2023 con un Judicial que delinque y silencia al Legislativo

Los jueces del Tribunal Supremo se permitían cometer delitos fácticos desde su propia impunidad para no perseguir los cometidos por otras personas, en este caso políticos que tampoco condenaban la dictadura

Por Domingo Sanz

Si esto le gusta, pero lo de “Judicial que delinque” le duele, aunque me acuse de chivato le contaré lo que acabo de leer a Martín Pallín, ex juez del Tribunal Supremo porque toda regla tiene su excepción: “Ocho vocales del PP en el CGPJ cometieron formalmente un delito de sedición el pasado 13 de septiembre, pero no se les puede perseguir”. Sin comentarios, salvo dos.

El primero, para constatar que, en el Reino de España, además del impune para cometer cualquier delito (no hace falta repetir los nombres de los jefes de Estado que desde 1939 han disfrutado de tan criminal privilegio, y del que hoy Felipe VI sigue disfrutando), están los impunes para cometer los delitos que les convienen. Después volveré sobre conveniencias.

Y el segundo para compartir la amarga satisfacción de que, si vinieran a por quienes divulgamos esto porque pueden hacer daño, y porque les importa un bledo lo que terminaría sentenciando la Justicia europea, pues lo que les interesa es tener agarrotada la democracia aquí y cada día, habrían ido antes a por el ex del Supremo que dice lo que piensa, y no me parece mala compañía a la hora de compartir castigos por usar un derecho tan normal como el de opinar.

Pensando en los legisladores silenciados, se me ocurre que de dos de los tres poderes, el Legislativo y el Judicial, cuyas independencias respectivas son condición en las democracias decentes, el primero de ambos es el que con más claridad se diferencia del que también existe en las dictaduras.

No es necesario extenderse sobre las razones que justifican la afirmación anterior, pues es tal la distancia que media entre un marco mínimo de libertades para elegir legisladores y cualquiera de los sucedáneos que se inventan las dictaduras, como aquella “democracia orgánica” franquista, que los resultados que salen de ambos sistemas de gobierno se terminan pareciendo menos que un huevo a una castaña.

Personalizando las diferencias resultantes, podemos coincidir en que, actualmente, nadie tiene el menor interés en recordar los nombres de los okupantes de los escaños de aquellas “Cortes Españolas” que durante más de treinta años también se citaban en la Carrera de San Jerónimo, habiendo incluso consenso sobre lo poco relevante que resulta el hecho de que algunos de aquellos procuradores de los primeros 70 del siglo pasado se reciclaran a Diputados o Senadores de las “Cortes Generales” a partir del 15 de junio de 1977, pues no fueron mayoría y sus legitimidades de origen bien distintas.

En cambio, sólo son menores las diferencias que existen en los procedimientos de selección, tanto en democracias como en dictaduras, para quienes aspiran a ocupar puestos en el poder judicial, salvo que, por ejemplo, decidamos conceder relevancia a teatros como el de “jurar o prometer” unos Principios Generales del Movimiento ayer o una Constitución hoy. A fin de cuentas, haberse prestado a tal cosa no sirvió para expulsar de la carrera judicial ni siquiera a los más implicados en aquel régimen criminal, como tampoco se revisaron sus trayectorias profesionales antes de autorizarlos a seguir juzgando en democracia, por lo que siguieron dictando sentencias como si nada hubiera pasado. Y no una mayoría sino todos los que quisieron, o sea, todos salvo error u omisión por mi parte.

Tampoco se inhabilitó a Juan Carlos I por su pasado, y ya es la segunda coincidencia, fatal para la democracia, entre trayectorias y privilegios de los magistrados y del rey.

Pero, por si acabara de inventar un cuento a cuenta de los jueces antes y después de quien también disfrutó de su crueldad sobre sus millones de víctimas al conseguir morirse en la cama, acudiré al caso que tengo más a mano, pero que resulta válido por aleatorio y que también podría ser, porqué no, el de usted que está leyendo.

Busco entonces por los cajones y repaso lo que significó la Transición para los tres magistrados del TOP franquista que en marzo de 1971 premiaron a quien esto firma con una sentencia. El presidente de aquella sala llegó hasta el Supremo, otro terminó presidiendo una sala del TSJ de Madrid y el tercero se tuvo que jubilar al poco tiempo, menos mal.

De esta guisa, por lo que respecta al Poder Judicial, fueron transcurriendo los años en el Reino de España, aquellas décadas de feliz y corrupto bipartidismo, hasta el punto de que los jueces del Tribunal Supremo se permitían cometer delitos fácticos desde su propia impunidad para no perseguir los cometidos por otras personas, en este caso políticos que tampoco condenaban la dictadura. Me refiero a las “conveniencias” que he citado en el segundo párrafo, con expedientes como el del Caso Naseiro, llegando a ordenar la destrucción de pruebas de corrupción del PP por el hecho de que aparecieron durante la investigación de un caso de narcotráfico. En resumen, lo que en justicia podría haber sido un agravante, en la versión española se convirtió en salvación de los delincuentes.

Son cosas del ayer, o no, pues el hoy que estamos viviendo también se convertirá en pasado y quizás si un día se revisa la trayectoria de jueces como García Castellón, quién desde la Audiencia Nacional archiva con una mano asuntos de la mayor gravedad contra gobiernos del PP y con la otra mantiene vivas, a pesar de los fracasos, investigaciones contra líderes de Podemos, lo seguro es que, como casi siempre, ya no servirá para nada.

Pero 2023 es un año con urnas y queremos arriesgarnos especulando sobre las consecuencias electorales que podrían derivarse de la agresión ejecutada desde el Tribunal Constitucional contra los representantes nacidos de la voluntad popular, los senadores en el caso que nos ocupa, aunque antes, y no hace tanto, lo fueron los diputados del Parlament de Catalunya. Las circunstancias, distintas, pero la agresión contra los parlamentarios, parecida.

Llegados a este punto tengo claras dos cosas.

La primera, que el cambio de mayoría que finalmente se ha operado en el TC no asegura el respeto que el Poder Judicial le debe al Legislativo en cualquier democracia, pues los cinco magistrados progresistas podrían haber negado el quórum, con lo que los seis del PP no habrían podido bloquear el debate en el Senado. Pero no lo hicieron el lunes, y repitieron su complicidad el miércoles.

La segunda, que Sánchez no retrotraerá la reforma del TC aprobada por Rajoy, incluso aunque disponga de mayoría para hacerlo. Por mucho que presuma de desjudicializar, esa nueva capacidad preventiva y ejecutiva del TC constituye una amenaza eficaz contra cualquiera que piense que la libertad y la democracia pueden ser algo más de lo que, en última instancia, decidan once jueces de los que, en cambio, sí pueden cometer ciertos delitos sin correr riesgos. No lo corregirá Sánchez, incluso a sabiendas de que Congreso y Senado seguirán corriendo el peligro de ser avasallados, aunque lo único que pretendan sea una reforma que pueda tocar los privilegios de unos togados.

En el Reino de España la mayoría de los políticos son demócratas, pero solo mientras el poder que se vienen repartiendo no corra peligro.

2023 es un año electoral y será difícil saber hasta qué punto podrá minar la confianza de la sociedad en la democracia el autoritarismo de corte totalitario ejercido por los once del Constitucional.

Si crece la abstención, pues quizás en el imaginario popular prolifere lo de que “para que voy a votar, si después un tribunal puede impedir que legislen los parlamentarios elegidos”, no será fácil interpretar sus causas.

Quizás si aumentara sustancialmente la abstención en la urna del Senado respecto de la que se produzca en el Congreso, ya que la agresión judicial se ha ejecutado contra los senadores, podrían certificarse con mayor credibilidad los perjuicios ocasionados por los once del TC, y también por unos parlamentarios, sus víctimas principales, que no supieron o no quisieron, una vez más, responder con valentía a una crisis de Estado.

Desde aquellas dos elecciones, las de 1977 y 1982, que pusieron urnas a la Transición y en las que el electorado dijo con toda claridad a la clase política que no quería Senado (aunque ni caso), con abstenciones en esa urna que multiplicaron por más de cuatro y de tres veces, respectivamente, los porcentajes de abstención certificados en la del Congreso, las diferencias en participación electoral siempre han existido y, salvo en el año 2000, creo recordar, siempre han acudido menos votantes a la urna del Senado que a la del Congreso, lo cual tiene mérito, pues significa la actitud militante de un cierto número de votantes a favor de la democracia más proporcional que representa la elección de diputados frente a la de los senadores, mayoritaria sin más. Aunque sin lanzar las campanas al vuelo, que bien sabemos la mucha tergiversación de la voluntad popular que significa la aplicación de la LOREG a la hora de votar en cualquier urna bajo esa ley.

En las dos elecciones generales celebradas en 2019 la diferencia de las abstenciones en ambas urnas se movió entre un 0,5 y un 0,3%, siempre mayor en las del Senado.

En mi opinión, si en las que se celebrarán este año esa diferencia superara el 1,5%, en torno a la que se registró el 20D de 2015 y que habría sido mucho mayor si los emergentes Podemos y Ciudadanos se hubieran apuntado al éxito de pedir la abstención en lugar de presentar candidatos al Senado, deberíamos  empezar a investigar en serio la calidad de la democracia en el Reino de España.

Más que nada, para estar mentalmente preparados ante el próximo ranking que publique “The Economist”. Podría acercarnos a un concepto de “monarquía autoritaria disfrazada con urnas”, más cercano a la vieja dictadura que a una “democracia consolidada” que quizás el Reino de España solo lo ha sido por error de los examinadores.

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