¿Nacionalización?

La nueva crisis capitalista ha puesto de moda la vieja consigna de la nacionalización.

Por Raúl Martínez

Casos como el de Nissan, el de las empresas del sector electrointensivo o el caso de HUNOSA, han puesto sobre la mesa el debate. Pero no todas las propuestas van en un mismo sentido y se hace preciso clarificar qué está defendiendo cada cual.

¿Es posible nacionalizar?

La Constitución española, como toda constitución capitalista, consagra como pilar del sistema económico y social el derecho a la propiedad privada y a la herencia. Pero, al hacerlo, establece dos claras limitaciones: su contenido debe delimitarse legalmente atendiendo a su función social y se permite la expropiación —privación de bienes y derechos— por causa de utilidad pública o interés social, con las correspondientes indemnizaciones y de conformidad con lo dispuesto en las leyes (art. 33 CE).

La propiedad privada manda, pero con una serie de limitaciones sobre las que se asienta la definición de España como Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE). De ahí que el artículo 128 señale que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuera su titularidad está subordinada al interés general y que se prevea expresamente la posibilidad de acordar la intervención de empresas por parte del Estado.

Por tanto, partimos de la premisa de que desde el punto de vista del ordenamiento jurídico interno es posible recurrir a las nacionalizaciones, siempre que esté justificado por razones de utilidad pública o interés social.

A partir de aquí comienzan las limitaciones. En primer lugar, las derivadas de la pertenencia de España a la Unión Europea y de la firma de toda una serie de tratados internacionales que consagran una determinada correlación de fuerzas en el marco internacional, sobre la base de la defensa de la “libre competencia”, y que tienen carácter de normas internas.

Diferentes propósitos de la política de nacionalización

En el debate político actual las políticas de nacionalización suelen asociarse a una izquierda dura, específicamente al comunismo. Se trata de una falacia sobre la que se asienta el predominio de las teorías neoliberales, cuya hegemonía ha sido hasta cierto punto cuestionada tras la gestión de la crisis capitalista de 2008 y, sobre todo, ante el estallido de la crisis económica actual.

Lo cierto es que el desarrollo del sistema capitalista es inseparable de uno u otro grado de intervención estatal en la economía y una de las formas en que puede manifestarse esa intervención son las nacionalizaciones. De ahí que preceptos constitucionales como los antes señalados están presentes en el ordenamiento jurídico de todos los países o el que en los últimos meses hayamos oído hablar de nacionalizaciones a líderes socialdemócratas como Josep Borrell o de derechas como Emmanuel Macron.

Esas propuestas se justifican en el “interés general” o en el “interés de la nación”, pero en la práctica se trata de los intereses de la burguesía, que jamás ha tenido reparo alguno en que el Estado —su Estado— acuda presto a socorrer a los capitalistas cuando no les resulta rentable mantener tal o cual actividad. Se trata de lo que Lenin calificó en su día como políticas de capitalismo monopolista de Estado, que en uno u otro grado resurgen y se intensifican con cada nueva crisis capitalista.

No deberíamos caer en la trampa. Esas políticas no se dirigen a preservar los intereses de las grandes mayorías trabajadoras estableciendo un orden económico menos injusto, sino a preservar el funcionamiento del capitalismo. ¿Debemos entonces quienes luchamos contra el capitalismo abandonar la consigna de la nacionalización?

La consigna de la nacionalización

Durante las últimas luchas por el futuro de la minería, muy especialmente tras la huelga de junio de 2012, se puso sobre la mesa la reivindicación de la nacionalización de la minería privada y su integración en HUNOSA. Otro tanto sucede ahora con el caso de las empresas de la industria electrointensiva o del sector del automóvil. Sucede, en realidad, con todos los sectores estratégicos de la producción que no ofrecen a los capitalistas privados los beneficios deseados.

En la exigencia de nacionalizar esas empresas se expresa la contradicción principal que corroe el capitalismo: la contradicción entre el carácter social del trabajo y la apropiación privada de su producto por el capitalista, la contradicción capital–trabajo. Ante la constatación de que el sector privado es incapaz de garantizar unos mínimos derechos laborales o siquiera la continuidad de los puestos de trabajo de los que dependen comarcas enteras, se recurre a lo colectivo.

Sin embargo, como hemos visto, el Estado capitalista no representa lo colectivo, sino los intereses comunes de la burguesía. Por tanto, la propiedad estatal en el capitalismo no deja de ser una variante de propiedad capitalista. Las nacionalizaciones, en un momento dado, pueden solucionar los problemas inmediatos de los trabajadores, por ejemplo, manteniendo la actividad de un sector y, con ello, los puestos de trabajo y los ingresos de los que depende la vida de miles y miles de trabajadores. En ese sentido la consigna de la nacionalización es justa. Pero para ser efectiva, debe completarse con la explicación de que la solución definitiva del problema vendrá de la mano de la socialización de los medios de producción y no de una forma temporal u otra de propiedad capitalista, lo que necesariamente implica un cambio de la clase social en el poder y, con ello, de la naturaleza de clase del Estado.

En ocasiones se nos acusa de proponer el socialismo-comunismo como solución para todo. Confesamos que, evidentemente, los comunistas sostenemos que de la mano del comunismo vendrá la solución a los problemas fundamentales del género humano. Sin embargo, esa crítica tiene algo de justo. En ocasiones nos encontramos con planteamientos izquierdistas que ante cada lucha parcial que libra la clase obrera responden en seco con consignas como “la solución es la revolución”. Claro que la solución es la revolución, pero la revolución se organiza. Y ese es un problema al que no se da solución con un tuit.

En otro plano, cuando los comunistas tratamos de proponer soluciones concretas ante los problemas inmediatos que afronta nuestra clase —y el caso de la nacionalización es una de ellas—, también nos encontramos con ataques por no ser suficientemente comunistas y por proponer medidas reformistas. Algunos, desde sus monasterios, se despreocupan por los problemas que viven a diario los trabajadores, de sus inquietudes, de sus problemas. Así no hay revolución posible.

Los comunistas nunca hemos dejado de apoyar las reformas que respondan a los intereses inmediatos de los trabajadores. Pero tratamos de insertar esa lucha en una estrategia general que sitúa como objetivo la toma del poder. Permítase que utilice un símil. En el combate no nos limitamos a asestar un gancho de izquierdas en la mandíbula del enemigo. Sabemos que, tras ese golpe certero, si nos damos como vencedores y bajamos la guardia, el enemigo devolverá el golpe sin piedad y, tras esa respuesta, vendrá una sucesión de golpes con el objetivo de machacarnos. No, tras el primer golpe, hay que seguir, con el objetivo de dejar KO al capitalismo a través de un golpe definitivo que conduzca a la clase obrera al poder. Cada golpe debe perseguir, por tanto, contribuir a lograr ese KO, porque la historia ha demostrado que la clase obrera no puede ganar en los puntos.

¿Nacionalización para qué?

En primer lugar, es imperioso que extendamos la conciencia de que en el capitalismo no hay salida para los trabajadores. La consigna de la nacionalización pone el énfasis en el debate sobre la propiedad de los medios de producción y cohesiona a la clase obrera entorno a ella. En ese sentido, siempre que vaya acompañada de la debida explicación en el marco de una estrategia revolucionaria, facilita la elevación de la conciencia de clase.

En segundo lugar, la consigna de la nacionalización, desbordando el marco de una empresa concreta y proyectada sobre los sectores productivos estratégicos, permite afrontar el debate sobre el modelo productivo. Los sectores fundamentales de la producción no pueden ser propiedad privada, no pueden quedar al arbitrio —interés privado— de los monopolios capitalistas. Es preciso situar el objetivo de la reapropiación de esos sectores si queremos que no suceda lo que hemos visto, por ejemplo, con el desabastecimiento de mascarillas o respiradores.

En tercer lugar, reivindicar la nacionalización permite desenmascarar la posición del Gobierno de la socialdemocracia, que a pesar de tener en sus manos los mecanismos constitucionales que le permitirían nacionalizar empresas estratégicas, opta por la búsqueda de nuevos inversores o, en el caso de la Nissan, seguramente por tratar de ganar tiempo y de prometer al sector del automóvil planes de ayuda como los aprobados en 2009 por el Gobierno de Zapatero. Ayudas a los monopolios frente a nacionalizaciones. Se les cae el discurso de la reindustrialización, de la intervención estatal, del nuevo modelo productivo y de que nadie se va a a quedar atrás. Como siempre, su discurso es una cosa pero su práctica es bien distinta.

Por tanto, la consigna de la nacionalización sitúa a la clase obrera en una posición de exigencia superior. Al mismo tiempo que permite responder a las necesidades inmediatas de los trabajadores, coloca a la clase obrera ante el debate de la propiedad de los medios de producción y del carácter que debe tener en los sectores estratégicos de la economía, con todas las implicaciones legales e internacionales que ello implica. En paralelo, la intensificación de este tipo de debate coloca a cada fuerza política ante la realidad de su propuesta política, ante su verdadero carácter de clase.

¿Es suficiente la consigna de la nacionalización?

No, no es suficiente. Como hemos visto, la propiedad estatal en el capitalismo —al igual que la cooperativa—, no deja de ser una forma de propiedad capitalista. Y ante un grado determinado de intensidad de la crisis, las fuerzas sistémicas pueden verse obligadas a acometer un proceso de nacionalización.

Por tanto, al mismo tiempo que se abren debates esenciales en el seno del movimiento obrero y sindical, es preciso no generar falsas expectativas sobre la significación de las reformas en el marco capitalista. Para ello es necesario abrir el debate sobre la salida estratégica a nuestros problemas, sobre la cuestión del poder. Eso conlleva necesariamente hacer una propuesta sobre el papel de la clase obrera en el proceso que puede conducir a las nacionalizaciones. No es lo mismo nacionalizar una empresa por presión de la clase obrera que nacionalizar una empresa para salvar a un capitalista privado. Pero en uno y otro caso, el papel de los trabajadores en ese proceso debe ser fundamental de tal forma que, incluso logrando la nacionalización, se sienten las bases para seguir golpeando al adversario e impedir que devuelva el golpe.

La consigna de la nacionalización necesita de un complemento.

La consigna del control obrero

El socialismo–comunismo demostró durante décadas la posibilidad de organizar una sociedad libre de explotadores, demostró que los capitalistas no son necesarios. Abierto el debate sobre la propiedad de los medios de producción, debe desarrollarse el debate sobre qué tipo de propiedad debe sustituir a la propiedad privada capitalista y sobre quién debe dirigir la producción.

El Estado capitalista, como capitalista colectivo, no representa los intereses de la clase obrera y, antes o después y con uno u otro grado de intensidad, atacará esos intereses. Por tanto, el control de las empresas nacionalizadas debe quedar en manos de los trabajadores abriendo la disputa con el Estado capitalista, en cada empresa y en cada sector.

Se trata de una lucha compleja en la que la clase obrera toma conciencia de su papel en la producción, de su fuerza colectiva, de su capacidad para organizar y dirigir la producción y, por tanto, de dirigir toda la sociedad.

Nacionalización y control obrero de la producción se convierten por tanto elementos inseparables de la lucha por el poder; por un sistema económico basado en la propiedad social de los medios de producción concentrados y en una planificación central de la economía dirigida a satisfacer las necesidades de la población.

Sin duda, no estamos ante un debate sencillo. Se trata ni más ni menos que de debatir los caminos que pueden conducirnos en las condiciones contemporáneas al objetivo irrenunciable de terminar con toda forma de explotación y de garantizar la cobertura de las necesidades de nuestro pueblo y de todos los pueblos del mundo. Para ello es preciso tomar posición, aún a riesgo de equivocarse.

Nuevo Rumbo


Raúl Martínez es abogado laboralista y miembro del Buró Político del Partido Comunista de los Trabajadores de España (PCTE).

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