El concepto de «turismofobia» se acuñó para designar los actos y las protestas contra el turismo, sobre todo, a partir de las actuaciones de Arran en julio de 2017. Ya sabemos que el capitalismo, aunque creamos que el lenguaje no genera realidad, tiende a cambiar los nombres para dar a entender todo lo contrario de lo que, en un principio, era. Así, las reclamaciones reales, y a ojos de la autora, necesarias, que intentaban explicitar mediante estos actos, quedan reducidas a una fobia, es decir, a un odio irracional y no fundamentado. El problema, pues, ya no es la gentrificación, la precariedad laboral que genera o la masificación de las ciudades. Ahora, el problema es la gente que teme al turista. Ahora bien, más allá del debate lingüístico al respecto, detengámonos en las consecuencias de este turismo y sus implicaciones filosóficas, éticas y antropológicas.
Las consecuencias económicas son obvias. La gentrificación, en primer lugar, expulsa a los ciudadanos de las ciudades debido al encarecimiento de los alquileres. El ocio, cultural o no, también aumenta de precio, así encontramos establecimientos que cobran cuatros euros por una cerveza o doce euros para entrar a un museo de arte muy conocido. Los trabajos generados, en la mayoría de las ocasiones, son temporales y con sueldos que no alcanzan los mil euros por jornadas laborales que exceden las ocho horas de jornada. Asimismo, las ciudades se deterioran y, si, además de turismo, este es de borrachera, el ruido, los escándalos y los desperfectos, harán que la calidad de vida empeore. Pero, esto no acaba aquí porque el turismo también tiene implicaciones éticas, que, a veces, olvidamos.
El turismo implica la mercantilización de la cultura, el folklore, la historia e incluso los propios locales. El cuadro, o el conjunto de ellos, el castillo, el palacio o la plaza donde se depuso la dictadura hace doscientos años se convierten en objetos, se tasan, se fetichizan y se reducen al valor de su entrada, si puede cerrarse y poner taquillas. Si no, basta con conservar las fachadas y convertir los antiguos edificios en tiendas varias o bares a precio turista. Por ello, la ciudad, más bien las ciudades (histórica, industrial, residencial, de ocio) se convierten en un gran no-lugar (Marc Augé). Esto es un espacio que no significa, que hace imposible definir a los individuos que transitan en relación con él. Solo es relevante cuando un individuo pasa, circula, puesto que sus características no pueden ser adscritas a ninguna cultura, historia o vivencia vital determinada. Un ejemplo claro es el centro comercial, pues si miramos una fotografía de este espacio no podremos determinar si este se encuentra en Arabia Saudí, Madrid o Indianápolis. Las ciudades se han convertido en grandes centros comerciales para turistas y los restos históricos o los centros culturales en un mero bien de consumo más. Da igual lo que se mire porque en realidad no se está mirando, no se está intentando entender el porqué de esa cultura, el porqué de esa obra artística, el porqué de esa ciudad. Las ciudades desaparecen y solo queda una imagen inventada, irreal, desposeída de su realidad, necesidad e historia.
De igual modo, el local, sobre todo, si hablamos de países que ya son el otro, lo no diferenciado, se convierte en simple objeto que puede ser fotografiado. Niños y personas felices, “a pesar de la pobreza”. Esto implica ser estereotipadas, desposeídas de su individualidad, de sus problemas reales, de su verdadera carga cultural y de su subjetividad. Son solo objetos de consumo, un producto más del turismo capitalista y occidental, si bien es cierto que este orientalismo no es nuevo. E. Said ya lo definía y explicaba en Orientalismo y señalaba la importancia histórica de este relato occidental (e irreal) en las relaciones económicas y de poder.
El turismo, pues, no es solo una práctica que reporta grandes beneficios económicos al país. En primer lugar, porque estos beneficios económicos no suelen ir hacia la clase trabajadora, sino que se quedan en mano de los empresarios y demás altas esferas. Asimismo, se trata de puestos laborales muy precarios y temporales. En segundo lugar, porque tiene implicaciones éticas y filosóficas, que no se han de olvidar: cosificación, destrucción histórica y cultural de la ciudad, orientalización y mercadeo de personas.
El turismo, más bien, los viajes no han de ser desechados y tampoco se debe negar la posibilidad de visitar otros países, ciudades o territorios, pero es necesario redefinir estas experiencias desde la responsabilidad, la ética, el respeto, el cuidado y las realidades concretas de los lugares a visitar.
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