Mario del Rosal
Profesor de crítica de la economía política
Las señales son cada vez más claras y rotundas: el siguiente episodio agudo de la crisis perenne del capitalismo no tardará en llegar.
Quienes tienen un patrimonio que proteger (es decir, los capitalistas, fundamentalmente), se están dando cierta prisa por poner a buen recaudo su riqueza. Unos optan por la fórmula clásica del oro, como equivalente general de valor; otros por las divisas que siempre han servido de refugio, como el franco suizo; y otros, que aún confían en sacar tajada de su dinero por la vía del crédito a los Estados, prefieren comprar bonos a largo plazo antes que a corto, en previsión de lo que pueda pasar a la vuelta de la esquina.
El oro, por ejemplo, ha visto aumentar su precio en euros más del 30% en el último año y casi un 20% sólo en los últimos seis meses.
Fuente: goldprice.org (bit.ly/30vZaPu, a 23 de agosto).
El franco suizo, por su parte, mantiene una modesta, aunque continua, tendencia al alza respecto del euro en los últimos tres meses.
Fuente: Banco Central Europeo (bit.ly/2ZxmoYB, a 23 de agosto)
La cuestión de los bonos, por su parte, ha dado lugar a la famosa inversión de la curva de tipos de interés, que tan de moda se ha puesto entre los supuestos expertos. Esta anomalía, se ha extendido con distinta intensidad ya a cuarenta países, entre los que se encuentran Estados Unidos, Alemania, Japón, Canadá, los países escandinavos y España, entre otros (ver, por ejemplo, bit.ly/30uvmmu).
Fuente: World Government Bonds (bit.ly/31VQORC, a 23 de agosto).
Las gráficas como esta, referida al caso de los empréstitos del gobierno estadounidense, refleja los tipos de interés pagados por cada clase de bono en función de su vencimiento. Se observa claramente cómo, desde el título a un mes y hasta el de cinco años, cuanto mayor es el plazo, menor es el tipo de interés ofrecido. A partir de ese punto, la tendencia se torna positiva, aunque lo cierto es que ni siquiera el bono a treinta años es capaz de ofrecer un rendimiento equivalente al de un solo mes.
Esta situación va en contra de la lógica más elemental, puesto que implica que, cuanto mayor es el tiempo que se debe esperar para recuperar la inversión, menor es el rendimiento que se va a obtener. Lo normal sería lo contrario: a mayor plazo, más largo es el periodo en el que no se podrá usar el dinero para otras alternativas y mayor será también el riesgo asumido, por lo que los tipos que se han de ofrecer para atraer capital han de ser superiores cuanto más dilatado es el tiempo hasta el vencimiento. Por eso, en un escenario menos convulso, la gráfica tendría siempre pendiente positiva, lo que justifica la denominación de “curva invertida” a la situación actual.
En realidad, lo que ocurre no es ningún misterio: los especuladores (“inversores”, en lenguaje convencional), consideran que el riesgo que conlleva la inestabilidad económica inmediata es tan elevado que prefieren invertir en deuda pública a plazos más largos antes que arriesgarse a apostar su dinero en renta variable y deuda privada. De ese modo, la demanda de bonos estatales aumenta tanto más cuanto mayor es el periodo de maduración, lo que conlleva el alza de su precio y, con ella, la caída de su rendimiento. En otras palabras: los especuladores son pesimistas respecto de la evolución económica en el corto plazo (y, por cierto, bastante optimistas en relación al largo plazo, puesto que confían en que el capitalismo y los Estados burgueses seguirán existiendo como hasta ahora dentro de veinte o treinta años).
Esta situación aparentemente disparatada preocupa –y mucho– no tanto por sus consecuencias en términos estrictamente financieros, sino porque el fenómeno de la inversión de la curva de tipos de interés ha precedido en muchas ocasiones a episodios de recesión (ver, por ejemplo: reut.rs/2TvXx1C). En realidad, no es que la inversión de la curva de lugar a la crisis, sino que la previsión de crisis provoca la inversión de la curva. Y, teniendo en cuenta el carácter marcadamente gregario de los especuladores (tanto individuales como institucionales), no es inconcebible considerar este fenómeno como un ejemplo más de profecía autocumplida. Si todos piensan que la cosa va a ir mal, la cosa irá mal (sin que esto signifique, claro está, que sea la causa de la crisis, sino, más bien, la chispa que acaba provocando su explosión).
En realidad, no son estas formas convencionales de calibrar la situación y su evolución futura lo que me interesa. Es obvio que una nueva recesión llegará, más pronto que tarde, y ni siquiera se discute si va a ocurrir o no, sino cuándo. Además, para saber por qué y cómo, es mucho más útil analizar la evolución de las ganancias y las expectativas de ganancias, como lleva explicando la economía marxista desde hace muchísimo tiempo (Michael Roberts, por ejemplo, lo hace aquí: bit.ly/2ZkaBZp y aquí: bit.ly/2TYC5CR).
Lo que me preocupa, y de ahí el título del artículo, es quién tendrá que pagar los nuevos platos rotos. Y la respuesta es la misma de siempre: nosotras y nosotros. Es decir, la clase trabajadora.
Pero, ¿por qué pasa eso? ¿Somos de verdad culpables? ¿Será que queremos –otra vez– vivir por encima de nuestras posibilidades? ¿Será que nuestra ilusoria pretensión de trabajo fijo (y digno) es un lastre que impide el despegue de la productividad? ¿Será que nos empeñamos en mantener salarios que el capital ya no puede permitirse, so pena de no tener beneficios suficientes y verse obligado a dejar de invertir? ¿Será cosa de la supuesta insostenibilidad de ese cada vez más precario “Estado del bienestar” que nos obcecamos en mantener casi con respiración asistida? ¿Será porque vivimos demasiados años como para poder mantener un sistema de pensiones cada vez más gravoso para la economía? ¿Será acaso debido a nuestra manía de provocar burbujas inmobiliarias en cuanto tenemos dos euros ahorrados? ¿Será por los populismos a los que nos lanzamos irracionalmente en cuanto las cosas se tuercen un poco?
Nada de esto es cierto, pero de todo ello nos acusarán en cuanto llegue la nueva recesión y tengan que buscar justificaciones para seguir retorciendo la tuerca de la explotación. Nos dirán que la crisis se debe tan sólo a cuatro causas: los ciclos “naturales” de la economía, las maquinaciones de determinadas empresas y sectores demasiado avariciosos, los errores de gestión macroeconómica de políticos ineptos y nuestra obsesión por mantener un nivel de ingresos y de condiciones laborales incompatibles con el capitalismo del siglo XXI. Así, tendremos que escuchar, de nuevo, que la crisis es un accidente, un problema circunstancial, y que, para arreglar las cosas, debemos apretarnos el cinturón, remar todos juntos al unísono para salir de la tormenta. Los políticos llegarán a consensos sin remilgo alguno, el capital mostrará su consternación por tener que hacer cosas que no querría tener que hacer, muchos sindicatos se pondrán de su parte por el “bien común” y, de nuevo, estaremos solos ante una nueva fase de destrucción masiva de derechos laborales, económicos y sociales.
Pero todo es mentira. Ni la crisis es un desastre natural, ni culpa de unas cuantas manzanas podridas, ni responde a la incapacidad de los políticos ni se debe a nuestro inmovilismo ante los nuevos tiempos. La crisis es consustancial al sistema y no acabará hasta que no consigamos superar ese sistema. La crisis es inevitable y, aun peor, es útil. Útil para someternos, para convencernos de que no hay alternativa y para olvidarnos del poder colectivo que tenemos como clase social.
La crisis es el resultado de un modo de producción cada vez más insostenible del que se beneficia una clase cada vez más privilegiada. Es esa clase la culpable última de la crisis porque es la beneficiaria tanto del sistema que la alberga como de las consecuencias de que ocurra. Es el capital quien está detrás y delante de la crisis, quien la provoca y quien sale fortalecido de ella. Es el capital el que sale victorioso del terremoto, el que lo aprovecha para redoblar su dominio sobre el trabajo, el que lo utiliza para aumentar las desigualdades hasta cotas insólitas, el que lo emplea para reforzar el dominio del régimen despótico del salariado.
Al igual que Emiliano Zapata pedía que la tierra fuera para el que la trabaja, así debemos nosotros exigir que la crisis sea para quien se la granjea. Si es culpa del capital, que pague el capital, no nosotros. Quien siembra vientos, que recoja tempestades. Quien la haga, que la pague.
Que no se nos olvide: la crisis no es un designio divino o un desastre natural, sino un arma. Y quien la empuña, lo hace contra quienes trabajamos para vivir, contra nuestros hijos y contra nuestros nietos.
Ojalá esta vez seamos capaces de resistir frente al ataque que se nos avecina.
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