Roja fiscalidad verde

La sucesión de crisis que experimentamos: financiera, medioambiental, geopolítica, social, sanitaria, es señal de un agotamiento sistémico que precisa de consensos amplios y de respuestas inmediatas.

Por Ricard Bellera, sindicalista y periodista

El ‘Informe anual 2021’ del Banco de España, publicado recientemente, dedica uno de sus capítulos al reto climático que enfrenta nuestra economía. En él sitúa el doble riesgo al que nos enfrentamos. Riesgo físico si no hacemos nada o no lo hacemos a tiempo. Riesgos de transición, si no se contemplan todas las variables de un cambio dinámico que no admite más demora en la respuesta y ejecución política. Este doble riesgo comporta una responsabilidad que tan sólo pueden acometer los gobiernos. Por la legitimidad que ostentan, pero también por los instrumentos normativos y fiscales que tienen a su disposición. Entre los riesgos hay uno, de gran actualidad, que un porcentaje significativo de empresas consideran como el más relevante y que, hoy, redescubren de primera mano los hogares españoles: la inflación. Evidentemente la inflación tiene también otras causas, pero nuestro banco central situaba, ya en agosto de 2021, en otra publicación, cómo un 20% del incremento de los precios mayoristas de la electricidad se debió, en el primer semestre del año pasado, al encarecimiento de los derechos de emisión de CO2.

La introducción de estos derechos trasladaba la voluntad de contener las externalidades de las empresas que, sin embargo, en la lógica del ‘greenwashing’, ha acabado siendo fagocitado para acabar aportando beneficios especulativos a la economía financiera. Encontramos algo parecido en el tan debatido ‘sistema marginalista’ de fijación de precios. Aquí el precio fijado, hora a hora, es el que se corresponde con la oferta que satisface la última fracción de la demanda que no ha podido ser atendida por alternativas más baratas. En teoría hacer pagar al precio máximo a quien produce energía de manera más sostenible, debería favorecer a las energías renovables, pero, en último término, lo que se genera no es un beneficio social o medioambiental, sino al servicio de las grandes empresas. Véanse sino los beneficios de las multinacionales eléctricas, que, además, se sirve, desde principios de año, de bonificaciones diseñadas para ‘contener el precio eléctrico’. Son estos dos ejemplos de cómo la política energética enfrenta serios retos a la hora de alcanzar cierta autonomía frente a los intereses y prácticas de un sistema de carácter marcadamente oligopólico.

El riesgo que comporta esta limitación ‘normativa’ es evidente. Acaba pagando más quien menos tiene, y así, en palabras de nuestro supervisor, la amenaza es que la velocidad y ambición de la transición se vean condicionadas por “episodios de contestación social, potencialmente disruptivos”. Asoma aquí la sombra de los chalecos amarillos en Francia, que, en octubre de 2018, situó el límite ‘social’ de una política ‘medioambiental’ que no sea suficientemente sensible a contrastes y agravios. Si la imposición sobre el consumo es regresiva porque los hogares pobres gastan una mayor parte de su renta en necesidades esenciales, la imposición sobre la contaminación también lo es, porque las personas de menor renta dedican una mayor parte de su renta a actividades de mayor impacto ecológico (energía, transporte…) y tienen un acceso más limitado a la renovación de la tecnología de uso (coche, electrodomésticos…). Cuando la gentrificación te empuja a la periferia, no tienes la formación para cambiar a un sector más ‘sostenible’, o no puedes cambiarte al coche ‘eléctrico’, la política ‘verde’ se puede convertir en una hipoteca en toda regla.

La propuesta del Banco de España es la de articular la necesaria ‘compensación’ de la carga que comporte la fiscalidad o normativa medioambiental mediante el IRPF, eso es, favoreciendo a quienes tengan una renta más baja, “con el fin de no alterar, en el conjunto de la economía, las señales de precios relativos derivados de los gravámenes”. Resulta aquí chocante que nuestro supervisor deje al margen el impuesto de ‘sociedades’, que, al fin y al cabo, tiene mayor responsabilidad y ‘poder’ sobre el modelo de producción, o el de ‘patrimonio’, para centrar toda su atención en las rentas sobre las personas físicas. En una situación de emergencia climática, sanitaria o económica, el debate útil es aquel que pone en el foco en un plan de choque fiscal que facilite los suficientes recursos para atacar estructuralmente los retos perentorios, protegiendo, al mismo tiempo, la renta disponible y la calidad de vida y de trabajo de la población.

Decía André Gorz que “la ecología posee una racionalidad diferente” porque “nos permite descubrir las limitaciones de la eficacia de la actividad económica y las condiciones extraeconómicas de la misma”. Lo que la precaria perspectiva medioambiental que tenemos a día de hoy sitúa con meridiana claridad, es que los límites que asoman son los del propio sistema, y que la principal sombra sobre la sostenibilidad medioambiental, la proyecta nuestro modelo socioeconómico y productivo. La sucesión de crisis que experimentamos: financiera, medioambiental, geopolítica, social, sanitaria, es señal de un agotamiento sistémico que precisa de consensos amplios y de respuestas inmediatas. Habrá que ver quien le pone el cascabel al gato.

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