Por María Torres
Más abajo se trascribe la última carta que Paulino Fernández González escribió a su esposa Ofelia Leiva. A las ocho de la mañana del 7 de marzo de 1938 fue fusilado en Gijón. En el acta de defunción figura como causa de la muerte una hemorragia interna.
Paulino era natural de Sames, Asturias. Hijo de Inocencia. Tenía 34 años, casado y padre de dos hijas. Trabajaba como chofer y mecánico de automóviles desde que regresó a su pueblo natal en 1934 desde Cuba, país al que había emigrado unos años antes y donde conoció a Ofelia. Se casaron en Cienfuegos y decidieron regresar a Asturias.
Era una persona instruida y trabajadora, que no dudó en impartir clases en el pueblo a los que lo necesitaban. Republicano de corazón, apoyó fervorosamente al Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y tras el golpe de estado del 18 de julio, se unió a la lucha para defender la legalidad obtenida en las urnas.
Detenido en Pola de Lena y encarcelado en Gijón, su esposa le buscó incansablemente hasta que dio con él en un antigua fábrica de cerillas habilitada como prisión. La del «Cerillero» la llamaban. Ofelia acudía a visitarle cada semana y le llevaba ropa, que era lo único permitido. Le retiraba la ropa sucia y regresaba a casa. Entre los pliegues de esa ropa encontraba las cartas que Paulino le escribía.
«Querida esposa: Te hago estas líneas, para que te lleven mi último mensaje. Puedes recoger el cadáver, según son tus deseos y la ropa, donde va ésta. Otras cartas te envié también. Espero tengas resignación con mi suerte. Es como la de miles más que caemos inocentemente, por defender nuestra, patria. Miles de besos y abrazos para las niñas y para ti. También para mamá, tía Irene y tía María. Recibe el último beso que te da tu Paulino.»
Ofelia no pudo recoger el cadáver de su esposo, a pesar de existir una autorización de la Delegación de Sanidad y Beneficencia de Gijón.
«Autorizo a Don …, para que se haga cargo del cadáver de Paulino Fernández, fusilado esta mañana, y pueda inhumarlo en el cementerio de Ceares, previo el pago de todos los derechos y el cumplimiento de los requisitos de higiene que exige esta Delegación de Sanidad. Gijón, 7 de Marzo de 1938, II Año Triunfal, El Delegado de Sanidad y Beneficencia»
Ofelia pagó todos los derechos exigidos.
Unos días después consiguió cruzar la frontera portuguesa con los documentos que acreditaban su nacionalidad cubana y con veintisiete pesetas que eran todo su capital para alimentar a sus dos hijas y conseguir llegar a Cuba. Las 27 pesetas se quedaron en España y en un recibo: «Ofelia Leiva, ha donado para la causa «nacional» 27 pesetas»
«Cuanto he sufrido, y llorado; cuanto he pasado, lo he de dar por bien empleado, el día que pueda saber que España es libre. A pesar de ser cubana, y a pesar de haber vivido solo cuatro años en Asturias, el día de su libertad, volveré a ella; quiero, con mis ojos, volver a ver aquellos pueblos heroicos, mártires, para evocar el recuerdo de mi querido esposo, para saber que con la sangre de él y la de tantos mártires, se ha logrado la libertad.»
«Querida Ofelia:
Recibí tu nota en la que puedo apreciar serenidad que mucho me conforta porque demuestras estar llena de valor. Así se hace. No hay que amilanarse. Me pides a mí fe y valor también. Está bien. Me hace mucha falta. Valor no me faltará hasta en los últimos momentos. Ya lo tengo probado con las cosas que por mí han pasado.
Quisiera poderte contar los momentos de angustia que vivimos los condenados a muerte. Somos de tan diferentes temperamentos que todos casi los sentimos de diferentes maneras. Yo me pregunto: ¿para qué vivir en esta angustia? Si nuestra vida solo la consideramos duradera a intervalos de veinticuatro horas, ¿a qué pretender prolongarla? Desde las tres de la mañana a las ocho, todos los días creemos que ha llegado el momento. Cuando sentimos abrir las puertas de la celda ¡qué emoción más indescriptible! Vemos entonces que salen algunos compañeros a quienes no veremos más. ¿Cuándo nos tocará a nosotros?, pensamos todos. ¿Será mañana? ¿Será pasado?
Es peor vivir estos sobresaltos, que llegar al último momento. Cuando oímos pronunciar nombres, después de abiertas las puertas de las celdas por la mañana, siempre estamos prestos a querer oír nuestro nombre. Después, oímos al oficial malhumorado decir: «Levántese». Son los compañeros que les toca su último momento. Les oímos dar los últimos encargos para sus familiares. A lo mejor piensan ellos que los que quedamos tendremos mejor suerte. Cuando los vemos salir y oímos cerrar la puerta con estrépito, nos miramos unos a los otros, atónitos, ignorando quiénes son los que se van. El estupor, el miedo, los temblores, se entremezclan. Nuestra vida espiritual ha venido muriendo a través de nuestros sufrimientos. Nos queda aún la vida material, pero… ¿por cuánto tiempo?
Sentimos que el pelotón se lleva a los compañeros, esposados con alambres, porque ni esposas suficientes tienen para el «trabajo». ¿Cuántos se han ido? No lo sabemos. Pero poco a poco van llegando de boca en boca los datos: El día 3 treinta; el día 4 veintinueve; el día 5 cuarenta. En una semana, cien familias con luto eterno, con el dolor imborrable. ¿A dónde llegará este sadismo cruel? Creemos que pronto se acabará porqué a ese paso, iríamos bajando. Pero. ¡Oh, fatalidad!: Todos los días entran nuevos compañeros que ocupan los puestos vacantes y hasta en aumento. ¡Los primeros días, todos confían en la justicia, en la terminación de la guerra, en algo que los pueda salvar. Cuando se van acostumbrando y oyen las historias de los compañeros, se van desengañando. Es así que yo mismo ahora, recuerdo ya con emoción el día tres, que creí sería mi último. Le recomendé a los compañeros que echaran al correo esta carta; que te enviasen, la ropa y todo. Para mi esos momentos serán trágicos, inenarrables. Pero al fin, quedaré libre: será un momento de sufrimiento, un tránsito del ser al no ser y después un recuerdo en ti, en todos.
El día cuatro, los compañeros de celda y yo, creímos también que nos tocaría. Lo arreglamos todo. Cualquier ruido, cualquier movimiento, nos ponía sobresaltados. Cuatro compañeros de Cangas y yo, somos ya los más viejos en la celda. A veces comentamos a quien tocará primero. Esa noche apenas dormimos; el desasosiego nos mantenía despiertos. Llega el día 3; se abren las puertas. Algunos compañeros lloran, otros escrutan los pasos con firmeza. Todos estamos dispuestos para vivir nuestro drama en el último instante. Tratamos de apartar de la imaginación este dilema. Es inútil. Abrimos las puertas; oímos al oficial pronunciar los nombres: Cuatro contestan impasibles, casi automáticamente. La fatídica palabra. —»Levántese»—. Los hace salir. Nos quedamos nosotros como petrificados, viéndolos marcharse. Tres días llevamos así. Considera lo que en ellos habré sufrido. ¿Cuántos más me quedarán?
Besos a las nenas queridas y a ti un abrazo de tu Paulino.»
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