La Causa 21/38

«Esa misma tarde quedan detenidas y son trasladadas al campo de concentración de San Marcos, donde permanecen encerradas días y días, mientras unos hombres las acusan de mala conducta».

Por Sol Gómez Arteaga

Gratitud de José Cabañas que el 20 de julio de 2021 me hizo llegar este sumario para comprender mejor mi historia familiar

La biznieta recuerda que su padre siempre la contó, sentado en el banco con el brazo mellado de partir almendras, única herencia material de su abuela, que ésta estuvo varios meses presa en San Marcos por mediar en una pelea de mujeres. “No se riñe”, fueron sus palabras, “y en estos tiempos menos”.

Esa fue la versión que siempre escuchó en su casa, también la versión que su padre se llevó a la tumba.

Ochenta y tres años más tarde, la biznieta tiene delante el libro de los hechos: Un sumario de treinta y tres folios en el que imputan a Zoila Villar Pastor y a su bisabuela, Ulpiana Ortega Yagüe, por hacer manifestaciones en contra del Movimiento Nacional. Un sumario pequeñito, pero para ella, que lo acaba de leer y contempla con detenimiento la carátula en la que aparece escrita a mano la palabra CAUSA, seguida de los números 21/38, es un mundo. Hay más letras en esa carátula, un sello borroso del Juzgado Militar Eventual de León y una fecha -las fechas son muy importantes-, nueve de diciembre de mil novecientos treinta y siete.

Letras y sellos y una fecha disfrazados de oficialidad para poner de relieve unos hechos que no tendrían mayor transcendencia si no es porque tuvieron lugar en una época que no conoce de compasión.

Se levanta. Se acerca al mueble del salón, mira el portafotos con el marco de color bronce y plata -su altarcito familiar- en el que están las fotografías de los seres queridos que ya no están, y contempla a esa mujer menuda, vestida de negro, pequeña, el cabello blanco recogido en la nuca, los ojos asombrosamente azules, las facciones de su rostro tan marcadas como las suyas e imagina, la imaginación es libre y las voces de la memoria pujan porque salga a la luz la Verdad, que debía hacer frío aquella mañana de quince de noviembre, lunes, del aciago año de mil novecientos treinta y siete cuando la bisabuela, acompañada por el nietuco que también aparece en el altarcillo familiar, pasa por el Puente de la Vía que estaba muy cerca del río. Quiere verla, y tal como le contaron muchas veces, la imagina cargando a las espaldas un brazado de palicos con los que calentar a los suyos y calentarse. El nietuco, supone la biznieta -nunca entonces se hacían las tareas en valde-, también lleva otro brazado más pequeño y proporcionado a su edad.

Imagina la biznieta que fue entonces cuando su bisabuela oye unas voces a su derecha, procedentes del lugar cerca del río donde se encontraba el pozo artesano, pozo de agua caliente, al que muchos días iban a lavar las mujeres del pueblo. Y ve las siluetas de tres mujeres sin poder distinguirlas bien -ya la vista le fallaba a esa casi anciana de cincuenta y ocho años-.

El caso es que pregunta al chaval:

-Quienes son, hijo.

Y que el chaval dice:

-Una la Zoila, abuela.

Imagina la biznieta, la imaginación es libre, ya lo he dicho pero lo repito, no importa repetir si lo que repetimos importa, que la bisabuela en ese momento siente que un escalofrío la recorre la espalda. La Zoila, hermana de Pacífico Villar Pastor, -qué irónico nombre para un reo-, fusilado hace un año y un mes junto a su yerno y tres paisanos más. La Zoila, que al llevar a su hermano comida y ropa limpia al cuartel habilitado como prisión de Astorga donde estaba preso, se vio inmersa en el asunto ése de la carta clave en la que preguntaban, venían a preguntar, qué majuelos iban más adelantados, si los de Valdelasvacas, situados a la derecha de Valderas, o los del Trasderrey, situados a su izquierda, -indagando con las palabras secretas, ese era el objetivo, sobre los avances de la guerra-. La Zoila, luego sentada en el banquillo de testigos sin comprender nada de nada.

Entonces grita. Un grito que es como el chillido de un pájaro grande, cortante y muy hondo.

-No riñáis.

Su chillido animal cae en saco roto porque las tres mujeres, una le parece que pudiera ser la joven Albina, dueña de esa tierra, agitan mucho las manos y no cesan de gritar y discutir. Las voces aumentan. En el aire se escucha la palabra canalla, varias veces la oye, y nerviosa, presa de esa extraña inquietud que tan a menudo la invade desde que estalló la guerra, dice, se le ocurre decir, ya ves tú qué tontería:

Canallas son los piojos.

Luego no dice nada más. Mira al nietuco, y con un gesto de la cabeza le indica que sigan. Así se llegan a casa.

Pero mientras pone la lumbre y las patatas solas se van haciendo al fuego, tiene una sensación rara, como si una culebra le aguijoneara todo el rato por dentro, y a la tarde se llega hasta la casa la Zoila que le confirma la identidad de la Albina, y le dice que la otra mujer es Genara, ambas ligadas al movimiento nacional. Y sentadas a la lumbre también le cuenta que al ponerse a lavar la quisieron echar de allí. Se defendió diciendo que tenía un trozo de la tierra arrendado, pero le reprocharon si pensaba que iba a ser como cuando ella y los suyos iban a implantar el comunismo.

-¿Y tú qué hiciste, mujer?

-Seguir lavando, qué iba a hacer. El agua del río en esta época del año está fría como el tempano, además es verdad que tengo un trozo allí.

Las dos mujeres se quedan calladas mientras calientan al fuego sus manos atezadas, nudosas, prematuramente avejentadas. Pensando, la biznieta piensa que pensaban, la imaginación es libre y la memoria pugna porque se haga Justicia, en los malos tiempos que les ha tocado vivir. También en sus muertos, fusilados ambos el mismo día, nueve de octubre de mil novecientos treinta y seis, y a la misma hora, seis y diez de la madrugada, en un lugar -Astorga- para ellas demasiado lejano. Y en los vivos, claro, en los vivos también piensan. La bisabuelina reconcentrada acaso en el marido preso, la hija viuda y enferma de un dolor que no se le iría nunca, la recua de críos que tienen que criar.

Y demasiado ocupadas en la tarea de sobrevivir, se olvidan del desagradable episodio.

Lo que no sabían, lo que no imaginaban ni por asomo, es que dos semanas más tarde, en concreto el veinticinco de noviembre de mil novecientos treinta y siete, serían llamadas a declarar al cuartel de la Guardia Civil, porque a raíz de la discusión generada por el uso del agua, la Zoila había dicho -y así aparecía escrito en unas declaraciones que los guardias les leyeron- que ahora no se podía vivir, que se vivía mejor con la República y que cada vez estarían peor con las ordenes que daban. Y también estaba escrito que la bisabuelina, defendiendo a la Zoila, le gritó a ésta que no se callara, y también gritó que los de ahora eran unos canallas.

Esa misma tarde quedan detenidas y son trasladadas al campo de concentración de San Marcos donde permanecen encerradas días y días, tantos que pierden la cuenta, mientras unos hombres fieros como tigres las llaman a veces a cuartos de madera acusándolas de mala conducta, según dicen los informes que les llegan del pueblo y, como no saben firmar, las hacen poner muchas huellas en muchos papeles, y un día de otro mes y otro año, estamos a dieciocho de enero de mil novecientos treinta y ocho, son conducidas al salón de sesiones de la Excelentísima Diputación de León, donde estaba reunida la jauría (también llamada Consejo de guerra permanente o Consejo Sumarísimo), y un hombre que ruge como un león, al que todos tienen mucho respeto y llaman Fiscal, califica los hechos cometidos por las procesadas, tengo derecho a lavar porque tengo un cacho en esta tierra, como constitutivos de delito a la rebelión, previsto y penado en el art. 240 del Código de Justicia Militar, del cual eran responsables en concepto de autoras, por la participación directa y voluntaria,  no riñáis,  que tuvieron en los hechos de autos, pidiendo para ellas, canallas son los piojos, una pena de veinte años, ¡Veinte! Se dice pronto.

Imagina la biznieta las penalidades que tuvieron que pasar esos meses las dos mujeres que apenas habían salido de su pueblo. Pero también sabe de buena tinta, lo lleva en el ADN familiar, que la vida está hecha de buena o mala suerte, tú vives, tú mueres, tú mueres, tú vives, y se dio la milagrosa casualidad, si los milagros existieran, de que las dos mujerinas, Ulpiana y Zoila, fueron absueltas.

En este punto a la biznieta, también narradora de esta historia, no le pasa por alto que los hechos pudieron suceder de la manera que las otras contaron, pero sea como fuese no justifica el daño, el oprobio, el dolor causado. Y se pregunta, mirando su altarcillo familiar, como es posible Reparar estas cosas, dolor, oprobio y daño, cuando los seres -queridos- que las padecieron ya no están.

Se pregunta.

No obtiene respuesta.

 

Busca donde se buscan las palabras, esto es, en el diccionario, y encuentra que canalla es un ser despreciable.

No necesita buscar piojo pues sabe que se trata de un parásito que chupa la sangre.

Y piensa que su bisabuela, ignorante en tantas facetas, fue muy sabia en su afirmación: Canallas son los piojos.

Como canallas son quienes usan y abusan de su poder para pisotear a otros.

Quienes no tienen escrúpulos.

Quienes se vengan.

La venganza es canalla.

Piensa la biznieta que su bisabuela vivió en una época llena de canallas y de piojos.

Y recuerda las palabras que su padre, que ahora la mira desde el altarcillo familiar, repitió tantas veces, con esa hondura y ese dolor y ese sentimiento que no se le fue nunca:

“No te podías ni mover, no te haces ni idea de lo que era aquello, lo peor de todo es la guerra”.

La guerra en la que cualquier excusa es válida para condenar a un hombre (o mujer).

La guerra, escrita en los reglones torcidos de nuestra historia.

La biznieta pone ahora el dedo en el papel donde está la huella dactilar de su bisabuela. Una huella que encaja a la perfección con la suya, y heredera, también deudora de un legado familiar que siente propio e inexpropiable, se hace cargo. Coge papel y boli. Escribe.

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