La crisis, que hoy reclama de manera perentoria del liderazgo de nuestro gobierno, supone una amenaza, no tan sólo para la economía y la cohesión social, sino también para la salud democrática en nuestro país.
Por Ricard Bellera, periodista
La desigualdad es una decisión política. La pobreza también. Por eso son las situaciones de crisis, cuando se hacen evidentes las carencias y servidumbres del mercado, las que ponen a prueba los auténticos liderazgos políticos. En este momento singular, en el que experimentamos cómo el crecimiento económico y la mejora del mercado laboral son compatibles con una crisis de precios que merma las rentas más bajas y devora el ahorro acumulado de la clase media, la acción política deviene una necesidad imperiosa. Los pueblos que conocen la inflación, por recurrente y torva, a menudo la definen como el ‘impuesto a los pobres’, porque son las rentas más bajas las que mayor esfuerzo dedican a satisfacer sus necesidades inmediatas, y, por tanto, son también las que más pierden cuando los precios se desbocan. Como se vio en Alemania en los años veinte, la inflación genera, además, un turbio caldo de cultivo para la extrema derecha, por la instrumentalización que esta hace de la precariedad y del agravio que la inflación siembra. Por esta razón la crisis, que hoy reclama de manera perentoria del liderazgo de nuestro gobierno, supone una amenaza, no tan sólo para la economía y la cohesión social, sino también para la salud democrática en nuestro país.
Frente a este reto excepcional parece evidente que no podemos contar con la patronal, centrada antes en aprovechar el agua revuelta, que en ejercer la responsabilidad que le corresponde. La desafortunada cita, que, hace poco, Antonio Garamendi atribuía erróneamente a Bertold Brecht, supone un auténtico varapalo al sentido común y no tan sólo por el contenido, sino también por el contexto. De haber leído el poema original de Niemöller, el presidente de la patronal habría visto que la inacción denunciada por el autor, se refería, en primer lugar, al momento en el que los nazis se llevaron a los comunistas, después a los socialdemócratas, los sindicalistas y, finalmente, a los judíos. Con todo el respeto, no podemos saber cuál sería la reacción, esperemos que como mínimo consternada, del presidente de la CEOE, si se nos llevaran a comunistas, socialistas y sindicalistas por este orden. Lo que si parece evidente es que comparar en el momento actual la imposición a los pobres, que comporta el incremento del precio de bienes básicos e imprescindibles, con la imposición sobre los beneficios extraordinarios de quienes están aprovechando la inflación para aumentar sus márgenes, no deja de ser un auténtico despropósito.
Habrá imaginado tal vez Garamendi en su elucubración poética, que lo de la imposición excepcional sobre ciertos sectores, empezando por el eléctrico, es equiparable a los colectivos políticos y étnicos estigmatizados, perseguidos y exterminados por los nazis. Se habrá traducido así la cita del pastor protestante en una de cosecha propia que vendría a decir:
Cuando el gobierno vino a fiscalizar a las eléctricas, guardé silencio, ya que no era eléctrica. Cuando fiscalizaron a la banca guardé silencio (…) y cuando vinieron a incrementarme los impuestos a mi, no había nadie más que pudiera protestar.
Queremos pensar que la socorrida inventiva del presidente de CEOE responde antes a la necesidad de asegurarse los equilibrios internos en su organización, que a una confusión entre el derecho a la vida y el derecho al beneficio. Que lo suyo responde antes a un ejercicio de conciencia de clase empresarial, que a un supremacismo económico. Pero aún así habría errado el enfoque. Porque la inflación lastra las cuentas de muchas pequeñas y medianas empresas, atenazando su estabilidad y solvencia, pero especialmente porque, si no se acompaña de incrementos salariales, ahoga la demanda agregada y dibuja en el horizonte una combinación de estancamiento e inflación, que amenaza al conjunto de la economía.
Cuando incluso el BCE apunta la importancia de que aumenten los salarios para mantener la demanda y evitar impagos e insolvencia, el sumar a la cerrazón en la negociación colectiva, una postura intransigente en la fiscalidad, comporta riesgos inasumibles. Si en algo tiene razón Garamendi, es que es injusto ir de sector en sector, aunque el carácter oligopólico de unos con respecto a otros, lo pudiera justificar. La emergencia social, la deuda pública y el gobierno de una crisis que comporta demasiados riesgos, exige de algo más que de una sucesión de medidas que vienen a parecer parches sobre un neumático gastado. Es necesario un plan de choque que integre las respuestas socioeconómicas, las proyecte en el corto plazo y traslade confianza a las personas. La forma idónea es la de un pacto de rentas que intervenga en el ámbito energético, salarial, fiscal y de la vivienda. Lo hemos reclamado con insistencia y no hemos encontrado sino la negativa tajante de la patronal. Ha llegado el momento de valorar quien está por arrimar el hombro, con tal de evitar que, a falta de determinación y liderazgo político, este solsticio se acabe por convertir en una insolación en toda regla.
Se el primero en comentar