¿Se pueden evitar las crisis?

Por Mario del Rosal 

En el marco del capitalismo, la versión oficial sobre las crisis es siempre una y la misma. Se basa en tres elementos básicos que, sin duda, te sonarán:

1) Las crisis ocurren por circunstancias exógenas o accidentales, ya sea un conflicto armado, una gestión imprudente de los bancos, una actuación irresponsable de los consumidores, un exceso de avaricia por parte de los capitalistas, una política económica errónea del Estado, una distorsión sobrevenida en los mercados, etc, etc. Por supuesto, sin nada que ver con ninguna característica intrínseca del sistema capitalista.

2) Las crisis son temporales y, obviamente, se pueden solucionar, siempre y cuando los gestores del capital y del Estado sean suficientemente hábiles y firmes en la toma de decisiones, por duras que puedan ser para según quién. Por supuesto, en ningún caso se plantea la posibilidad de que la situación, por difícil que sea, vaya a acabar con el sistema.

3) Las crisis perjudican a todo el mundo y, por lo tanto, todos estamos en el mismo barco y debemos remar en la misma dirección para salir de ellas. Por supuesto, a nadie se le ocurre que alguien se pueda beneficiar en modo alguno o que los perjudicados seamos siempre los mismos.

Esta manera de describir y justificar las crisis, con distintas variantes, se ha repetido en todas las ocasiones en las que la dinámica de acumulación ha sufrido periodos de estancamiento o caída. Sin embargo, es una explicación interesada, parcial y profundamente errada.

Las crisis no son contingentes, accidentales ni casuales, sino necesarias. Y lo son en los dos sentidos de la palabra: necesarias en tanto que inevitables; y necesarias en tanto que imprescindibles.

Las crisis son inevitables porque, como la historia se empeña en demostrar continuamente y tú mismo constatas año tras año, el sistema capitalista es incapaz de mantener ni siquiera una mínima estabilidad a lo largo del tiempo. Las crisis ocurren una y otra vez, sin una regularidad definida, sin que puedan ser previstas o evitadas. Y no sólo eso, sino que, al menos desde los años setenta, parecen volverse cada vez más frecuentes, más explosivas y más graves.

Esta inevitabilidad es explicada por dos tipos de teorías: aquellas que sitúan el problema en la esfera de la circulación, y aquellas que lo hacen en la esfera de la producción. Las primeras entienden que las crisis se originan en el ámbito del mercado, de modo que el problema del capitalismo deriva de su naturaleza mercantil y, concretamente, de la diferencia entre la demanda efectiva y la demanda que sería necesaria para hacer posible la realización (venta) de toda la producción. Las segundas, por el contrario, consideran que el quid de la cuestión está en la naturaleza capitalista del capitalismo, por redundante que pueda parecer, y no en su naturaleza mercantil. Es en el núcleo del sistema donde surge la contradicción que genera las crisis. Y ese núcleo no es otro que la propia empresa, donde el capital domina y emplea los medios de producción y la fuerza de trabajo adquiridos en determinados mercados para obtener mercancías con un valor superior al inicialmente invertido y a través de cuya venta en otros mercados pueda realizar dichas ganancias. Ese beneficio procede de la diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo, al que podemos identificar de forma simplificada con el salario, y el valor producido por la fuerza de trabajo a lo largo de su jornada laboral. De ahí que reciba el nombre de plusvalor[1].

La teoría marxista de la crisis pertenece a la segunda categoría. En particular, centra la atención en la pulsión inherente al capitalismo en pos de la mejora de la productividad a través de la mecanización y de la innovación tecnológica y organizativa. Esta característica del sistema, que lo ha convertido en el modo de producción más progresivo de la historia en términos materiales (como reconocía el propio Marx), genera una serie de contradicciones irresolubles que aumentan cada vez más las dificultades para su continuidad.

El problema tiene que ver con el hecho de que la competencia y la consiguiente necesidad de incrementar continuamente la eficiencia y la competitividad  empuja a los capitales individuales a un proceso continuo e inevitable de cambio técnico destinado a reducir los costes unitarios y a mejorar la calidad de las mercancías ofrecidas con el fin de aumentar sus beneficios y sus cuotas de mercado. Para ello, las empresas recurren a procesos de automatización que conducen a una menor demanda relativa de mano de obra y, por lo tanto, además de dar lugar al fenómeno del paro tecnológico, disminuyen la fracción del capital invertida en fuerza de trabajo en favor de la invertida en medios de producción. Dado que la única fuente de valor nuevo[2] (y, por lo tanto, de plusvalor) es la fuerza de trabajo, esta dinámica tendería a dificultar cada vez más la extracción de ganancias.

Por otro lado, este proceso hace aumentar la llamada composición de capital, que es la ratio que relaciona la inversión en medios de producción con el gasto en salarios[3]. Y la composición de capital, como puede demostrarse sencillamente, está relacionada inversamente con la tasa de ganancia[4], de modo que su aumento implica una caída de dicha tasa de ganancia. Esto se debe a que la inversión en capital constante es un requisito, un peaje que el capital debe pagar para producir y obtener beneficios. Cuando dicho peaje aumenta para poder dar lugar al cambio técnico, a menos que el plusvalor crezca en igual o mayor proporción, la tasa de ganancia disminuye.

Así pues, podemos ver cómo estos problemas se traducirán siempre en una sobreacumulación de capital, es decir, en un exceso de capacidad instalada debido a la creciente dificultad que supone un aumento equiparable del plusvalor. Y este exceso de capacidad instalada se mostrará en forma de un déficit crónico de demanda, lo que no es sino la apariencia de las cosas, el aspecto con el que se muestra un problema que no se genera en el mercado, sino en la lógica de las relaciones de producción.

No obstante todo lo explicado, existen distintos factores contrarrestantes que pueden paliar, amortiguar o revertir esta tendencia. Muchos de esos factores ya fueron destacados por el propio Marx y, aunque escribiré sobre ellos en la próxima entrega de esta columna, en ningún caso suponen una impugnación a esta tendencia general[5].

Esta teoría sobre la crisis suele ser conocida como la ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia (LCTTG). Según el propio Marx, fue su descubrimiento más importante, no sólo porque permite explicar cabalmente las crisis, sino porque evidencia la creciente dificultad que anida en el corazón del sistema capitalista para su propia continuidad. Como es obvio, esta dificultad que no se debe a la incapacidad del sistema para aumentar la productividad, sino todo lo contrario: está causado precisamente por mejora de la productividad a la que obliga la propia lógica del capitalismo.

Además de ser inevitables, como hemos visto, las crisis son imprescindibles. Y lo son justamente porque la única forma efectiva de solucionar el problema de la sobreacumulación de capital derivada de la LCTTG es la destrucción de capital, ya sea física o en términos de valor. La primera suele tomar la forma de guerras o conflictos armados, ya sean dentro del ámbito capitalista en crisis, o en cualquier otra región o país del planeta. La segunda toma una forma menos comprensible, pero mucho más correosa y erosiva. No es otra que la propia crisis. Las crisis económicas son, ante todo, fenómenos de destrucción masiva de capital, ya sea por medio de devaluaciones de activos financieros, de caídas en los precios de los medios de producción, desplome de los salarios o cualquier otra forma similar. Y no se sale de ellas a pesar de la destrucción de capital que provocan, sino gracias a ella.

Así, la LCTTG permite explicar tres cosas esenciales que justifican, por sí solas, la vigencia y la importancia del marxismo como método de análisis del capitalismo: el origen de las crisis, la utilidad que las crisis tienen para tratar de salvar al sistema de las propias crisis, y la tendencia inherentemente autodestructiva del capitalismo.

En definitiva, las crisis no se pueden evitar, ni pueden dejar de ocurrir. El capitalismo no se puede domeñar, no se puede gestionar bajo criterios de racionalidad social y, por lo tanto, no es posible evitar que sus contradicciones internas acaben manifestándose. Ni el reformismo keynesiano reinante desde la segunda guerra mundial hasta los años setenta ni, por supuesto, el neoliberalismo aún dominante hoy han servido para impugnar las leyes propias del capitalismo.

Y tampoco lo harán ahora.

 

[1]      Recordemos que el plusvalor (pv) es el beneficio y, como tal, aunque se corresponde con una cantidad de tiempo de trabajo, se expresa en forma de dinero. Por su parte, la tasa de ganancia (g’) es la relación entre ese plusvalor y la inversión total que el capital debe realizar para conseguirlo. Esta inversión incluye dos elementos: el capital variable (v), que es el gasto en salarios, y el capital constante (c), que es el gasto en medios de producción. Analíticamente, se puede representar mediante la expresión g’=pv/(c+v), que es de máximo interés para el capital, puesto que indica las ganancias que obtiene la empresa por cada unidad monetaria invertida. Obviamente, el plusvalor es un dato absoluto (una cantidad monetaria) y la tasa de ganancia, como su propio nombre indica, un dato relativo (un porcentaje). Por otro lado, la llamada tasa de plusvalor (pv’), que también es un dato relativo, relaciona el plusvalor con el capital variable según la siguiente expresión: pv’=pv/v. Esto indica la relación entre el beneficio extraído por el capital y el salario pagado, lo que implica el grado de explotación al que está expuesto el trabajador.

[2]     El valor nuevo es generado por el trabajo humano y se divide en salario (trabajo pagado o valor de la fuerza de trabajo), que se corresponde con la parte de la jornada laboral que sirve para la propia reproducción del asalariado, y beneficio (trabajo impagado o plusvalor) que se corresponde con la parte de  la jornada laboral que genera la ganancia de la empresa.

[3]     En realidad, hay varias formas posibles de definir la composición de capital. Sin embargo, por simplificar la exposición, emplearemos sólo la más sencilla. Esta ratio se expresaría analíticamente del siguiente modo: c’=c/v, siendo c’ la tasa de composición de capital, c el capital constante, y v el capital variable.

[4]     Continuando con la simplificación anterior, teniendo en cuenta que, como ya dijimos, g’=pv/(c+v),  c’=c/v, y pv’=pv/v, puede deducirse fácilmente que g’=pv’/(c’+1).

[5]     Las pruebas empíricas que muestran la clara tendencia descendente de la tasa de ganancia son múltiples y contundentes. Entre los autores actuales más destacados que las exponen y explican se podría citar a Michael Roberts, Andrew Kliman, Alan Freeman, Estaban E. Maito, Sergio Cámara o Juan Pablo Mateo.

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