¿Por qué no se derrumba el capitalismo? Explotación, jornada laboral y productividad

Por Mario del Rosal

En una entrega anterior de esta misma columna nos preguntábamos acerca de si las crisis económicas se podían evitar en el marco del capitalismo. La conclusión fue obvia: no se pueden evitar porque son necesarias, tanto por resultar ineludibles como por ser imprescindibles para la reproducción del sistema.

En esta ocasión, la pregunta sigue otros derroteros, aunque está relacionada con esa misma cuestión. Si las crisis son, al mismo tiempo, destructivas y consustanciales al capitalismo, ¿cómo es que continua perdurando y dominando este modo de producción? ¿Acaso no debería haberse autodestruido hace ya tiempo?

Este asunto tiene que ver con aquello que Marx llamó los “factores contrarrestantes” de la ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia (LCTTG), de la que hablamos en su momento. Estos factores son fenómenos,  inercias o estrategias que, de uno u otro modo, impiden, amortiguan o retrasan las crisis o el derrumbe final del sistema.

En mi opinión, el factor contrarrestante más importante tiene que ver con el poder que el capital tiene para forzar aumentos en la tasa de plusvalor capaces de compensar las consecuencias potencialmente negativas que sobre la tasa de ganancia tiene el cambio técnico. Para comprenderlo, debemos fijarnos en la tasa de ganancia y su relación con la tasa de plusvalor y la tasa de composición del capital.

Como recordarás, la tasa de ganancia relaciona el plusvalor (beneficio) con el capital total, es decir, la suma de capital variable (inversión en fuerza de trabajo) y capital constante (inversión en medios de producción). De este modo, la tasa de ganancia determina la rentabilidad del capital, factor clave de la dinámica de acumulación, ya que es el principal condicionante de la inversión. Por su parte, la tasa de plusvalor explicita el grado de explotación que el capital ejerce sobre la fuerza de trabajo, dado que se calcula dividiendo el plusvalor (la masa de ganancia) entre el capital variable (la masa salarial). Finalmente, la tasa de composición del capital relaciona la inversión en capital constante (en medios de producción) con la inversión en capital variable (en fuerza de trabajo), de manera que representa, grosso modo, el grado de mecanización del proceso productivo o el nivel de capitalización del trabajo.

Como se puede deducir fácilmente[1], la tasa de ganancia viene determinada directamente por la tasa de plusvalor e inversamente por la tasa de composición del capital. El proceso de creciente sofisticación tecnológica y sustitución de mano de obra por maquinaria que caracteriza al capitalismo tiende a provocar el aumento de la composición del capital, lo que conduciría, como ya vimos, a la caída de la tasa de ganancia. Sin embargo, si la tasa de plusvalor crece a un ritmo mayor, entonces podrá subvertir esta tendencia. Por esta razón, el capital siempre tratará de forzar al máximo el grado de explotación de la fuerza de trabajo, ya que es su arma más poderosa para evitar la caída de la tasa de ganancia. Y lo hará tanto más cuanto mayor sea la composición del capital.

¿Cómo puede el capital aumentar la tasa de plusvalor? Existen múltiples mecanismos para ello en diversos ámbitos que van desde la esfera de la producción en el seno de cada empresa hasta la esfera de la circulación del mercado laboral, pasando por el papel de las políticas económicas del Estado. Hoy me centraré en los dos quizá más esenciales: el plusvalor absoluto y el plusvalor relativo[2].

El plusvalor absoluto consiste en incrementar el tiempo de trabajo no pagado por medio del aumento de la jornada laboral o de la intensidad del trabajo. El aumento de la jornada laboral fue la tónica habitual en los primeros tiempos del capitalismo, en los que las jornadas llegaron a extremos absolutamente inhumanos. Sin embargo, esta estrategia está sometida a límites biológicos y, sobre todo, a límites sociales, puesto que, antes o después los trabajadores reaccionan para tratar de revertir esta situación. Esta lucha forzó al capital y al Estado a recortar hasta en un tercio el tiempo de trabajo a partir de mediados del siglo XIX hasta los años cincuenta del XX, pasando de más de 3.000 horas anuales a alrededor de 2.000, es decir, de 12 a 8 horas al día[3]. Sin embargo, esta tendencia decreciente se ha estancado a partir de los años cincuenta[4] e, incluso, se ha revertido a partir de los ochenta en muchos países avanzados[5]. Esto demuestra que, ante las exigencias de la acumulación y la creciente debilidad del movimiento obrero, el capital ha vuelto a recurrir a la estrategia decimonónica de extracción de plusvalor absoluto.

Por su parte, la agudización de la intensidad del trabajo también ha sido una constante en la historia del capitalismo. A través de sistemas de disciplina laboral más o menos sádicos o psicóticos basados en el control de tiempos y pausas, la vigilancia, la represión de la sociabilidad y el castigo, el capital ha sido capaz de ir apretando cada vez más la tuerca de la explotación física e intelectual del asalariado. El taylorismo y sus émulos modernos han conseguido, gracias a este ataque frontal contra la libertad y la autonomía del trabajador, eliminar las fisuras improductivas de la jornada laboral. El resultado es un tiempo de trabajo más tupido, más concentrado y, por lo tanto, más continuo y denso, lo que redunda en una producción de valor más constante. El efecto es similar al del aumento de la jornada laboral, ya que permite hacer crecer el tiempo de trabajo no pagado, aunque sin retrasar la hora de salida, sino impidiendo cada vez en mayor medida los posibles momentos de descanso o distracción.

Al igual que en el caso de la expansión de la jornada laboral, el aumento de la intensidad también está sujeto a límites biológicos y sociales. Los límites biológicos están directamente relacionados con el agotamiento, el estrés laboral y la alienación, fenómenos plenamente vigentes y ciertamente preocupantes en nuestros días. Los límites sociales, por su parte, tienen que ver con la capacidad de resistencia o lucha colectiva de los trabajadores, que tratarán de exigir condiciones laborales dignas a través del conflicto, la negociación o, si hay suerte, la intervención reguladora del Estado.

El segundo mecanismo aplicado para aumentar la tasa de explotación, el plusvalor relativo, tiene una forma mucho más sutil y aparentemente menos agresiva que el plusvalor absoluto. Consiste en disminuir el tiempo de trabajo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo mediante la mejora de la productividad en el sector de los bienes de consumo que conforman sus medios de vida gracias al cambio técnico. Esto hace disminuir el valor de la fuerza de trabajo sin afectar al conjunto de los valores de uso que pueden adquirir con su sueldo ni a la duración o la intensidad del trabajo[6]. En otras palabras: si no mengua la jornada laboral, permite reducir el salario relativo[7] sin afectar a la capacidad de consumo de los trabajadores. De este modo, se puede incrementar la fracción de la jornada laboral dedicada a producir plusvalor sin necesidad de extender la duración total de dicha jornada laboral o su intensidad, lo que sirve para aumentar la tasa de plusvalor sin perjudicar material o laboralmente al asalariado.

Esta utilidad de la productividad como palanca de aumento de la explotación no es nunca explicitada por las teorías dominantes, que se limitan a destacar su funcionalidad para mejorar la competitividad y para procurar el máximo crecimiento económico. Sin embargo, queda claro que este aspecto es esencial en la lucha del capital frente al trabajo.

A pesar de resultar mucho más aceptable por parte del trabajo, no deja de ser cierto que este mecanismo del plusvalor relativo supone un aumento de la tasa de explotación y, por ello, una exacerbación de la desigualdad entre clases sociales. Además, su efectividad es tanto más difícil cuanto mayor sea la tasa de plusvalor de la que se parta[8]. Esto implica que también esta estrategia está sometida a límites intrínsecos difícilmente superables, aunque no de carácter físico o social, sino más bien económico. Estos límites cuestionan cada vez en mayor medida el poder que este factor contrarrestante pueda tener para impedir la tendencia a la caída de la tasa de ganancia.

Como habrás podido comprobar, tanto el plusvalor absoluto como el plusvalor relativo siguen siendo dos de las armas fundamentales que el capital emplea para someter a los trabajadores a las exigencias de la explotación y para tratar de alejar el fantasma del derrumbe del capitalismo. Su utilidad en la huida hacia adelante con la que el capital pretende perpetuar su dominio social es casi tan evidente como la creciente incompatibilidad del modo de producción capitalista tanto con las aspiraciones de emancipación humana como con las posibilidades técnicas que la ciencia nos ofrece en la actualidad para alcanzarla.

[1]      Si, como acabamos de decir, la tasa de ganancia es g’=pv/(c+v), la tasa de plusvalor es pv’=pv/v, y la tasa de composición del capital es c’=c/v, entonces g’=pv’/(c’+1).

[2]     Marx describe y desarrolla estos dos conceptos clave en las secciones tercera, cuarta y quinta del primer volumen de El Capital.

[3]     Aunque las cifras son difíciles de cotejar y muy variables según el país, las que ofrecemos se corresponden aproximadamente con los datos estimados tanto para el Reino Unido como para los EE.UU., las naciones capitalistas hegemónicas en los siglos XIX y XX, a partir de estimaciones de Angus Maddison y estadísticas de la OCDE.

[4]     Por ejemplo, en EE.UU. el tiempo de trabajo ha pasado de 1.963 horas al año en 1950 a 1.783 horas en 2016, lo que supone una reducción de apenas un 9% en 65 años.

[5]     Por ejemplo, en Suecia, donde el tiempo de trabajo ha aumentado de 1.522 horas al año en 1981 a 1.621 en 2016.

[6]     Es cierto que un aumento de la productividad por medio de la introducción de medios de producción más avanzados y complejos puede (o suele) exigir una mayor atención y concentración por parte del trabajador, lo que podría interpretarse como una mayor intensidad del trabajo. Sin embargo, no se trata de una mayor intensidad per se, extensiva como la explicada en el caso del plusvalor absoluto, sino una mayor intensidad de carácter cualitativo que, de por sí, no reduce necesariamente los lapsos de tiempo que la otra modalidad pretende eliminar.

[7]     Recordemos que el salario relativo mide la relación entre el salario y el valor nuevo total producido en una economía, es decir: sr=v/(v+pv).

[8]     Imaginemos un sencillo ejemplo para comprenderlo bien. Partimos de una situación con un plusvalor de 80, un capital variable de 160 y, consecuentemente, una tasa de plusvalor del 50% (pv’=80/160=50%). Si duplicamos la productividad y mantenemos la misma duración de la jornada laboral y el mismo salario real, entonces v pasaría a ser 80 y pv subiría a 160. De este modo, la nueva tasa de plusvalor sería del 200% (pv’=160/80=200%) y, por lo tanto, se habría multiplicado por 4. Si volvemos a duplicar la productividad en las mismas condiciones, entonces v caería a 40 y pv alcanzaría los 200, de manera que la nueva tasa de plusvalor ascendería al 500% (pv’=200/40=500%), multiplicándose por un factor de 2,5 (menor que al anterior). Si volvemos a hacer la misma operación, v quedaría en 20 y pv llegaría a 220, lo que haría crecer la tasa de plusvalor hasta el 1.100% (pv’=220/20=1.100%). El nuevo factor de multiplicación sería de 2,2 (de nuevo, inferior al anterior). Si continuáramos con sucesivas  duplicaciones de la productividad, conseguiríamos paulatinos aumentos de la tasa de plusvalor, pero con tasas de crecimiento cada vez menores. Es por esto que, como decíamos, cuanto mayor sea la tasa de plusvalor de partida, más difícil se vuelve su incremento.

 


 

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