Coronavirus: un relato sobre la población

«Así pues, tanto las sociedades como los grupos humanos más pequeños pueden tomar decisiones catastróficas por toda una serie secuenciada de razones: la imposibilidad de prever un problema, la imposibilidad de percibirlo una vez que se ha producido, la incapacidad para disponerse a resolverlo una vez que se ha percibido y el fracaso en las tentativas de resolverlos«

Jared Diamond

La muerte solo tiene importancia en la medida que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.

André Malraux

Con lo que sabemos hoy, el mundo no hubiera actuado de la misma manera

Pedro Sánchez

«Esto no es solo una crisis de la salud pública, sino de todos los sectores«

Tedros Adhanom Ghebreyesus, director General de la OMS

La medicina tiene que pasar de ser reactiva y genérica a ser predictiva y personalizada

Doscientos cuarenta y ocho mil casos confirmados, ciento cincuenta mil curados y veintiocho mil trescientos treinta y ocho fallecidos, esas son las cifras que hasta el momento deja el coronavirus en el estado español. Desde que el 25 de enero se registraron los primeros casos sospechosos en nuestro país, muchas cosas han cambiado para siempre. El virus, inicialmente detectado en Wuhan, China, ha logrado lo impensable, paralizar al mundo capitalista y por primera vez en mucho tiempo hacernos dudar de la seguridad y la viabilidad de nuestro modelo social y productivo, el capitalismo.

Cierto es que las buenas intenciones, la responsabilidad y por qué no decirlo, el miedo, rápidamente han abandonado nuestras calles y nuestras instituciones fruto de la necesidad económica y consumista, esa que en plena pandemia y con los primeros rebrotes asomando en diversos puntos de nuestra geografía, nos hace abandonar las más básicas medidas de protección y supervivencia, para arrojarnos inmediatamente y sin sentido del riesgo y de la conservación social a diversas tareas tan innecesarias como propias del Homo Consumens como las rebajas, las terrazas, la búsqueda de un buen moreno o la celebración de algún título deportivo o fiesta tradicional en honor a un santo o una santa, que difícilmente va a poder hacer milagros por nosotros si es que la ciencia cede la partida a la irresponsabilidad social, los intereses empresariales y el electoralismo político. Lejos quedan los primeros casos sospechosos procedentes de Wuhan, los casos importados, los primeros positivos locales y la falsa sensación de seguridad que nos dejaba caminar despreocupadamente por la calle, reunirnos sin miedo en aglomeraciones en nuestras ciudades y hacer uso del transporte público sin atender a preocupaciones o riesgos invisibles. Lejos queda el 11 de marzo y el inicio del aumento repentino de los contagios y los fallecimientos, una cascada precipitada de temor y desinformación que hace que el gobierno español decida decretar el estado de alarma y comenzar a buscar desesperadamente material médico en el mercado internacional a una escala nunca antes vista. Los sanitarios, las fuerzas de seguridad, las instituciones locales, autonómicas y todo el equipo de gobierno, cada uno de los resortes de nuestro esquema de organización social se mostraba sacudido por el inesperado golpe que supone el impacto de la pandemia, pero poco a poco, pese a los numerosos errores y la evidente improvisación inicial, el enramado público de salud comenzaba a reaccionar frente al virus y a salvar vidas.

El COVID-19 supone una enmienda directa a las disfunciones de nuestra sociedad, por ello podemos ver como al tiempo que señala las claras debilidades en la estructuración de la niñez y la vejez, etapas de nuestro ciclo vital no productivas para el capitalismo, también lo hace de forma clara y evidente con los sectores sociales más desfavorecidos por el sistema

Fueron numerosa las debilidades de nuestro sistema social y económico que se pusieron en clara evidencia durante los días más duros de la crisis del coronavirus, que aunque parezca ya olvidada, estamos todavía viviendo. La incapacidad para dotarnos en nuestro propio sistema productivo de elementos tan básicos como los respiradores, los diversos tipos de mascarillas o los equipos de protección, evidenciaron claramente como el occidente capitalista, capaz de adaptar su consumo a las más diversas modas y muy acostumbrado a los ritmos de una sociedad consumista y caprichosa,  se mostraba ciertamente incapaz de garantizar a su pueblo las más básicas medidas de seguridad que países hasta ese momento demonizados por sus diversos sistemas sociales alternativos al capitalismo como China, Cuba o Venezuela, sí parecían poder desarrollar sin apenas complicaciones más allá de las evidentemente organizativas. La economía liberal se mostraba una vez más incapaz de atender a otros factores ajenos al mero consumo y determinantes para los pueblos como la salud física y mental, la estabilidad social o la solidaridad. Las escenas de acaparamiento de bienes, el mercadeo salvaje, las estafas e incluso los casos de piratería y uso de la fuerza entre países para adquirir material de primera necesidad, destinado a salvar vidas, dejaban claro que en el occidente capitalista, la moneda y el peso militar, iban a decidir individualmente el curso a seguir en la estrategia de lucha contra el coronavirus. Desde el pasotismo inicial de Reino Unido, solo rectificado tras el contagio e ingreso hospitalario de Boris Johnson, hasta la reacción del ejecutivo español con numerosas sombras y también luces solapadas por la magnitud de la tragedia, pasando por la inicial eficiencia portuguesa, el ejemplo vietnamita o la locura vivida en Francia, hasta la negligente actitud del Brasil de Bolsonaro y la locura y decadencia del Imperio estadounidense en manos del Donald Trump, si algo ha terminado quedando patente durante esta crisis sanitaria, es la inexistencia de verdaderos organismos de gestión global y el excesivo peso del campo económico frente a otros factores de la existencia humana, aun cuando lo que está en juego es la vida de numerosos congéneres e incluso nuestra propia existencia como especie.

Y si una realidad ha evidenciado el solapamiento de la vida por la economía en nuestro estado durante toda esta crisis sanitaria, es la de las residencias de ancianos. Sometidos a curas extremas de adelgazamiento presupuestario durante los años previos en busca de lograr rentabilizar sus servicios, las diferentes residencias del estado español encararon el desafío sanitario del coronavirus tras años de reducción de personal, precarización salarial y de las condiciones de trabajo, bajando la calidad de la comida, ahorrando en material, limpieza y mantenimiento e incluso llegando a degradar las condiciones en la atención a los ancianos, con el único objetivo de lograr aumentar los beneficios empresariales de directivos y en muchos casos, accionistas. Con la llegada del coronavirus, la situación estalló dejando un saldo de 19.500 muertos con Covid-19 o síntomas compatibles en las 5.457 residencias de ancianos públicas, privadas y concertadas españolas, una situación grave en uno de los principales focos de la pandemia de este coronavirus por la cifra de fallecidos, pero que se convierten en dantesca cuando uno atiende a situaciones de auténtica pesadilla en la que los fallecidos llegaron a encontrarse entre siete y diez días abandonados a su suerte en sus habitaciones, por el colapso de los servicios de atención y las funerarias. Una situación que tal y como desvela un mensaje de WhatsApp recientemente filtrado del jefe de gabinete del consejero de la Asamblea de Madrid, Alberto Reyero, apenas comienza a revertirse hasta el 26 de marzo. Tiempo en el cual los beneficios económicos de un sector tan vital como las residencias de ancianos, en Madrid se contaron por vidas humanas.

El liberalismo económico y su vertiente especulativa, especialmente presente en nuestro país, han situado en el centro del debate a la muerte, especialmente la dignidad de la misma. La generación de la guerra, el hambre, el trabajo esclavo para sacar adelante a sus familias y a todo un país, se ha encontrado en esta situación abandonada a su suerte y utilizada por unos organismos que lejos de garantizarles unos servicios dignos y de calidad, han decidido mercantilizar el final de la vida de toda una generación de españoles, por meros criterios economicistas. La explosión de casos de coronavirus en el interior de las residencias ha puesto de manifiesto el poco respeto que realmente poseen por el tramo final de la vida, todos aquellos dirigentes y meapilas procesionarios que continuamente habíamos visto en manifestaciones antiabortistas jurando defender el derecho a la misma por encima de cualquier otra cosa o posicionándose parlamentariamente contra el derecho a garantizar la llamada muerte digna, pero que sin embargo cuando el lucro económico ha entrado en escena, han decidido dejar a un lado sus supuestas prioridades, para suculentos contratos mediante, abandonar a la más absoluta indefensión a muchos de nuestros mayores.

En apenas tres meses de epidemia, hemos perdido 0,71 años de esperanza de vida, pasando de los actuales 83,6 años a 82,9, la esperanza de vida que nuestra población poseía en 2015

Son los mayores pertenecientes a las clases obreras, los que han sufrido en sus propias carnes y con especial incidencia los efectos de este cambio de paradigma acerca de la recta final de la vida. Ya poco queda de la vejez tradicional de gran parte de nuestros mayores, cuyo transcurso inserto en el núcleo familiar y en gran parte de las ocasiones bajo los cuidados  de las mujeres de la familia, garantizaba una mayor atención basada en una doble, incluso triple, carga de trabajo para las mujeres. Debido al aumento de la esperanza de vida y las nuevas dinámicas económicas claramente precarizadas, en la actualidad son más de 2 millones de personas mayores de 65 años las que viven solas en nuestro estado, suponiendo esta situación un desafío para un estado que ha decidido gestionar la posible «carga» de una población más envejecida, mediante la privatización de los cuidados que hasta ese momento recaían, tal y como hemos señalado, en las mujeres, como garantes de los cuidados familiares de forma no remunerada. El gasto público en servicios de atención a la dependencia por parte del estado español, resulta casi irrelevante, algo que sin duda alguna, guarda relación directa con el elevado número de persona mayores fallecidos en nuestra residencia a causa del COVID-19. No podemos por tanto obviar la relación directa entre nuestras decisiones económicas y la implicación en la realidad material de nuestra estructura poblacional.

En este sentido, podemos observar como la crisis sanitaria producida por el coronavirus, pone de relieve no solo como la primacía de la actividad económica y la precariedad de la misma, provoca en muchas ocasiones que resulte prácticamente imposible el cuidado de nuestros mayores en el seno de la estructura familiar, sino que además saca también a relucir las evidentes contradicciones y desafíos a los que nos aboca el doble modelo de atención dividido entre acción pública y privada por el que parece haber optado en gran medida nuestra clase política. Las elevadas tasas de paro, la precariedad laboral y los acuciantes problemas de la estructura pensionista española, no parecen dibujar la mejor carta de presentación para adscribirnos fielmente a un sistema de residencias de ancianos en el que el componente económico parece primar claramente por encima de la propia salud de nuestras personas mayores, transformadas por obra y gracia de las dinámicas capitalistas, en meros clientes. Protocolos como el firmado por la Comunidad de Madrid y fechado el 18 de marzo por el entonces director general de Coordinación Sociosanitaria, Carlos Mur, en el que se limitaba el acceso a las UCIs, priorizando a los pacientes más jóvenes y sanos, frente a las personas de edad avanzada y discapacitados, suponen el primer paso cara a la gestión de la muerte bajo criterios de rentabilidad y mercado. Si bien estos parámetros no basados en el derecho a la vida y a la asistencia sanitaria han sido en esta ocasión utilizados de forma negligente durante un período de máxima tensión sanitaria, urge ahora depurar responsabilidades con la intención de intentar evitar que también la esperanza de vida se convierta en nuestro país en un mero reflejo de la capacidad económica de las personas.

Si algo ha terminado quedando patente durante esta crisis sanitaria, es la inexistencia de verdaderos organismos de gestión global y el excesivo peso del campo económico frente a otros factores de la existencia humana

Con una fertilidad media cercana a 1,3 hijos, muy por debajo del 2,1x / 2,3x que se requeriría para asegurar el reemplazo generacional y una esperanza de vida claramente en aumento, la pirámide de población española dibuja ya hoy el final del proceso de transición de nuestra sociedad cara a una economía neoliberal en la que las condiciones materiales de gran parte de los habitantes de nuestro país limitan claramente el desarrollo de sus proyectos familiares. La inestabilidad y el miedo al futuro, condicionan en la actualidad el devenir de nuestra sociedad. La realidad de la pobreza extrema y cada vez en mayores porcentajes de los trabajadores pobres, no hacen sino incidir en la ya de por sí precaria estructura de las cotizaciones sociales en nuestro país. Los parados y el precariato de hoy, supone la tercera edad desatendida y arrojada a los cuidados privatizados y rentabilistas del mañana. La actual pandemia pone de manifiesto la ineficiencia no solo del cuidado de nuestros mayores, sino también de la estructura de atención a nuestros infantes y el delicado equilibrio que sus cuidados requieren en muchos hogares españoles. Con jornadas laborales extenuantes y apenas retribuidas, los progenitores españoles tradicionalmente han derivado los cuidados de los más pequeños a los centros educativos y en gran parte de los casos a los abuelos y abuelas, una situación que debido a la especial incidencia del COVID-19 en los tramos de edad más avanzada, ha resultado en esta ocasión insostenible, sin poner directamente en riesgo sus vidas.

El teletrabajo, situado como solución inmedaita y transformación a largo plazo con el que solucionar problemas que se han hecho patentes en nuestra sociedad durante esta crisis, como la aglomeración en las ciudades, la debilidad de nuestros sistemas de transporte en las mismas o el despilfarro de tiempo y recursos en muchos casos de forma innecesarias, si bien supone una salida cómoda y adecuada para el interés empresarial de cara al futuro, vuelve a plantear para los trabajadores una difícil encrucijada entre su realidad familiar y laboral. Resulta indecente e impropio de un sistema social solidario, abandonar nuestra esfera familiar a una especie de aventura dependiente de la suerte individual, la vejez y la infancia, curiosamente las dos etapas no productivas y por tanto no rentables para el sistema capitalista, no pueden seguir suponiendo un mero nicho de mercado para empresas privadas o lo que es peor, en caso de insolvencia económica, una continua yincana solventada únicamente con la asistencia «benéfica» del estado o con la atención gratuita cargada sobre los hombros de las mujeres de la familia o las personas mayores. Una clara lección de esta pandemia se basa en la necesidad de una estructura colaborativa entre la esfera pública y la privada, para lograr de ese modo legislar de cara a compaginar la vida laboral con los cuidados familiares. Continuar en la senda de la precariedad vital y laboral, supone un suicidio para nuestro estado, pero también para nuestras familias y para nuestras propias empresas. Caminamos de forma ciega y obcecada cara a una realidad basada en una pirámide poblacional claramente envejecida, en la que día a día, los recursos de nuestras familias para criar y formar a sus hijos desaparecen. El lucro inmediato de una élite empresarial, no puede seguir suponiendo para el conjunto social un claro lastre perpetuado a expensas de los intereses del gran capital trasnacional, sus anónimos accionistas y el cortoplacismo rentista de la cúpula empresarial de nuestro país.

Fueron numerosa las debilidades de nuestro sistema social y económico que se pusieron en clara evidencia durante los días más duros de la crisis del coronavirus

El COVID-19 supone una enmienda directa a las disfunciones de nuestra sociedad, por ello podemos ver como al tiempo que señala las claras debilidades en la estructuración de la niñez y la vejez, etapas de nuestro ciclo vital no productivas para el capitalismo, también lo hace de forma clara y evidente con los sectores sociales más desfavorecidos por el sistema, entre ellos los migrantes. La situación de la emigración en nuestro país hace tiempo que viene arrastrando un cínico e indeseable juego en el que continuamente se entremezcla la dependencia de mano de obra barata por parte del empresariado, especialmente en el sector agrícola, y el total desprecio por los derechos de las personas migrantes. Debemos recordar que ya la situación previa al estallido de la crisis sanitaria era en este punto especialmente tensa no solo en España, sino en el conjunto de la Unión Europea. Pero hoy, tras el anuncio de varios rebrotes de contagio de coronavirus en torno a trabajadores temporeros, las deleznables condiciones laborales a las que se enfrenta este colectivo salen a la luz al tiempo que actitudes racistas parecen señalar al árbol, sin mostrar capacidad para ver el bosque. La extrema precariedad laboral y las nefastas condiciones de alojamiento a las que se ven abocados los trabajadores migrantes, fruto de sus propias condiciones laborales, han hecho que varios de los nuevos focos de contagio se den entre estos trabajadores precarios. El hacinamiento y la escasa inversión en medidas de seguridad, son sin lugar a dudas la verdadera causa tras esta situación, pese a los argumentos racistas de toda índole que hemos podido encontrar incluso en grandes tiradas de la prensa nacional.

Nuestra necesidad de mano de obra migrante ha quedado patente cuando en lo peor de la crisis del COVID-19 y en pleno confinamiento social para evitar nuevos contagios, las voces de gran parte de los empresarios del sector agrícola español clamaban por abrir la puerta a la mano de obra extranjera que cada año acude a nuestro estado para desarrollar tareas a las que difícilmente accederá el trabajador nativo. Lejos de estar directamente relacionadas con la solidaridad y las necesidades y capacidad propia de nuestra población, las políticas migratorias de nuestro estado, topan así con una imposición de mercado que si bien puede abrir la mano durante una pandemia para permitir la entrada de contingentes de mano de obra, totalmente necesarios, no duda ni por un segundo en criminalizarlos, denigrarlos e incluso expulsarlos cuando lo considere oportuno, bien sea debido a las nuevas condiciones sanitarias o a la mera apetencias del patrón de turno. El uso de la migración como un mero recurso de presión en forma de ejército industrial de reserva o como un mero engranaje más para nuestros circuitos productivos, con el que poder maximizar beneficios, ha quedado patente durante estos últimos meses. Los perdedores del mejor de los mundos, los migrantes, aquellos que explotados por el sistema global en sus lugares de origen, deciden seguir las redes comerciales para aterrizar en occidente en busca de un futuro mejor, son la muestra de todo lo que está mal en el proceso de globalización.

Desde que el 25 de enero se registraron los primeros casos sospechosos de COVID-19 en nuestro país, muchas cosas han cambiado para siempre

Resulta por tanto necesario replantearnos socialmente una nueva política migratoria, capaz de aunar la solidaridad propia de un estado democrático, las necesidades poblacionales de nuestro estado y un proyecto económico que se muestre capaz de absorber la fuerza productiva y cultural de la migración que tan necesaria resulta para nuestro país, sin por ello disminuir la capacidad material de sus habitantes. Todo ello pasa por una reestructuración de las responsabilidades en nuestro estado, en las que el sector privado se muestre capaz de aportar vía impuestos un mayor peso económico, con el objetivo de que este se encargue de la formación y estructuración de una población que supone a fin de cuentas la base material y humana de nuestro tejido empresarial y los beneficios futuros también del sector privado. No podemos seguir caminando a ciegas cara un país envejecido, con un menor porcentaje de población activa encargada de sostener los cuidados de nuestras personas mayores y de la infancia. La apuesta por un modelo público en colaboración con el sector privado, el cual debe asumir su peso en la contribución económica del mismo, es el único modelo viable a corto-medio plazo. El coronavirus ha llegado para cambiar las cosas y la estructura de población de nuestro estado, además de la gestión desde las instituciones de la misma, suponen hoy uno de los más acuciantes retos que debemos encarar como sociedad para lograr salir preparados de un golpe que ya ha cambiado nuestra realidad para siempre. A causa del COVID-19, el estado español se encuentra entre los países que más longevidad al nacer ha perdido durante estos meses. 

En apenas tres meses de epidemia, hemos perdido 0,71 años de esperanza de vida, pasando de los actuales 83,6 años a 82,9, la esperanza de vida que nuestra población poseía en 2015. El replanteamiento de nuestro modelo de cuidados, pero también el replanteamiento de nuestro modelo social y principalmente el papel que el estado y las instituciones públicas deberían jugar en nuestra sociedad, se antojan como debates clave de cara a decidir si apostamos por una sociedad en la que la salud prime por encima de otros factores o si por el contrario, las vidas humanas pueden medirse con meros instrumentos economicistas, en los que los beneficios y los balances de cuentas sigan cobrándose un precio demasiado caro en vidas humanas. Cuando al fin decidamos, deberíamos tener muy presente en nuestro pensamiento la historia de todos aquellos que en estos tres meses se han enfrentado a la muerte solos, a la espera de una ayuda que nuestro sistema social y sanitario, debilitado por los profundos recortes de la crisis de 2008, no ha podido facilitarle. Nunca, debería la muerte ser una cuestión de precios.

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