Por Alfredo Apilanez
“Para Sraffa la teoría económica marginalista es una aberración. Existe una teoría económica “sensible” y coherente y una teoría económica aberrante. El cambio de nombre mismo, que se dio desde la economía política clásica a la “economía” de Marshall a partir de 1870 es la “marca de división”. Realmente hay un ‘abismo insondable’ entre los dos paradigmas”. Luigi Pasinetti |
Con estas contundentes aseveraciones resume el prestigiosoeconomista neoricardiano Luigi Pasinetti la demoledora opinión que sobre la corriente hegemónica en la teoría económica contemporánea tenía su compatriota y maestro Piero Sraffa. La biografía de Sraffa (1898-1983), atravesada por las convulsiones de la primera mitad del siglo XX, destaca por la extraordinariamente selecta y variada gama de sus relaciones personales y por el discreto pero enorme influjo que ejerció en todos los que le trataron. Se trata de un conspicuo economista teórico italiano que, tras sentir las garras de la represión mussoliniana debido a sus artículos críticos hacia la complicidad de la banca con el fascio y a sus declaradas simpatías socialistas, recaló en uno de los centros neurálgicos de la intelligentsia europea de la época: el círculo de Lord Keynes en la universidad de Cambridge. Durante su estancia en el Trinity College, convivió con la flor y nata de la ciencia y la filosofía de entreguerras causando, en las personas que lo trataron, una profunda impresión por la extensión y hondura de sus conocimientos y su vertiginosa capacidad para descifrar y detectar las flaquezas incluso en los argumentos más intrincados. Lord Keynes –quien posibilitó el traslado del exiliado Sraffa a Cambridge en 1927- decía, refiriéndose a ‘su amigo italiano’: “Piero Sraffa, aquél para quien nada está oculto”-. El renombrado filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, gran amigo de Sraffa a partir de su llegada a Cambridge en 1929, reconoció la profunda influencia ejercida por el “aguijón” sraffiano en la evolución de su pensamiento: “un profesor de esta Universidad, el Sr. P. Sraffa, ha sometido, durante muchos años, a un exigente análisis mi pensamiento; a su aguijón le debo las ideas más ricas en consecuencias de este libro [las ‘Investigaciones filosóficas’, 1953]”. Según propia confesión, tras sus conversaciones con Sraffa, se sentía “como un árbol al que se le han cortado todas las ramas”.
Lo característico de la personalidad de Sraffa es pues la fusión de una agudísima inteligencia, reflejada en una penetrante capacidad teórico-analítica que le hizo descollar como uno de los economistas teóricos más brillantes de su generación, con una acusada conciencia socio-política ribeteada de ideas socialistas. Esa inusual combinación de rigor teórico y compromiso político, como “compañero de viaje” del embrionario comunismo italiano, queda plasmada en la amistad inquebrantable que le unió a Antonio Gramsci, a quien conoció en la universidad de Turín en 1919. Si bien de talante más moderado que su amigo sardo –no llegó a afiliarse al PCI y mantuvo desde el principio una acusada distancia crítica con el comunismo soviético-, Sraffa formó parte de la redacción de L’OrdineNuovo, el periódico fundado por Gramsci y Togliatti en 1919. Desde esa privilegiada atalaya participó en los intensos debates –en ocasiones, en aguda polémica con Gramsci- suscitados a partir de la fundación del PCI y de la Tercera Internacional: la relación con las fuerzas políticas “democrático-burguesas” y la articulación de la capacidad de respuesta del partido ante el imparable ascenso del fascismo. Ya exiliado en Cambridge, muy poco después de la detención y encarcelamiento de Gramsci, Sraffa realizó múltiples aunque infructuosas gestiones encaminadas a la liberación del ilustre prisionero y sirvió de enlace entre los comunistas presos en Italia, la Internacional Comunista y la enorme diáspora de militantes provocada por la represión fascista. La obra magna del más célebre de los autores comunistas del siglo XX debe mucho a la implicación de Sraffa, al proporcionar éste los fondos necesarios para la apertura de una cuenta en una librería de Milán donde el autor de los ‘Cuadernos de la Cárcel’ pudiera abastecerse de las publicaciones necesarias para desarrollar su imponente esfuerzo intelectual.
Desde su tranquila posición de bibliotecario en la monumental Biblioteca Marshall de Cambridge, y paralelamente al extraordinario esfuerzo que representó –gracias a la mediación, una vez más, de Lord Keynes, su amigo y “protector”- el encargo de llevar a cabo la edición de las obras completas de David Ricardo, este cerebro extraordinario fue pergeñando, durante más de tres décadas, su proyecto vital: la crítica de los supuestos basales del paradigma neoclásico-marginalista (dominante en la teoría económica desde el “terrible cambio” ocurrido a partir de 1870) y la restitución del enfoque “sensible y coherente” de los economistas clásicos. En esa ciclópea tarea encontró concreción la perfecta simbiosis entre su enorme rigor teórico –su discípulo Amartya Sen relata que Sraffa consideraba inmoral escribir, ¡más de una página al mes!- y su discreto pero manifiesto compromiso ético-político: “Es necesario volver a la economía política de los fisiócratas, de Smith, Ricardo y Marx (…) Este natural y consistente flujo de ideas fue súbitamente interrumpido y sepultado en el fondo del océano; fue invadido, sumergido y arrasado con la fuerza de un maremoto por la economía marginalista. Tiene que ser rescatado”. El proyecto de investigación que comprometió a Sraffa durante toda su vida aparece, por tanto, desde el principio, como profundamente radical: formular racionalmente el abierto rechazo del carácter “patológico” que había adoptado la teoría económica después de la drástica cesura posterior a 1870, cuestionando su propio estatus como ciencia legítima y desvelando su condición de simple ideología legitimadora.
La novedad de la “obra de demolición” sraffiana reside pues en que concentró su “artillería” en el desvelamiento de las profundas inconsistencias del núcleo “duro” de la teoría neoclásica –su obra magna lleva por subtítulo: “Preludio a una crítica de la teoría económica”-. Al contrario que la mayoría de los economistas heterodoxos, fundamentalmente marxistas, su tarea no fue el desarrollo de la “verdadera” economía política, independientemente y en abierta oposición a la despreciable economía vulgar de los apologistas del capital. Si bien Sraffa era agudamente consciente de la necesidad de poner el estudio de la economía al servicio del veraz conocimiento de la realidad social, sabía asimismo –quizás por su contacto directo con los mejores cerebros del “enemigo” en Cambridge- que la reconstrucción de una teoría económica “sensible” debía incluir necesariamente la crítica de las mistificaciones de la ortodoxia. El torpedo había que dirigirlo pues contra la línea de flotación de la doctrina hegemónica: su flagrante incoherencia interna. Tal desvelamiento produce un efecto fulminante sobre el dogma que ninguna crítica externa puede tener ya que se combate al adversario en su propio terreno, utilizando sus propias reglas. Precisamente allí donde los sumos sacerdotes se sentían más fuertes y más libres de toda falla. La comprensión del trasfondo de este tour de force de casi cuatro décadas (ya en 1928, Sraffa sometió al experto juicio de Keynes una primera versión de las proposiciones centrales de su única obra, publicada finalmente ¡en 1960!) requiere acercarse someramente a los “sagrados” fundamentos de la “ciencia” aberrante.
La pregunta “maldita”
“La gente sigue formulándose la pregunta sin sentido: ¿qué es el capital?”
J.A.Schumpeter
“Hay que preguntarse si la economía pura es una ciencia o si es “alguna otra cosa”, aunque trabaje con un método que, en cuanto método, tiene su rigor científico. La teología muestra que existen actividades de este género. También la teología parte de una serie de hipótesis y luego construye sobre ellas todo un macizo edificio doctrinal sólidamente coherente y rigurosamente deducido. Pero, ¿es con eso la teología una ciencia?”
Antonio Gramsci
¿Cuál es el origen del beneficio empresarial? ¿Cómo se determinan los salarios y la ganancia del capital? ¿La distribución de la renta en una economía capitalista es un proceso regido por leyes económicas autónomas o por las relaciones sociales asimétricas externas al ámbito de la teoría pura? ¿Existe, en fin, una dimensión de la vida social –lo económico-, expurgada de adherencias políticas o éticas, que se pueda arrogar la pretensión de subordinar la gestión de los asuntos públicos a sus leyes inmutables?
Un lego en la materia sin duda pensaría que cuestiones de tal relevancia deberían constituir objetos básicos de investigación de la teoría económica. De hecho, el principio de que la maximización del beneficio es el leitmotiv de la iniciativa empresarial es la machacona cantinela con la que se bombardea a legiones de aprendices de economistas. Lo anterior parecería corroborar la preeminencia del análisis del origen y la magnitud de la ganancia del capital y la distribución de la renta y la riqueza en la decana de las ciencias sociales. Nada más lejos de la realidad: un grueso halo de misterio cubre la génesis de tan neurálgico aspecto de la vida social. En las elocuentes palabras del economista marxista argentino Rolando Astarita: “todo está orientado para que un estudiante se reciba de economista sin haberse preguntado jamás de dónde y cómo surge la ganancia del capital. En última instancia, se trata de la ‘pregunta maldita’ para la economía política burguesa. Y al arte de este ocultamiento, se le llamará ciencia económica”. El marxista británico Fred Moseley expresa también su pasmo ante tan llamativa omisión: “Tan sorprendente como parezca, la economía convencional no tiene teoría de la ganancia en absoluto o tiene una teoría de la ganancia muy débil y ampliamente desacreditada (basada en la entelequia de la productividad marginal). ¡La ganancia no es siquiera una variable en la macroeconomía convencional! Ni en la macroeconomía keynesiana ni en la clásica”.
El canónico manual de Dornbusch-Fischer nos sirve para ejemplificar el tratamiento estándar de la pregunta “maldita” en la vulgata de los textos académicos. A pesar del tono puerilmente didáctico –o quizás gracias a ello, al estar despojado del aparataje críptico-matemático de los sesudos textos teóricos-, refleja claramente la incomodidad de la ortodoxia ante el tratamiento del origen de la ganancia del capital. En el capítulo 2.1 (“La producción y los pagos a los factores de producción”) se describe una economía elemental para introducir los conceptos básicos. Esa economía está formada por amigos-estudiantes, que se dedican a hacer tartas, y el lector, que es el empresario. El lector-empresario contrata a sus amigos para estirar la masa y alquila una cocina a otro amigo. Los factores de producción son entonces los amigos (el trabajo) y la cocina (el capital). La producción es el número de tartas. Se puede establecer así una relación, llamada función de producción, que determinará la oferta de tartas de esa empresa. Una vez horneadas las tartas, el empresario-lector entrega algunas tartas a los amigos, en pago por su trabajo; constituyen la renta salarial. También aparta un trozo de cada tarta para entregarla al Estado en concepto de seguridad social (lo que es otro pago al trabajo). Una tarta se la queda el empresario-lector, “en justo pago de sus conocimientos de gestión”. Se precisa entonces que esta tarta “también es un pago al trabajo”. El afanoso emprendedor deja unas cuantas tartas para el dueño de la cocina; son los pagos al capital -renta de alquiler, es este caso-. Y ahora –relata enfáticamente Astarita- aparece el milagro: “el resto constituye un verdadero beneficio. Para que quede más claro, se agrega una ecuación: Valor Tartas = pagos al trabajo + pagos al capital + beneficio. ¿De dónde diablos ha salido? Misterio. No hay forma de encajarlo en el esquema que se ha desarrollado hasta aquí”. Aunque todos los manuales postulan de forma perentoria que la maximización de los beneficios empresariales es el acicate fundamental de la actividad económica, no hay explicación teórica alguna que justifique su existencia.
El misterio aumenta cuando, en el capítulo siguiente, que trata sobre el crecimiento y la acumulación de capital, al formalizar de nuevo la función de producción –como si su incómoda presencia estorbara la búsqueda de la perfecta simetría en la retribución de los factores productivos- “el beneficio ha desaparecido, y así seguirán las cosas hasta el final del libro”. No se vuelve a mencionar ni siquiera la categoría “beneficio” o “ganancia” como parte relevante de la descripción de los distintos ámbitos de estudio de la macroeconomía ortodoxa. Como añade irónicamente Moseley: “La actitud de los economistas neoclásicos parece ser: “simplemente olvidémonos de la teoría de la ganancia y esperemos que los estudiantes o críticos no pregunten”. Si alguno tuviera la osadía de insistir, se le despacharía haciendo mención del enorme sacrificio que asumen los creadores de riqueza ante su abstinencia de consumo presente –la teoría de la “espera” de Seniory Marshall- en aras de la ansiada ganancia futura; o quizás esgrimiendo la justa y necesaria recompensa por el “riesgo” asumido por los beatíficos emprendedores. Pero una etérea justificación “moral” no es una explicación rigurosa. Así como los salarios son la compensación por el sacrificio del ocio que realizan los trabajadores, la sufrida abstinencia sería la “contribución” de los capitalistas al proceso productivo. Celso Furtado, teórico brasileño de la dependencia, resalta el acusado cariz legitimador implícito en tal argumento: “La cabal explicación del progreso económico resultaría de la buena disposición de algunos loables individuos a realizar algún tipo de sacrificio en pro de la generación de riqueza social”.
¿Cuál es pues –más allá de las edificantes parábolas sobre los benditos creadores de riqueza- el “núcleo duro” de la explicación de la retribución de los factores productivos y la distribución de la renta en la pomposamente denominada nueva síntesis neoclásica? El insigne Premio Nobel Paul Samuelson, gran mandarín de la ortodoxia y autor del libro de texto de economía más vendido de la historia, nos proporciona una excelente muestra del refinado “arte de ocultamiento” característico de la aséptica construcción teórica marginalista. En el capítulo titulado “Los mercados de factores: la tierra, el trabajo, el capital y la distribución de la renta” se puede leer lo siguiente: “la teoría de la distribución de la renta es un caso especial de la teoría de los precios (…) Los precios de los factores de producción son el resultado del juego de la oferta y la demanda de los diferentes factores de la misma forma que los precios de los bienes son el resultado del juego de la oferta y la demanda de bienes(…) La clave para responder a estas preguntas es la teoría de la renta basada en la productividad marginal. Este resultado determina los precios y las cantidades de factores y, por lo tanto, las rentas de los agentes en el mercado”.
Maurice Dobb –brillante historiador de la economía y gran amigo y colaborador de Sraffa en Cambridge- resume didácticamente el total vaciamiento de materialidad social implícito en tal construcción: “el problema de la distribución se reduce a la formación de los precios de los factores –trabajo y capital-, bajo asépticas condiciones derivadas del cálculo diferencial en directa correspondencia con sus productividades marginales”. Sin embargo, como apunta Pasinetti, la hábil maniobra de prestidigitación tenía mimbres sumamente endebles: “Esencialmente, el mayor defecto de la teoría neoclásica es el de haber querido imponer la perfecta simetría entre el tratamiento del “trabajo” y el del “capital”, que ha sido sugerida por la elegancia matemática, pero que no encuentra soporte ni en la realidad ni en la lógica. Es un hecho que, por razones conceptuales, los dos factores no son simétricos”.
Joan Robinson, una de las más destacadas economistas postkeynesianas, perteneciente al selecto círculo de Sraffa y Keynes en Cambridge, describe la perversa influencia de tales “parábolas neoclásicas” en los “poco rigurosos” hábitos de pensamiento de los sumos sacerdotes de la cofradía marginalista: “La función de producción ha sido un poderoso instrumento de mala educación. Al estudiante de teoría económica se le enseña a escribir Y = F(K,L), donde L es la cantidad de trabajo, K una cantidad de capital e Y una cantidad de producto de mercancías. Se le enseña a suponer que todos los obreros son homogéneos y a medir L en horas de trabajo por hombre (,…). Pero luego se lo arrastra hasta el siguiente problema, en la esperanza de que olvide preguntar en qué unidades se mide K. Antes de que se le haya ocurrido hacerlo, ya se ha convertido en profesor. De este modo, tales hábitos poco rigurosos de pensamiento se transmiten de una generación a otra”. El propio Sraffa, en misiva a Robinson, expresa su pasmo ante el extravagante principio de la equiparación de los factores productivos en el catecismo neoclásico: “si uno mide el trabajo y la tierra en términos de hombres o acres, el resultado posee un significado claro. En cambio, si mides el capital en toneladas, el resultado pura y simplemente no tiene sentido. ¿Cuántas toneladas tiene, por ejemplo, un túnel de ferrocarril? Si no te convence, inténtalo con alguien que no haya sido corrompido (sic) por la economía. Dile a un jardinero que un granjero tiene 200 acres o emplea a 10 hombres. ¿No tendrá una idea bastante precisa de las cantidades de tierra y trabajo? Ahora dile que usa 500 toneladas de capital y pensará que estás chiflada (no más, sin embargo, que Sidgwick o Marshall)”.
El capital, como apunta irónicamente Dobb, “recuerda al éter de los antiguos filósofos: no es menos útil para nuestros economistas de lo que lo fue el éter para los primeros astrónomos”. Robinson, con su proverbial habilidad retórica, pone el dedo en la llaga: “¿Cuál es la unidad de capital? ¿Es una cantidad de dinero o un stock de equipo específico? En uno u otro caso, ¿qué significado tiene su producto marginal? Cuando hice esta pregunta, los neoclásicos se me echaron encima como un enjambre de avispas. El capital es el capital, zumbaban. Todo el mundo excepto usted sabe perfectamente qué es el capital”. Como anota Sraffa, se trataba de un dogma de fe: “La idea del capital como una ‘cantidad’ está tan profundamente imbuida en cualquiera que haya sido educado como economista, que requiere un esfuerzo enorme deshacerse de ella”.
La deficiente conceptualización de este “ectoplasma”, como lo describía Robinson, sería la responsable de la implosión del aparentemente “macizo” edificio de la construcción teórica de la nueva economía “científica”.
Astarita señala la falacia del razonamiento circular en el que se basa la medida del capital en la función de producción neoclásica: “La función de producción supone la posibilidad de medir la productividad del capital en términos físicos. Sin embargo, la única manera de agregar bienes de capital heterogéneos es por medio de sus precios. Pero éstos dependen a su vez de la tasa de beneficio; de manera que para calcular el valor de los bienes de capital que intervienen en la función de producción hay que suponer dada la tasa de beneficio; pero la función de producción se construye precisamente para calcularla. El razonamiento es circular”. Resulta pues imposible calcular el valor de bienes de capital (medios de producción) sin conocer previamente la tasa de beneficio con la que esos bienes de equipo se han producido.
En otras palabras, la teoría neoclásica de la distribución está encerrada en un círculo vicioso: para determinar la ganancia por medio de la productividad marginal del capital necesito saber primero… la ganancia.
El trasfondo de esa obsesión por camuflar la auténtica naturaleza del “factor” capital reside en la necesidad de ofrecer una visión mistificada de la realidad social. Como apunta Astarita, el boquete en la línea de flotación de la ortodoxia refleja “la ocultación de la materialidad social inserta en las relaciones de producción y distribución del ingreso capitalistas al considerar las retribuciones de los factores productivos como un caso particular de la teoría de fijación de los precios de mercado a través de la oferta y la demanda de factores”. El nudo gordiano de la añagaza se reduce pues a la afirmación “perentoria” de que la distribución de la renta entre salarios y beneficios es una cuestión técnica sin ningún tipo de contaminación político-social.
Paul Sweezy, el más notable economista marxista estadounidense del siglo pasado, expone las implicaciones éticas de la hábil maniobra de prestidigitación teórica basada en asociar precios de los factores y productividades “marginales”. Al referirse al otro término del “perfecto” binomio capital-trabajo asalariado, constata la facilidad con la que tan aseada concepción acerca de los agentes creadores de la riqueza social se desliza inopinadamente desde las alturas positivas de la teoría pura al ámbito normativo de la justicia distributiva: “De este punto se pasa de manera natural y fácil a tratar el salario como “realmente” o “en esencia” la productividad marginal del trabajo, y a considerar la relación entre el patrono y el obrero que se expresa en el pago real del salario como incidental y sin ninguna significación en sí misma. Así, el profesor Robbinsdeclara que las relaciones de cambio (entre patrono y obrero) son un ‘incidente técnico’ subsidiario del hecho fundamental de la escasez. No termina aquí la cuestión. Una vez adoptado el punto de vista que se acaba de establecer, es extraordinariamente difícil, aun para el más prudente de los observadores, evitar deslizarse al hábito de considerar el “salario” de productividad como, en cierto sentido, el salario razonable, es decir, el ingreso que el obrero percibiría bajo un orden económico equitativo y justo”.
Una prueba de cuán difícil es, incluso desde planteamientos ideológicos supuestamente antagónicos, evitar deslizarse por tales hábitos “poco rigurosos” de pensamiento la ofrece la siguiente defensa del “salario de productividad” como retribución “razonable” por parte de Alberto Garzón, secretario general del PCE. Tras afirmar tajantemente -en un texto en el que trata de exponer “los conceptos de competitividad y productividad y su vinculación con los salarios”- la imposibilidad de medir la productividad (“medir la productividad es un imposible que los economistas intentan solucionar como pueden (sic)”), el joven líder de la izquierda patria añade sorprendentemente el siguiente comentario: “¿Es justo que los incrementos de productividad no se traduzcan en subidas de salario? Por supuesto que no. Si eso sucede el incremento de la capacidad productiva beneficia en su totalidad al empresario, que puede aprovechar para mantener los precios pero subir los márgenes y quedarse con todo el beneficio. En términos marxistas, por cierto, se dice que se ha incrementado la plusvalía relativa. Es decir, que ha aumentado el grado de explotación del trabajador. Por eso en teoría el ajustar los salarios con la productividad es una medida razonable”. Más allá de la simplona (y errónea) alusión al incremento de la plusvalía relativa y del grado de explotación, el argumento –extrañamente similar al esgrimido por la patronal: “los salarios no pueden aumentar más que la productividad”- es absurdo. El valor de la aportación del trabajo al producto final –su presunta productividad- no es la diferencia entre el valor total y el valor atribuido al “capital-beneficio”, del que se apropia el empresario. Simplemente no existe tal cosa. Todo el razonamiento está viciado por su estrecha adscripción al marco teórico del discurso hegemónico basado en la “dichosa” productividad de los factores. El economista marxista mexicano Alejandro Nadal no puede contener su pasmo ante la rendida aceptación del modo de pensamiento del “enemigo” por parte de los presuntos campeones del proletariado: “¿De dónde rayos sacaron las centrales obreras que hay que negociar salarios en base a indicadores de productividad? Ello significa aceptar el sinsentido de la función de producción neoclásica donde hay una cosa que se llama el factor capital, que puede ser medido independientemente de la distribución del ingreso, y otra que se llama el factor trabajo. Lo cierto es que no existe tal cosa”. Ante el colosal desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo social bajo el reino del capital, ¿no sería más “comunista” la defensa de la vieja aspiración emancipadora a la reducción del tiempo de trabajo en lugar del planteamiento economicista implícito en el reparto de una ilusoria tarta con los renuentes propietarios de los medios de producción? Quizás no esté de más recordar lo que opinaba del potente ‘fetichismo’ de la generación de riqueza social basada en la trapacería de la división en factores de producción el iniciador de la tradición de pensamiento a la que, sedicentemente, se adhiere el señor Garzón: “En la fórmula tripartita del capital-ganancia; o mejor aún, capital-interés-, tierra-renta del suelo y trabajo-salario, en esta tricotomía económica considerada como la concatenación de las diversas partes integrantes del valor y la riqueza en general con sus fuentes respectivas, se consuma la mistificación del régimen de producción capitalista a cargo de la economía vulgar(…) el mundo encantado invertido y puesto de cabeza, en que Monsieur le Capital y Madame la Terre aparecen como personajes sociales, a la par que llevan a cabo sus brujerías directamente, como simples cosas materiales”.
El heterodoxo “institucionalista” estadounidense John Maurice Clark (descendiente, curiosamente, de John Bates Clark, uno de los más fanáticos defensores de la revolución marginalista y apóstol destacado de la “justa” retribución de los factores), parece darle, indirectamente, la razón al fundador del socialismo científico: “las teorías marginales de la distribución se desarrollaron después de Marx; su preocupación por las doctrinas del socialismo marxista es tan notable como para sugerir que el desafío actuó como un estímulo para la búsqueda de explicaciones más “satisfactorias”. Ellas minan la base de la plusvalía marxista basando el valor sobre la utilidad en lugar de fundamentarlo sobre el costo del trabajo y ofrecen un sustituto para todas las formas de las doctrinas de la explotación: la teoría según la cual todos los factores de producción reciben retribuciones basadas sobre sus contribuciones asignables al producto conjunto”.
Tales entelequias no están destinadas únicamente a entretener a los teóricos en sus torres de marfil sino que configuran el discurso del capital sirviendo de base a las políticas neoliberales. Un botón de muestra sería la idea tan arraigada de que la solución al desempleo pasa por cercenar drásticamente los salarios, ya que en todos los mercados el exceso de oferta (desempleados) se soluciona reduciendo precios para ajustarse a la demanda. Nos hallamos ante el núcleo del mantra neoliberal de la “flexibilización” del mercado de trabajo, fundamento último de las draconianas reformas laborales. La falacia se basa en el supuesto de que un mercado de trabajo competitivo (dejado a su albur) tendería automáticamente hacia el equilibrio de pleno empleo, ya que la disminución de los salarios reales produciría un aumento de la ratio trabajo-capital y de la demanda del “factor” trabajo, que llevaría hacia la utilización de tecnologías más intensivas en trabajo en la “fantasmagórica” función de producción neoclásica. La refutación de la sempiterna cantinela fue la base del análisis keynesiano de la teoría de la demanda efectiva y el núcleo del sistema de Michael Kalecki –sintetizado en su famosa máxima: “los trabajadores gastan lo que ganan y el capitalista gana lo que gasta”-, brillante economista marxista polaco y compañero de viaje del círculo de Cambridge, donde trabó estrecha relación con Robinson y Sraffa: “Las empresas contratan en función de la producción que desean, y ésta depende de la demanda efectiva. Si aumenta la demanda, aumentará el empleo. En la mayoría de economías, los aumentos salariales incrementan la utilización de la capacidad y la inversión, y con ellas la demanda y el nivel de empleo. Por ello las políticas de rentas en contra de los salarios (“devaluaciones internas”), llevadas a cabo en las últimas décadas, agravan los problemas de desempleo”.
No termina ahí ni mucho menos la penetración de los nefarios dogmas de la ortodoxia en las “cuestiones de la vida real”. Como explica el economista mexicano Jaime Aboites, la aplicación práctica del catecismo de la teología neoclásica se extiende como una mancha de aceite por todos los ámbitos de la política económica: “El problema se agranda porque de la teoría marginalista se deriva todo un conjunto de ramas estrechamente vinculadas, como son, la teoría del crecimiento endógeno, la economía agrícola, teoría del capital humano, etc., las cuales sirven de sustento teórico para la planificación económica y la planeación educativa (en sus más distintas modalidades) y donde el concepto de productividad marginal es el eje central explicativo”.
-Segunda parte: La “ciencia” aberrante ( II )–
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