Mis zapatillas moradas

Mi madre estaba muy atemorizada, ella había vivido la guerra y la postguerra y había conocido muy de cerca la represión porque a su hermano mayor, militante comunista, lo cogieron en Madrid y estuvo preso 14 años, varios de ellos con pena de muerte de la que, por suerte, se salvó. Así que me pedía que no fuera, que no me metiera en líos.

Por Rosa García Alcón | 7/05/2024

A mi madre

Corría el mes de abril de 1972 y yo estudiaba 5º de Bachillerato en el instituto del Pozo-Entrevías de Madrid, aún sin nombre. Desde principios de curso había circulado un runrún sobre la posibilidad de hacer huelga en la enseñanza secundaria como ya pasaba de forma regular en la Universidad. Era difícil porque la dictadura seguía reprimiendo todo lo que considerara subversivo y el miedo era una terrible losa.

Al final se convocó paro en la enseñanza para el día 8 de abril. Protestábamos contra la Ley de Enseñanza General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa, más conocida como Ley de Villar Palasí, por el ministro que la había promulgado, un tipo del Opus Dei, organización que por entonces mandaba en el Consejo de Ministros de Franco.

Aunque se presentó como una ley renovadora y adaptada a las necesidades educativas del momento, así como para reducir la brecha entre estudiantes ricos y pobres al hacer obligatoria la enseñanza desde los 6 a los 14 años para todo el mundo, lo cierto es que todo lo que viniera del gobierno franquista nos hacía sospechar. Y en este caso, acertamos: la ley no reducía la brecha, al contrario: creaba la Formación Profesional para enviar de forma mayoritaria a los hijos de los obreros y para que el Estado pagara esa educación que hasta la fecha había corrido a cargo de las empresas a través de los aprendices a quienes –aunque maltratados y con míseros salarios–, esos trabajos les permitían aprender un oficio y dejar de ser una carga para sus familias. En la España tan precaria que vivíamos, eso suponía un alivio. Bien sabía yo el trato que recibían porque mi hermana y mis hermanos ya eran aprendices en una fábrica del textil y en artes gráficas. Gracias a ellos, yo podía seguir estudiando.

La Ley de Villar Palasí había sido aprobada en agosto de 1970 (con “agostidad y alevosía”, se decía), previendo las movilizaciones en su contra que, sin embargo, no pudo evitar. En el curso 1970-71 ya se había incluido en las luchas estudiantiles de la Universidad, entre otras reivindicaciones. Pero a finales de 1970 fue más perentorio luchar contra el Proceso de Burgos donde se pedían varias penas de muertes contra dieciséis jóvenes militantes de ETA. Fueron tan extensas e importantes las protestas, a pesar de la durísima represión, que el régimen franquista declaró estado de excepción en todo el territorio español (1.189 personas detenidas entre el 15 de diciembre de 1970 y el 6 de abril de 1971) y tuvo que conmutar las penas a muerte impuestas por el tribunal militar por años de prisión. Obviamente, se consideró un éxito de la lucha antifranquista y no era para menos.

Para el curso 1971-1972 el clamor contra la Ley de Villar Palasí se había extendido a los institutos. “El hijo del obrero a la Universidad” era el lema que prendió e hizo que los alumnos de bachillerato, hasta entonces fuera de las protestas, salieran a la calle. En esa época en los institutos se entraba con 10 años y se salía con 16 años (ó 17 si se iba a la Universidad).

En mi instituto el paro fue total. Me tocó en el piquete de la puerta con otras compañeras y actuamos con bastante rotundidad para evitar que hubiera esquiroles. La lucha era justa, necesaria e indiscutible. Marchamos en manifestación por la Ronda del Sur hacia el instituto Arcipreste de Hita, que estaba cerca. Como es lógico, no éramos conscientes del peligro y nuestro éxito nos había llenado de euforia, así que recorrimos la distancia gritando “Democracia y libertad”, “Enseñanza popular”, “El hijo del obrero a la Universidad” y cosas similares. Paramos ante el Arcipreste de Hita a la espera de que salieran a apoyarnos. No fue así, a pesar de nuestra insistencia. Al poco tiempo oímos sirenas de la policía y vimos aparecer un jeep de los grises a lo lejos.

–¡La bofia!, ¡que viene la bofia! ¡Corred! –gritaron los más avispados.

Eso hicimos, correr como almas que llevara el diablo. Suerte que conocíamos bien el barrio, era el nuestro. Intentamos refugiarnos en unas obras cercanas, pero los albañiles nos echaron con cajas destempladas, no querían líos. Corrimos por la calle Campiña, un lugar muy abierto donde todavía no estaba la famosa Comisaría. Entonces alguien nos comentó que saliéramos de ahí y acabamos escondidos en las casas que llamábamos las “domingueras”(1) donde las calles eran más estrechas. Aguantamos hasta que dejamos de oír las sirenas y volvimos a nuestras casas. Al día siguiente conocimos la noticia de que había sido detenida una compañera nuestra que se despistó del grupo. Estuvo una noche en la temible Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Lo pasó muy mal. Solo tenía 16 años.

Pasados unos días se volvió a convocar otro paro. Me avisaron de que había una asamblea para discutir el tema y había que ir.

Mi madre estaba muy atemorizada, ella había vivido la guerra y la postguerra y había conocido muy de cerca la represión porque a su hermano mayor, militante comunista, lo cogieron en Madrid y estuvo preso 14 años, varios de ellos con pena de muerte de la que, por suerte, se salvó. Así que me pedía que no fuera, que no me metiera en líos. Yo le porfiaba con toda mi ingenuidad:

­–Pero mamá, hay que luchar, alguien tiene que hacer algo.

–Que lo hagan otros, tú no.

No quería hacerle sufrir, pero tampoco quería quedarme en casa. Me tenía que vestir para salir a la calle porque estaba cómodamente en bata y zapatillas. Unas zapatillas moradas que mi madre me había comprado en el Rastro del Pozo y que me parecían un poco chillonas, pero a las que yo no había puesto ninguna pega, al fin y al cabo, tenía que estarle agradecida porque la pobre hacía malabarismos con el dinero para llegar a todo. Era capaz de hacer duros de pesetas.

Para tranquilizarle le dije que salía a casa de una compañera, pero no terminaba de convencerla. Como no me creía le dije:

–Mira, voy aquí al lado. Me voy en zapatillas ¿lo ves?

Se resignó. Sabía que yo nunca salía a la calle de esa guisa, por lo que debió de pensar que no me iba a ir demasiado lejos. Bajé corriendo los tres pisos porque ya me estaban esperando mis compañeras en el portal.

–¿Dónde vas así? –se asombraron–. Pero si está todo lleno de barro. Tenemos que ir al Cerro de la Plata.

Era verdad. Había llovido el día anterior y Entrevías era un auténtico barrizal. Un barro pegajoso de lo que había sido tierra de labor hasta hacía muy poco tiempo. El Cerro de la Plata estaba cerca del Puente de los Tres Ojos y era un lugar singular donde se hacinaban gentes de mal vivir en casuchas inmundas. Por aquella época estaba a medio derruir porque se estaba construyendo la M-30 que pasaría por la zona.

Corrimos porque ya llegábamos tarde, atravesamos el barrio y bajamos por los terraplenes de la estación de Santa Catalina, metiéndonos por los huecos del muro que la separaban del comienzo de la Ronda del Sur. Al fondo vimos un grupo de gente y no tuvimos dudas, era la asamblea.

Varios jóvenes discutían entre ellos de forma muy vehemente. No entendía nada porque mi conocimiento de la política organizativa era más bien nulo, pero estaba claro que tenían diferentes opiniones: para unos era necesario parar la lucha porque la represión era muy brutal y para otros era una barbaridad semejante planteamiento ya que íbamos ganando y había que redoblar las fuerzas. Más y más intervenciones en el mismo o parecido sentido se fueron sucediendo. Hacía frío para ser mediados de abril y yo tenía los pies helados porque mis zapatillas moradas estaban mojadas y llenas de barro.

En esas estábamos cuando alguien vio venir desde el sur a varios jeeps de la policía y dio la voz de alarma. De nuevo había que correr.

Un grupo numeroso nos metimos en la estación de Santa Catalina que estaba medio abandonada con vagones y máquinas de tren parados en sus raíles. Intentamos escondernos en uno de esos vagones, sin embargo, los compañeros que venían detrás nos advirtieron que era muy mala idea. Subimos a toda prisa por los terraplenes por los que hacía unos minutos habíamos bajado. Empezaba a chispear y las zapatillas se me escurrían. Me costó una eternidad llegar arriba. Teníamos que descansar, el corazón se nos salía por la garganta, pero ¿dónde podíamos esperar a que escampara y se fuera la poli?

–¡A La Viña que está aquí al lado!, ¡vamos a La Viña, ahí no llegarán!

Entonces La Viña de Entrevías era un barrio muy parecido al mío, de reciente y pésima construcción propiedad del Ministerio de la Vivienda, donde vivía gente obrera muy solidaria. Allí nos dirigimos con la esperanza de podernos refugiar en uno de los portales sin que nadie nos dijera nada. Y así fue. Cuando escampó, volvimos a nuestra casa, alejándonos de las calles anchas como la misma Ronda del Sur o la de la Mancha, la Serena o Campiña.

Atravesando entre las casas y los bloques llegamos a mi calle, Ibor, y allí nos despedimos. Había aprendido muchas cosas en los últimos días sin apenas darme cuenta.

Intenté quitarles el barro a mis zapatillas todo lo que pude. Estaba temerosa de la bronca de mi madre, como era lógico. Cuando abrió la puerta gritó con alivio:

–¡Qué alegría, hija! Ya estás aquí.

Nos abrazamos fuerte y yo la llené de besos.

–Perdona, mamá, perdona.

–Si ya lo sabía yo… no tienes remedio. Anda, quítate todo que vendrás calaíta. Y arrímate a la estufa.

Mis zapatillas moradas no volvieron a ser las mismas. Yo tampoco.


  1. Las “casas domingueras” o los “domingueros” eran conocidas así porque las habían construido los propios inquilinos, la mayoría obreros de la construcción, en sus ratos libres de los domingos. El Ayuntamiento les había cedido el terreno y pagado parte de los materiales, además del asesoramiento técnico para que todas fueran iguales; pero la mayor parte lo habían hecho los inquilinos.

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