Artsakh, más allá de las fronteras de los mapas

Así que aquella noche, en el Tatarik, brindamos otra vez con vino de Areni, como si fuera la última, y al día siguiente pusimos el despertador para poner rumbo a este estado no reconocido, pero tan real como nuestro país de origen

Por Angelo Nero

La Memoria es una auténtica máquina del tiempo. Nos permite viajar a esos lugares que quedaron para siempre fijados en nuestras retinas, en nuestra piel, en nuestras venas, y que pasaron a formar parte de nuestro imaginario particular, en esa geografía emocional que no siempre sale en los mapas, en lugares que insistimos en nombrar como si nos perteneciera o, más exactamente, como si formáramos parte de ellos, ya que, de algún modo, estos lugares donde fuimos felices, o donde sentimos algo parecido a la felicidad, fueron los que nos conquistaron, los que se quedaron tatuados en nuestro corazón con la tinta invisible, pero indeleble, de los recuerdos más valiosos.

Recuerdo nítidamente la noche en la que decidimos entrar en Nagorno Karabakh, un territorio tan insólito que aparecía o desaparecía de los atlas, según quien lo nombrara, como si eso pudiera negar la realidad de un pueblo, el armenio, que había habitado estas tierras desde la antigüedad, cuando los antiguos griegos llamaban a esta zona Orjistene. Durante el reino de Urartu, que es considerado como la etnogénesis del pueblo armenio, en los siglos XI al VII antes de nuestra era, esta región era conocida como Urtejini.

Llevábamos dos días en Goris, una población del sur de Armenia, a 160 kilómetros de la frontera con Irán, donde, pese a las maravillas que nos había descrito una amiga, que había estado allí unos años atrás, no pudimos apreciarlas, ya la espesa niebla que cubría Goris no nos dejó apreciar las cuevas de la vecina Khndzoresk, ni cruzar su puente colgante -aunque nos había regalado el conocer a la simpática maestra del pueblo, que nos abrió las puertas de su casa para que nos refugiáramos de la lluvia-. Durante nuestra estancia en Goris nos habíamos dedicado a bajar unas cuantas botellas de vino de Areni, y a disfrutar de las abundantes barbacoas en el Takarik.

Aunque la memoria, para ser justa, debe reconocer que ni las cenas del Takarik, ni todo lo que vino después, serían posibles el trotamundo catalán que la suerte puso en nuestro camino. Porque también es cierto que lo que realmente nos conforma, lo que nos hacer ser como somos, lo que puebla nuestro imaginario particular, es la suma de la gente que queremos, y a Jose, nuestro Josiño, lo quisimos -al menos yo-, desde el primer momento.

Goris, sin él, hubiera sido un recuerdo gris, como la pátina de ceniza que cubrió el cielo esos dos días, y Nagorno Karabakh no habría sido más que una ilusión, una frontera que no habríamos podido franquear. Su dominio del ruso -él decía que no era tanto, pero para mí era como si hablara el mismísimo Lenin-, y la seguridad a la hora de pedir khorovats o de negociar el precio del billete de una mashkutka, era para nosotros, algo perdidos desde el momento en que nos habíamos despedido de Karen, nuestro guía hasta entonces, el pasaporte que necesitábamos para entrar en la República de Artsakh.

Así que aquella noche, en el Takarik, brindamos otra vez con vino de Areni, como si fuera la última, y al día siguiente pusimos el despertador para poner rumbo a este estado no reconocido, pero tan real como nuestro país de origen, sobre el que, por cierto, también tuvimos nuestras discrepancias en la cena. Nuestro amigo se consideraba un ciudadano del mundo, y no era de extrañar por los países en los que había vivido. Para mí Galiza era mi centro de gravedad permanente, mi nación, a pesar de que, como sucedía con Artsakh, en los mapas se empeñaran en dibujar otra realidad.

Para resarcirnos del fiasco de Goris, y antes de entrar en esta república invisible, decidimos visitar el Monasterio de Tatev, sobre la que no me extenderé, ya que merece un capítulo aparte, y desde allí pusimos rumbo al Paso de Lachin, la puerta de entrada al cordón umbilical que unía Nagorno Karabakh a la madre armenia, y que desde la invasión turco-azerí está bajo control (o al menos sobre el papel) de las tropas de paz rusas.

Sobre el papel de las fuerzas rusas ya hemos hablado aquí en muchas ocasiones, ya que su imparcialidad se ha puesto en entredicho, precisamente, después del bloquedo del Corredor de Lachin, por agentes azerís disfrazados de activistas ambientalistas. Un bloqueo que, después de dos meses, se ha convertido en un auténtico sitio medieval, que no busca otro objetivo que el de forzar el éxodo de la población karabaji, bajo la amenaza de un nuevo genocidio.

Pero entonces, agosto de 2018, no tuvimos ningún problema para cruzar la frontera, en la que un pequeño control de soldados armenios, ajenos a las intenciones del sátrapa Aliev, no miró los pasaportes con más curiosidad que sospecha, y nos dejó continuar viaje hasta Stepanakert, capital de esa república de los sueños que había llamado a miles de kilómetros de distancia.

Ahora lamento no haber insistido más para detenernos en el Corredor, para tener un puñado de imágenes con las que alimentar la memoria, pero nuestro chófer era ciertamente hosco y parecía, por su modo temerario de conducir, que tenía prisa por dejarnos en el corazón del Karabakh y volver a Goris antes de que se le hiciera de noche. No tardamos más de una hora en llegar desde la base del teleférico de Tatev a Stepanakert, y yo estaba tan emocionado por encontrarme en uno de esos puntos ciegos de los mapas, que apenas me importó que el taxista nos cobrara más de lo convenido, y que nuestros equipajes estuvieran empapados, ya que el maletero del destartalado lada tenía un sospechoso charco de agua.

Antes de tomarle el pulso a la ciudad, y tal como nos habían indicado en el control fronterizo de Lachin, nos dirigimos a la oficina de Exteriores, para que nos dieran el visado. Allí fuimos sometidos al escrupuloso examen de un burócrata que nos preguntó sobre el motivo de nuestro viaje, los días que ibamos a pasar en Artsakh, así como todos los datos personales que se les ocurrió y alguno más. En el apartado de país de origen quise escribir Galiza, pero Jose me lo desaconsejó, tal vez no sería demasiado fácil para el estricto funcionario, aunque fuese de un estado no reconocido, entender el concepto de naciones sin estado de Europa Occidental, o tal vez sí, ¿quién sabe?.

Nuestra primera impresión de Stepanakert fue la de una ciudad orgullosa de su presente, sin desdeñar el legado de su pasado, y con la vista puesta en un futuro esperanzador. No sabíamos, no podíamos imaginarnos, que solo dos años después sería bombardeada por el ejército azerí, y que la comunidad internacional miraría hacia otro lado, mientras se fraguaba un nuevo genocidio, esa amenaza perpetua que persigue al pueblo armenio desde que en 1915 el imperio otomano, antecesor del actual estado turco, decidiera la “solución final” para ellos.

El corazón de la ciudad, Veratsnoud Square, reúne los edificios más importantes de Artsakh, el Parlamento y la Sede Presidencial, y está rodeada de bellos parques, aunque conforme te alejas del centro abundan las edificaciones más modestas, engalanadas con los tendales en los que se dispone la ropa en perfecta formación. Pero, para nosotros, el corazón de Nagorno Karabakh siempre estará en la casa de Nelly, que nos acogió durante los días que estuvimos en aquella república que se empeñaba en desafiar la dictadura de los mapas.

Aquel oasis en medio del Cáucaso sería nuestro punto de anclaje a esa tierra, desde donde nos irían narrando los bombardeos, las evacuaciones a Ereván, la acogida de refugiados de Shushi, el bloqueo del paso de Lachin, las cartillas de racionamiento… Pero entonces nada de esto había pasado todavía, y Nelly nos abría las puertas de su casa, mientras nos sonreía tímidamente con los ojos, con el sol dibujando un tapiz de sombras chinescas bajo la parra. Y Anna, que brillaba más que el sol, su hija, que se convertiría en nuestra confidente, guía, e introductora en los misterios de Artsakh, nos esperaba en el jardín, con un té a modo de bienvenida. Ahora Nelly y Anna son parte de nuestra familia armenia.

Entonces Anna, en un inglés fluido, nos presentó a una joven malaya, a quién el catalán ya conocía, sorprendentemente, de Ereván, y nos dio una breve introducción a la historia y a la cultura de Nagorno Karabakh, de la que estaba orgullosa de formar parte. Nos habló de los monasterios, de las fortalezas, de los valles y montañas de aquella parte de tierra armenia, que nos mostraría en los días siguientes, esa tierra que no tardaría en ser invadida por el ejército azerí, con la ayuda de sus aliados turcos e incluso de mercenarios sirios, que reducirían a una cuarta parte aquella República de Artsakh que conocimos entonces, y que se sumaría a ese mapa emocional de nuestro imaginario, tan real como el que pueden mostrar en cualquier facultad de geografía.

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