
Desde la cima de la colina, uno puede ver cómo el sol se pone sobre las vallas publicitarias situadas en los extremos de la autopista. Los anuncios que cuelgan de ellas cuentan mentiras. O, por lo menos, medias verdades. Imágenes de niños sonrientes en consultas dentales y de celebridades televisivas que se abrazan entre sí con fingida cordialidad.
Por Jayro Sánchez
La colina no es un lugar muy especial, solo otro mirador desde el que se puede contemplar la autovía con forma de serpiente. Pero, en realidad, esa ancha línea de asfalto recalentada por el sol veraniego es muy importante, ya que marca una línea fronteriza entre cada una de las ciudades dormitorio de Madrid sur.
Los chavales que las habitan lo saben, aunque ellos han creado sus propias señas de identificación territorial y las han adherido a lo más profundo de la urbe, aplicándolas con botes de espray sobre los muros de los callejones, las rampas de los skateparks y los bancos de los jardines.
Salen al abrigo de la oscuridad, con las capuchas puestas y el material de trabajo camuflado dentro de mochilas de instituto. Avanzan por las calles desiertas, deslizándose de sombra en sombra para esquivar a las patrullas policiales. Vierten su rabia en las paredes, llenándolas de letras enormes, trazados artísticos y colores muy vivos. Mientras, sueñan con convertirse en los futuros herederos de Banksy.
La travesía del alquitrán y el adoquín
Desde la cima de la colina, uno puede ver cómo el sol se pone sobre las vallas publicitarias situadas en los extremos de la autopista. Los anuncios que cuelgan de ellas cuentan mentiras. O, por lo menos, medias verdades. Imágenes de niños sonrientes en consultas dentales y de celebridades televisivas que se abrazan entre sí con fingida cordialidad.
Al otro lado de la carretera, bajo un horizonte de nubes de color rojo sangre, se alzan varios bloques de apartamentos. Sus ladrillos marrones, manchados por el humo contaminante de los vehículos que pasan por la autovía a toda velocidad, rodean las plazas de cemento donde varios grupos de niños juegan al fútbol.
Su capacidad de improvisación para montar porterías puede parecer impresionante, pero es una tradición legada de padres a hijos durante años. Encontrar pequeñas ramas caídas de los árboles cercanos no es difícil en la estación otoñal. Para el verano, están las piedras de los jardines cercanos. Y, en el caso de que hubiera una emergencia, siempre quedan las esquinas de los bordillos y las patas metálicas del mobiliario público.
De latas y carreras
Hay una lata de cerveza oxidada semienterrada entre la maleza que se desparrama por las cuestas de la colina. También es de color rojo. Como algunos de los coches tuneados que participan en las carreras ilegales nocturnas de los alrededores de la M50.
Muchas de ellas se realizan de forma habitual en la larga recta que se extiende desde la parte posterior de la elevación hasta uno de los innumerables polígonos industriales semiabandonados de Madrid sur.
La mayoría de los conductores son jóvenes veinteañeros que solían chutar penaltis en plazas de cemento y rociar su inconformidad en los muros de los callejones. Ahora, destrozan los motores de sus Ibizas trucados corriendo a 140 por hora sobre las fantasmales avenidas urbanas.
Los organizadores son gente «de barrio». Saben cómo atraer a los chicos del vecindario. Utilizan billetes verdes, amarillos y morados. Y pastillas de más colores. Planifican las citas a través de aplicaciones «seguras» instaladas en sus teléfonos. Se reúnen con los «pilotos» en aparcamientos o descampados vacíos, donde gestionan apuestas y la venta de narcóticos. Todavía no son los «reyes», pero les gusta pensar que llegarán a serlo.
Cuando se confían demasiado, acaban esposados por agentes de la Policía Municipal o de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil. Y sus ilusiones se desvanecen en el asiento trasero de un coche patrulla o dentro del calabozo.
Esencia de un suburbio
Hay varios gimnasios en los arrabales levantados tras las vallas de protección y los quitamiedos de la autopista. En muchos de ellos se imparten clases de boxeo y de diversas artes marciales. Estos edificios representan muy bien la paradójica dinámica de la urbanidad: o comes o eres comido. A nadie le importa.
Incluso sin guantes, muchas veces los golpes forjan amistades inquebrantables entre el entusiasta crisol de adolescentes que se apuntan a las sesiones de entrenamiento. Algunos acuden porque quieren aprender a defenderse, otros porque no encuentran alternativas para desfogar la ira impresa en sus pechos. Pero todos deben tener disciplina. Los que no la desarrollan se acaban cansando y abandonan.
Hay gente que dice que el de la pelea es un noble arte. Sin embargo, en Madrid sur siempre parece sucio y brutal. No hay reglas ni límites. Solo un objetivo: ganar. El uso de puños, tibias, rodillas, codos, uñas y dientes es bastante común. La utilización de armas como navajas, palos o piedras es menos esperable si el conflicto ha surgido de manera espontánea, aunque también se da. ¿No recuerda a aquel dicho de: «Nunca digas nunca»?
Revoltijo de esperanzas y tristezas
En la colina, casi ha anochecido. Otro día toca a su fin. Los trabajadores y los aprendices de futbolista vuelven a sus casas bajo el resplandor anaranjado que cubre, muy lejos y a la izquierda, las cumbres de la sierra madrileña. Invisibles columnas de humo ascienden desde la M50 hasta desvanecerse en lo alto del cielo.
Los conductores encienden las luces de sus vehículos. El tráfico se vuelve más lento. El turno de noche es para los grafiteros, los «pilotos» y algunos otros sujetos. En las estrechas calles, los negocios han bajado sus persianas metálicas, decoradas con firmas y dibujos de genitales masculinos. A mi lado, un desconocido abre otra lata de cerveza.
La magia de lo urbano se asoma entre antenas parabólicas, neones de centros comerciales y bloques residenciales. El dueño de la cerveza da una calada a su cigarrillo, emite un gargajeo y escupe sobre el suelo. Pienso: «Mierda. Estos barrios son un revoltijo de esperanzas y tristezas».
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