hollywood.

Hoy nos llenamos la boca criminalizando y demonizando a Trump, mientras pocos, por no decir ninguno, admiten la obviedad de que el sistema norteamericano hace décadas que simboliza una seria amenaza para el mundo

El problema no es Trump, no nos equivoquemos, el presidente majara ha llegado inesperadamente al poder y ha tomado algunas decisiones que nos han sorprendido a todos, pero si no fuese Venezuela hubiese sido Siria o Irán, quizás incluso Corea, las deportaciones hubiesen continuado con Hillary y no existe un presidente que hiciese menos por los afroamericanos que el propio Obama. Es el sistema social estadounidense en su conjunto el que se encuentra podrido, el que necesita de los latinos, los asiáticos o los europeos para seguir funcionando a toda máquina. Simplemente en ocasiones como sucedió durante la Dust Bowl o la crisis económica de 2008, las cosas se precipitan y es entonces cuando resulta necesario realizar un reajuste político y económico del que las clases populares de Estados Unidos salen cada vez más acorraladas y sometidas, tal y como sucede con el proletariado del resto del planeta.

En esos momentos los experimentos políticos, la desigualdad, el racismo, la xenofobia, el fanatismo religioso, la incultura, la corrupción, el desprecio al medioambiente, el inmenso número de armas en manos privadas y una sociedad cada vez bajo mayor tensión psicológica realizan una peligrosa y aleatoria mezcla de la cual pueden salir resultados ciertamente catastróficos a lo largo del tiempo. La libertad sin igualdad en Estados Unidos tan solo puede llevar con el paso de las décadas al desastre geopolítico global fruto de las necesidades internas de focalizar un enemigo exterior o al desastre interior en forma de revuelta social o dictadura encubierta de cara a aplacar el descontento social. Sea como sea, bienvenidos al último gran acto de la distopía americana.

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