Inviolabilidad Versus Presunción de Inocencia

Por Puño en alto

Desde distintas instancias se viene con la misma cantinela de que hay que respetar la presunción de inocencia al rey emérito, Juan Carlos I. El último ha sido el propio presidente de gobierno, Pedro Sánchez. Lo manifiestan como último recurso, a modo de soltar lastre, de algo que ya no solo es indefendible, sino más bien algo que asquea a la mayoría de los ciudadanos.

Sin embargo, en modo alguno la presunción de inocencia le debe ser aplicable al todavía rey emérito, sencillamente por la razón de que a quien constitucionalmente se le concede la inviolabilidad, que no es otra cosa que la concesión de la confianza de la honestidad, honradez y ejemplaridad de sus actos, tanto institucionales como personales, una vez constatada aunque sea de manera indiciaria que ha traicionado esta confianza, no se le puede ni se le debe conceder ni aplicar el principio de la presunción de inocencia. A una traición de esta magnitud no puede aplicársele este principio.

Efectivamente, esta inviolabilidad le ha conferido que ese otro principio jurídico de que la ley es igual para todos no se le pueda aplicar, por lo que huelga otorgarle la recurrente presunción de inocencia si para excusar la responsabilidad de sus actos delictivos apela a la inviolabilidad inherente a su cargo recogida en la Constitución.

Por otra parte, si su propio hijo heredero de la Jefatura del Estado, no le concedió la presunción de inocencia al retirarle la asignación económica que disfrutaba en calidad de rey emérito, así como, al renunciar a la herencia de su padre, por qué razón se la debemos conceder el resto de ciudadanos. Por cierto, Felipe VI, que disfruta como rey también de la inviolabilidad de sus actos, debería saber que dicha inviolabilidad le confiere que sus actos no puedan ser juzgados, que nada tiene que ver con la coherencia de los mismos. Ya que, si renuncia a parte de la herencia por estar manchada por la dudosa legalidad y procedencia de la misma, debería renunciar también a la Jefatura del Estado, que ya venía manchada igualmente por las impropias andanzas de su progenitor. Por lo que podemos afirmar que Felipe VI renunció a la herencia de su padre, pero poquito. La falta de coherencia y la hipocresía no son inviolables.

La conducta del rey emérito debe recibir una condena rotunda y sin paliativos más allá de la legal, porque quien se sitúa por encima de la ley, lo debe hacer con todas las consecuencias, máxime como es el caso, de que sus actos no han podido recibir ningún refrendo popular.

La monarquía, afortunadamente, se resquebraja y lo más curioso es que no lo hace por la anacronía de la misma, ni por estar exenta del mínimo valor democrático como institución, sino por la conducta impropia y absolutamente reprobable en lo ético y moral de quien recibió el cargo de Rey y, por ende, la Jefatura del Estado de manos de un dictador y por la demostrada hipocresía y falta de coherencia de quien lo ostenta actualmente por el único mérito de haber nacido en el seno de una determinada familia.

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