A las que luchan toda la vida

«Anna sabe que toca apretar los dientes y convencer a las compañeras; ellas saben mejor que nadie que con aplausos no se llena el estómago de sus hijos, ni se paga la luz o el alquiler».

Por Jaume Mayor

14 de marzo de 2020, el Gobierno acaba de decretar el estado de alarma. Solo se mantendrán las actividades esenciales, las imprescindibles para que el país no se pare. Anna está acabando de preparar la cena cuando le llama su encargada, ella tiene que ir a trabajar, le prepararan un salvoconducto para desplazarse al trabajo sin problemas. Después de acostar a los niños, madre e hija miran un rato la televisión antes de irse a la cama. Esa noche ninguna de las dos conseguirá dormir.

Al día siguiente, el camino hacia el hospital parece el escenario de una de esas películas en las que los extraterrestres han arrasado la Tierra y los pocos supervivientes que quedan se mueven inseguros por calles solitarias. Anna sube al autobús, apenas dos personas más, siempre a esas horas va lleno. Los viajeros se miran, mantienen la distancia entre ellos mientras un silencio viscoso levanta un muro que se traga las palabras.

El hospital es un ir y venir de gente, de médicos, de pacientes. A veces la sensación de caos lo empaña todo. Anna se cambia de ropa y acude al pabellón de maternidad, ahí se vive una normalidad anómala, la felicidad contenida de las madres y los padres, las palabras que no se pronuncian, las miradas esquivas, las caricias contenidas.

El viaje de vuelta a casa es una repetición de la ida, la soledad compartida y ese silencio pringoso que la persigue. Las tiendas, los bares y gimnasios cerrados. Los semáforos ordenando un tráfico inexistente. La noche, poco a poco, apagándolo todo.

En casa, las preguntas de los hijos que viven el encierro como una aventura, el miedo por la madre demasiado mayor, la ducha, el gel hidroalcohólico, la mascarilla, sí, la mascarilla también dentro de tu propia casa, por si acaso, el afecto sin besos ni abrazos, y unas ganas terribles de acostarse y que al despertar todo vuelva a ser como antes.

La televisión insiste en que se extremen las precauciones, las infecciones se multiplican, los hospitales empiezan a tener problemas, no hay camas para todos, las muertes en las residencias madrileñas se multiplican por días. Anna, pese a no vivir en Madrid, se alegra de no haber llevado a su madre a una residencia, ni quería ni podía pagarla. Ahora ella cuida de los niños mientras Anna trabaja. Otras compañeras no han tenido esa suerte.

Anna baja a comprar, le toca hacer cola a la puerta del supermercado, habla con un par de vecinas con las que nunca había cambiado una palabra, se animan mutuamente con frases gastadas que ninguna de ellas termina de creerse. Cuando entra al supermercado se encuentra algunas estanterías vacías, no hay harina ni papel higiénico. Personas con carros repletos de botellas de leche, yogures, agua, huevos o conservas como si fuesen a llenar la despensa de un restaurante. Alguien debería poner límite, no tiene sentido dejar las estanterías vacías, no es buena idea pensar que uno se va a salvar solo.

De vuelta a casa los aplausos llenan de vida y esperanza algunos balcones, son las ocho de la tarde, ella también aplaude sin dejar de andar. El número de muertos sigue creciendo, caos en hospitales y residencias, ya no queda espacio en las UCI. Las noticias se convierten en auténticos partes de guerra contra un enemigo invisible. Anna necesita abrazar a sus hijos, a su madre, pero no lo hace. Todavía tardará mucho en hacerlo.

Los días se repiten con el mimetismo de un sainete bien aprendido, calles vacías, persianas bajadas, escasez de algunos productos, ERTES, hospitales, ingresos, muertes, UCIs, lejía, aplausos, rabia, silencio. Anna no falla ni un solo día a su trabajo en el hospital, a veces piensa que los aplausos son para ella a pesar de que su bata no es blanca ni verde. Entre las compañeras y el personal sanitario el cansancio empieza a pasar factura. Anna solo piensa en volver a casa, ver a su madre y sus hijos y dejarse caer en el sofá que se ha convertido en el único lugar donde el mundo no le duele.

Ya han pasado cuatro olas y la mayoría de la población está vacunada, pero las noticias de otros países nos arrastran hasta los peores momentos de la pandemia. Las palabras de agradecimiento a todos los trabajadores y trabajadoras esenciales se suman a los aplausos que llenaron balcones durante unas semanas, al Resistiré y al “saldremos mejores”. Y Anna va confirmando sus temores; resistiremos, pero no saldremos mejores.

19 de noviembre de 2021, el sindicato convoca huelga en el sector de limpieza de edificios y locales por el bloqueo en la negociación del convenio colectivo. Anna sabe que toca apretar los dientes y convencer a las compañeras. Ellas saben mejor que nadie que con aplausos no se llena el estómago de sus hijos, ni se paga la luz o el alquiler. Anna sabe que la subida salarial que reclaman no pone en riesgo a la empresa, pero sobre todo sabe que eliminar el complemento por IT, el que cobran cuando caen enfermas, es condenar a muchas compañeras a renunciar a su derecho a la salud. Que con contratos a tiempo parcial y salarios de menos de 900 euros al mes, nadie se puede permitir el lujo de ponerse enfermo y dejar de trabajar. Anna lo sabe, sus compañeras también. Ahora, después de haber estado en primera línea durante toda la pandemia, les toca librar otra guerra, aquí la amenaza no termina en una UCI sino en la cola del paro, aquí el bicho adopta forma de piquete patronal… y ya están apretando.

 

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