Por María Torres
“Los hombres no mueren mientras su recuerdo viva en el corazón de quienes lo quisieron, mientras que perduren las cosas que hicieron”. (Anónimo)
El 1 de noviembre de 1993 en la Clínica de la Concepción de la Fundación Jiménez Díaz, donde llevaba más de cinco meses ingresado, fallecía Severo Ochoa, bioquímico español, Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1959, aunque su vida terminó el día que murió su esposa. El 14 de noviembre de 1989 manifestaba que: “Si alguien me pegase un tiro, le daría las gracias”.
Era asturiano de Luarca y nació en 1905, el mismo año en que Einstein dio a conocer al mundo su Teoría de la Relatividad y quería ser recordado «como una buena persona» y eso es lo que fue.
Su amor por la ciencia se tradujo en el enorme legado que dejó. Desempeñó un papel decisivo en el desarrollo de la Bioquímica y Biología Molecular en España, esa España que había abandonado en 1936, al poco de iniciarse la Guerra, porque no podía soportar ver como se desmoronaba el trabajo de construcción de la ciencia realizado durante la segunda República. No podía soportar el latigazo en el corazón que recibía cada día cuando se dirigía a su laboratorio, sorteando los cadáveres de personas asesinadas en las calles cercanas al Instituto Jiménez Díaz instalado en la Facultad de Medicina de la Ciudad Universitaria, donde se encontraba trabajando como responsable de Fisiología.
Dijeron que su exilio fue voluntario, algo que cuesta creer si pensamos el ambiente en el que se formó y desarrolló su trabajo, si pensamos por su paso en la residencia de Estudiantes en la que ingresó en 1927, si pensamos en su trabajo como profesor ayudante de Juan Negrín, gracias al cual obtuvo un salvoconducto y pasaporte para trasladarse a Francia en 1936. Después marcharía, siempre con Carmen, su inseparable camarada, a Alemania, Inglaterra y Estados Unidos, donde terminó fijando su residencia durante cerca de 50 años.
En una entrevista realizada a “La Prensa” de Buenos Aires en agosto de 1968, Severo Ochoa manifestó que se marchó de España por falta de oportunidades para su trabajo además de huir de la violencia. Nunca pudo olvidar la Guerra ni los sufrimientos de los españoles, y particularmente los de su familia. Su tío Álvaro de Albornoz fue ministro durante la República, embajador en Francia y tras la Guerra, Presidente del Gobierno republicano en el exilio.
Dijo que “por temperamento soy republicano” Y lo era. El 14 de abril de 1931, en un Madrid embargado por la alegría, paseó la bandera republicana por sus calles.
Cuando recibió el Premio Nobel en 1959, fue objeto del más frio reconocimiento oficial por parte del país que dejó en 1936. El franquismo no estaba para festejar a un demócrata, republicano y ateo. Las portadas de la prensa española de aquel 16 de octubre de 1959 estaban llenas de fotos del caudillo inaugurando algún pantano y de los goles de Di Stéfano y Gento. ¡Que importaba un científico que se había nacionalizado tres años antes americano!
En el 25 Aniversario del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Severo Ochoa fue invitado en representación de la Academia Nacional de Ciencias. Cuentan que durante su discurso le volvió la espalda al dictador Franco, que presidía la solemne sesión. Al terminar el acto, se le acercó un ministro para decirle que Franco le estaba esperando. Severo Ochoa miró el reloj y dijo: «Creo que ya se está haciendo hora de irnos» Y se marchó.
No quiso encontrarse con el dictador, como no quiso otra cosa que no fuera el reconocimiento como científico. En dos ocasiones, rechazó el título nobiliario que le ofreció el monarca Juan Carlos.
También cuentan que cuando José Luis Villar Palasí, exministro de Franco e impulsor del regreso del nobel, trató de que España concediera el cargo de catedrático a Severo Ochoa, se encontró con la negativa de Carrero Blanco que argumentó: «No procede el nombramiento porque Ochoa es masón». Parece ser que masón no era, pero lo que tenía muy claro era que “en este país, la Iglesia consiguió que estuviésemos mirando hacia lo alto en lugar de hacia abajo».
Tantos años después de su muerte, la figura de Severo Ochoa sigue resplandeciendo en el universo de la ciencia, esa ciencia vestida de recortes que hoy no le hubiera permitido en España investigar ni la síntesis de una proteína.
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