Videojuegos | Evasión o victoria

Por Manuel Evangelista

El 30 de marzo, el pasado viernes, televisión española publicó un reportaje en su telediario llamado ‘Hikikomoris: jóvenes enganchados a los videojuegos’. En él se pone de manifiesto el auge que está experimentando en nuestro país las adicciones a videojuegos en personas jóvenes. El fragmento, de 1:21 minutos de duración, cuenta con los testimonios de una persona que sufre esa adicción, dos familiares de otros dos afectados y la responsable del programa CIBER de Proyecto Hombre. Nuevamente se vuelve a aludir a la violencia como principal comportamiento de los implicados, además del aislamiento, la desidia, etc.

Unas horas después, Martí Sua, la persona adicta a los videojuegos que salía en el vídeo, escribía un hilo desde su perfil de Twitter con el que explicaba cómo su mensaje había sido manipulado para adaptarse a un tono más sensacionalista. Sua comenta que entró en Proyecto Hombre pensando que realmente tenía una adicción a los videojuegos, pero que, una vez dentro, descubrieron que sus problemas eran originados por una mala gestión emocional, según comenta, a causa de una deficiente relación con sus padres. Él mismo comenta en el hilo que en todos los casos suelen aparecer uno de estos dos patrones: La ausencia de los padres durante grandes periodos de tiempo, por motivos laborales u otros, o la sobreprotección que estos ejercen sobre sus hijos.

En un artículo de 2017 del Huffington Post, edición española, que también trata sobre la adicción a los videojuegos, Ignacio Blasco, psicoterapeuta experto en adicciones y cofundador de la asociación de Ludopatía y nuevas adicciones ALYA, comenta que hay que saber diferenciar entre adicción y uso abusivo. Blanco indica que se trata de adicción cuando la persona se pone irritable, nerviosa o con ansiedad cuando no juega o tiene que dejar de jugar. José Antonio Molina, doctor en psicología y autor del libro ‘SOS… Tengo una adicción’, afirma que la adicción se hace presente cuando el implicado tiene la necesidad de jugar cada vez más y nunca tiene suficiente. Jugar un fin de semana entero, no sería adicción, según Molina, pero querer jugar todo el tiempo y que a causa de ello surjan problemas a nivel familiar, social, laboral e incluso problemas de salud por la falta de sueño, sí sería sintomático.

Una vez establecida la diferencia entre adicción y uso abusivo, podemos decir que ambas tienen una misma raíz: la evasión de la realidad. Hacer una actividad que satisface, en cierto grado, las carencias (afectivas, de reconocimiento, etc.) que no se cubren en la realidad, por las circunstancias que sean. Sin llegar a los extremos de la adicción, he usado los videojuegos (y muchas otras cosas, como la comida) durante gran parte de mi vida para evadirme de la realidad. Quiero comentar mi caso porque no lo veo como un estigma, sino como una fase más de la vida que se debe afrontar y superar. Y la mejor forma de superar los problemas es pidiendo ayuda y ofreciéndola a alguien que se encuentre en una situación similar a la tuya.

Como comenta Sua, mi caso tiene presente el ausentismo de mis padres por motivos laborales. Ambos trabajan en el ámbito sanitario y durante mucho tiempo fueron interinos, con lo que tuvieron que hacer turnos rotatorios, peonadas, pasar años destinados en hospitales de Lorca, Murcia, Ciudad Real, etc. Mi hermana y yo pasamos gran parte de la infancia en casa de nuestra abuela, lo que añade a la ecuación la parte de la sobreprotección que, en este caso, ejercía ella sobre nosotros. Yo no tuve consolas durante mi niñez y tampoco tenía un parque al lado al que bajar a jugar. Así que mi hermana mayor era mi única compañera de juegos en el periodo comprendido entre el final del día de colegio y el inicio del siguiente.

Como niña criada durante la posguerra, mi abuela tenía la obsesión de que no pasásemos hambre. Lo que supone cebarnos de comida a mi hermana y a mí. Y si a un niño pequeño le ofreces un donut después del bocadillo de la merienda, y no están sus padres para prohibírselo, lo natural es que lo acepte. Durante toda mi infancia fui uno de los más gorditos de mi clase, si no el que más.  Con las consiguientes bromas fáciles, al igual que pasa con el que tiene gafas o lleva aparato. Para mi fortuna, no necesitaba ninguna de las dos cosas.

Evidentemente, yo no quería estar gordo, pero tampoco sabía lo que era tener una dieta equilibrada y saludable. Y menos mi abuela, que en su afán desinteresado porque no nos quedásemos famélicos, nos atiborraba a fritos y a dulces.

Si sumamos el miedo que tenía a que se rieran de mí por tener sobrepeso con las nulas experiencias sociales que había experimentado, que se resumían a mi entorno escolar, da como resultado un niño vergonzoso, callado y a la defensiva. Lo que no favorece mucho para una buena interacción social.

Al no tener consolas durante mi niñez, mis vías de escape eran jugar con mis muñecos  y dibujar. Imaginar que era futbolista y marcaba un gol en un partido importante o que perdía todo el peso que me sobraba y de repente le gustaba a todo el mundo y querían ser mis amigos.

Muchas mañanas fingía estar malo para no ir al colegio. Ir suponía otra oportunidad más para que se rieran de mí y una menos para hacer lo que me gustaba: dibujar y jugar con mis juguetes. Para mi desgracia en aquel momento, (para mi fortuna, el resto de mi vida) las estratagemas de toser con mucha insistencia o frotarme con la manta la frente para calentarla, haciendo parecer que tenía fiebre, no resultaban muy eficaces contra mi abuela.

Como con toda situación, la cosa se fue normalizando con el tiempo. También es cierto que yo nunca he sufrido agresiones físicas o aislamiento. Simplemente era la diana fácil de mi grupo de amigos en el colegio. Para cuando llegué a sexto de primaria, ya tenía asumido por aplastamiento el apodo de ‘cerdito’. Aprendí a ignorarlo, pero en el fondo me seguía doliendo. Y nunca se me dio muy bien lo de devolver el golpe, por aquello de la timidez y tal.

La cosa se complica, como en todos los casos, al llegar a la adolescencia y al instituto. Nuevo ambiente y nueva oportunidad para que nueva gente me llamase ‘gordo’ o ‘cerdo’. Pero resulta que ya no era el blanco fácil, era simplemente invisible. Iba, hablaba con mis amigos y me volvía para mi casa con deberes. Y así todo los días.

Por aquel entonces, mis padres ya tenían plaza fija en un hospital de Cartagena. Ahora sólo pasaba que su turno empezaba a las ocho de la mañana y terminaba a las tres de la tarde. Con lo que mi hermana y yo siempre estábamos una hora mínimo solos esperándolos. Mi hermana parecía el caso contrario a mí: delgada, extrovertida, siempre rodeada de amigas, siempre contándome anécdotas de lo que había hecho durante esa mañana en el instituto, siempre sonriente, etc. Así que era habitual que tras el trayecto de vuelta a casa, en el que yo me acoplaba a mi hermana y su grupo, ella se quedase hablando en el portón y yo me subiese solo a casa. Sin ganas de hacer los deberes después de seis horas de clase ni de usar las redes sociales (¿con quién iba a hablar?), mi único pasatiempo era jugar a videojuegos hasta que viniesen mis padres y me obligasen a parar para comer.

Muchas tardes hacía los deberes deprisa y corriendo para poder pasarme toda la tarde jugando hasta la cena, momento en el que mi padre me decía que era hora de cortar. Ni merendaba, porque tenía todavía la obsesión con mi peso y, según pensaba, era una forma de adelgazar. Y ya no volvía a jugar hasta esa hora que estaba solo en mi casa esperando a que mis padres llegasen del trabajo.

Los videojuegos aunaban el poder realizar esas fantasías que dibujaba de pequeño con un sentimiento de inclusión, de estar hechos para mí. Ya no era invisible, sino el motor que hacía funcionar todo lo pasaba dentro de ellos. Incluso eliminaban de la ecuación mi miedo a decepcionar a la gente que me rodeaba, porque si fracasaba, borraba la partida y volvía a empezar. Y nadie quedaba decepcionado, porque el único implicado era yo.

Este hecho hizo que me quisiese dedicar laboralmente a diseñar videojuegos. Incluso llamé a varias universidades, una en Madrid y otra en Valencia, para informarme sobre los grados en diseño de videojuegos. Al final, el valor de la matrícula y la estancia suponía un gasto excesivo que no quería que mis padres acometiesen porque tenía miedo de tirar la toalla a los dos días por no ser lo suficientemente bueno o por no poder hacer amigos. El miedo al rechazo y a decepcionar a las pocas personas que confiaban en mí, me hizo decantarme por estudiar periodismo. Algo que pensaba que me gustaba, y tras cuatro años de carrera he descubierto que no, y con lo que podía entrar, por una ruta transversal,  en el mundo de los videojuegos. Aparte de porque lo podía estudiar en Murcia.

El verano anterior a entrar a la universidad me decidí a no cometer los mismos errores que durante el instituto: Empecé a ir regularmente al gimnasio para perder peso de una vez por todas; me creé un perfil en Twitter, la red social de moda por aquel entonces, para intentar ser más comunicativo y obligarme a tuitear algo todas las semanas, no como en Tuenti, en la que podían pasar seis o siete meses entre publicación y publicación.

Al verme mejor, tanto física como socialmente, empecé a pensar que los videojuegos eran los culpables de mi situación. Los responsabilicé de todos mis males. Ya sólo jugaba a juegos que tuviesen un componente social, como FIFA, porque lo veía como otra forma de socializar, no de aislarme como durante mi adolescencia. Llegué a interiorizar tanto esto, que prefería estar el mayor tiempo posible fuera de mi casa para evitar encerrarme en mi habitación y volver a ser invisible.

Pero tras cada (aparente) subida en la vida, viene una bajada. En mi caso, enamorarme de una chica a la que no le gustaba. Durante un año aproximadamente, lo pasé muy mal. No tenía ganas de ir a la universidad, ni al gimnasio, ni de salir a la calle y menos de tuitear. Sólo quería estar en la cama y dormir, esperando que al despertar mis problemas se hubiesen solucionado por arte de magia ¿A quién iba a culpar ahora?, ¿Al gimnasio o a Twitter?

Nuevamente, el tiempo pone cada cosa en su lugar. Durante el duelo, volví a los videojuegos y posteriormente he ido jugando a Firewatch, Gone Home, Three Fourths Home, Cibele, etc. Estos juegos hablan de que evitar los problemas nunca es la solución, que el miedo a fracasar y decepcionar a alguien es natural. El sentirte perdido por no saber cuál es tu lugar en el mundo. Que asumir responsabilidades siempre es complicado, ya que no se puede contentar a todo el mundo, pero no necesariamente negativo. Esto me han hecho madurar, entender que hay momentos para socializar y otros para evadirse. Que uno no se puede guardar sus sentimientos, porque no se puede barrer el polvo hacia debajo de la alfombra porque en el momento menos indicado va a salir por algún lado. Que crearse una coraza de fortaleza, de frialdad, es contraproducente porque las barreras que tú mismo pones son las que te acaban separando de los demás.

Que nuestra generación use los videojuegos como método de evasión no dista mucho de cuando las generaciones anteriores (padres y abuelos) usaban la música, el cine o la literatura con la misma finalidad. Crecemos con la exigencia de cumplir unos cánones de éxito difícilmente alcanzables para todos: Trabajo estable y casa propia, en el caso de nuestros abuelos; trabajo, casa con jardín, perro, cochazo y residencia de verano, en el caso de nuestro padres; y dos carreras y máster para ser los mejores en un mercado laboral lleno de tiburones, en nuestro caso.

Ante estas exigencias es normal derrumbarse. Por mucho que te esfuerces puede que nunca seas el mejor en lo tuyo, ni rico ni famoso. Puede que lo seas durante un tiempo, pero que después te estanques y no te sepas reinventar. Esto nos polariza. Nos divide en triunfadores y fracasados, cuando es una catalogación irreal, ya que la vida de una persona está compuesta, por igual medida, de aciertos y errores.

A excepción de las drogas, a las que se acude por que alteran la percepción de esta realidad tan gris, creo que acudimos al arte principalmente como forma de evasión porque es una manera de empatizar con la gente y, por ende, con su creador. De ahí que tal canción parezca que hable de tu ruptura, porque posiblemente su autor también haya pasado por lo mismo. Y como el arte es universal, tiene símbolos propios que nos permiten comunicarnos fuera de las barreras geográficas y lingüísticas que nos separan, hace que los sentimientos sean universales. Esto lo convierte en la forma más elevada de empatía que existe.

Por eso creo que se debería centrar el foco en el estigma que supone hablar de psicólogos, psiquiatras, enfermedades mentales, depresiones, etc. Echándole la culpa a la ‘música satánica’, la ‘caja tonta’ o los ‘videojuegos violentos’ no se va a solucionar nada. Sólo van a ir surgiendo  productos que los sustituyan y que, a su vez, sean nuevamente acusados de que producen adicción. Cayendo permanentemente en el blanco y el negro. En fracasar o triunfar. En la evasión o la victoria.

Enlaces:

https://www.huffingtonpost.es/2017/01/29/adiccion-videojuegos-_n_13878304.html

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