Por María Torres
Pablo de la Torriente Brau, hijo de español, escritor y periodista cubano, no dudó un segundo que su destino estaba en España cuando tras el 18 de julio de 1936 estalló la guerra. Decía que en la revolución española era donde palpitaban las angustias del mundo entero de los oprimidos y de esto sabía mucho. Por las venas de Pablo corría como un rio incontrolable la revolución. No en vano había luchado anteriormente contra las dictaduras cubanas.
Salió de Nueva York el 1 de septiembre de 1936 y el 24 ya se había alistado en el Quinto Regimiento con «El Campesino». Compaginó el frente y las balas con la redacción de cartas y crónicas como corresponsal de las revistas New Masses (Nueva York) y El Machete (México). En noviembre de 1936 es nombrado comisario político.
Conoce a Miguel Hernández una noche de septiembre en la Alianza de Intelectuales antifascistas. Juntos combaten, aunque sin saberlo, en Pozuelo y Boadilla del Monte y cuando volvieron a encontrarse, Pablo nombra a Miguel jefe del Departamento de Cultura. Admiraba al pastor de Orihuela. Juntos planifican la publicación de un periódico de la brigada, así como la organización de la biblioteca y el reparto de prensa. Juntos dotan a cada compañía de un maestro. Juntos arengan a las tropas.
El 19 de diciembre un disparo en el pecho acabó con la vida de Pablo de la Torriente cuando intentaba tomar un puesto de ametralladoras en Majadahonda. Sus restos no pudieron ser rescatados hasta cuatro días después. Miguel Hernández – quien dijo de Pablo: «Es uno de los muertos más serenos que he visto, parecía que no le hubiera pasado nada»– y Antonio Aparicio recibieron la orden de llevar el cadáver de Pablo a Barcelona, donde una comisión cubana se haría cargo de él. No pudo ser trasladado a Cuba y fue enterrado en el nicho 3772 del cementerio de Montjuic. Después de la guerra, sus restos fueron depositados en una fosa común.
Tenía 35 años y había venido, como tantos otros, a defender a la II República española del fascismo. Luchó con el fusil y la pluma y se quedó en España para siempre.
Miguel Hernández le dedicó su Elegía segunda.
(A Pablo de la Torriente, comisario político)
«Me quedaré en España, compañero»
me dijiste con gesto enamorado
y al fin sin tu edificio tronante de guerrero
en la hierba de España te has quedado.
Nadie llora a tu lado:
Desde el soldado al duro comandante,
Todos te ven, te cercan y te atienden
Con ojos de granito amenazante,
Con cejas incendiadas que todo el cielo encienden.
Valentín el volcán que si llora algún día
Será con unas lágrimas de hierro,
Se viste emocionado de alegría
Para robustecer el río de tu entierro.
Como el yunque que pierde su martillo,
Manuel Moral se calla
Colérico y sencillo.
Y hay muchos capitanes y muchos comisarios
Quitándote pedazos de metralla,
Poniéndote trofeos funerarios.
Ya no hablarás de vivos y de muertos,
Ya disfrutas la muerte del héroe, ya la vida
No te verá en las calles ni en los puertos
Pasar como una ráfaga garrida.
Pablo de la Torriente,
Has quedado en España
Y en mi alma caído:
Nunca se pondrá el sol sobre tu frente,
Heredará tu altura la montaña
Y tú valor el toro del bramido.
De una forma vestida de preclara
Has perdido las plumas y los besos,
Con el sol español puesto en la cara
Y el de Cuba en los huesos.
Pasad ante el cubano generoso,
Hombres de su brigada,
Con el fusil furioso
Las botas iracundas y la mano crispada.
Miradlo sosteniendo a los terrones
Y exigiendo venganza bajo sus dientes mudos
A nuestros más floridos batallones
Y a sus varones como rayos rudos.
Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan.
No temáis que se extinga su sangre sin objeto,
Porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan
Aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.
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