Los dirigentes políticos pueden entender esos riesgos, pero están sometidos a la presión popular, como lo estuvieron sus predecesores, hace un siglo, durante la Primera Guerra Mundial, para que actuaran con mayor determinación.
Patrick Cockburn A l’encontre – Traducción de Correspondencia de Prensa
En los primeros meses de 2003, me encontraba en la capital kurda, Erbil, en el norte de Irak, una zona fuera del control del gobierno iraquí, yo esperaba el inicio de la invasión liderada por Estados Unidos. Los kurdos estaban demasiado acostumbrados a la guerra convencional, pero lo que realmente les aterraba era la posibilidad de que las fuerzas de Sadam Husein utilizaran armas químicas.
El presidente George W. Bush y Tony Blair, así como el resto del mundo, habían asegurado a los kurdos que el dictador iraquí ocultaba armas de destrucción masiva (ADM). Quince años antes, en 1988, las fuerzas iraquíes habían utilizado gas mostaza y agentes neurotóxicos para matar a 5.000 civiles kurdos en la ciudad de Halabja [a 15 km de la frontera iraní y a 240 km al noreste de Bagdad], la mayor utilización directa de gas tóxico como arma contra un objetivo civil en la historia. No es de extrañar que los habitantes de Erbil y otras ciudades kurdas, ninguna de las cuales está muy lejos de Halabja, temieran que esta calamidad se repitiera.
Una gran parte de la población huyó de las zonas urbanas para acampar en las llanuras y montañas o refugiarse apiñada en pequeñas aldeas. Los que se quedaron compraron telas plásticas inadecuadas, a menudo de color rojo, verde y amarillo 1, que pegaron en las puertas y ventanas de sus casas y comercios con la patética esperanza de que así no entrara el gas mortal
Al final, las armas químicas y biológicas del gobierno iraquí resultaron ser un mito, pero el terror que causaron fue real.
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Treinta y cuatro años después de Halabja, el terror vuelve a surgir porque Rusia, a diferencia de Irak, posee ciertamente armas de destrucción masiva y es posible que tenga la idea de utilizarlas. El jueves 24 de marzo, en Bruselas, el presidente Joe Biden advirtió al Kremlin contra el uso de armas químicas, diciendo que en caso de un ataque de este tipo «la naturaleza de la respuesta dependerá de la naturaleza de su utilización». No especificó cuáles serían las represalias, pero la simple sospecha de que las armas químicas son una opción podría desencadenar un nuevo éxodo gigantesco de ucranianos, como ocurrió en el Kurdistán iraquí.
La razón pública aducida por Estados Unidos para suponer que Rusia podría estar considerando la guerra química es que Rusia ha afirmado que se están desarrollando armas biológicas en laboratorios ucranianos financiados por el Pentágono. Esto parece ser una burda propaganda y los laboratorios en cuestión estaban desarrollando patógenos comunes con fines de salud pública. La explicación más probable de la acusación del presidente Vladimir Putin es que busca amenazas imaginarias para explicar a la opinión pública rusa por qué lanzó su guerra y no porque esté considerando la posibilidad de utilizar armas químicas.
Sin embargo, plantear la cuestión de las armas de destrucción masiva es un paso más en la escalada en Ucrania y se suma a las oscuras incertidumbres. En Irak, la propia existencia de armas de destrucción masiva fue debatida durante mucho tiempo. En Siria, la controversia se centró en si se habían utilizado o no y, en caso afirmativo, por quién 2 en 2018.» (Le Monde, 21-4-2021)]. En Rusia, no hay duda de que este tipo de armas existen y que podrían utilizarse inmediatamente.
Independientemente de la amenaza real que suponen las armas químicas, el riesgo de uso de ADM ha alcanzado un nivel que no se veía en Europa desde 1945. Y lo que es más preocupante, el riesgo de que se produzca un intercambio nuclear es mayor hoy que en el momento de mayor tensión de la Guerra Fría entre las potencias occidentales y la Unión Soviética.
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No es una amenaza estática, sino que se agravó desde la invasión de Ucrania por parte de Putin, el 24 de febrero y se agudizó aún más en las cuatro semanas siguientes, cuando la demostración de fuerza rusa se convirtió en una demostración de debilidad. La maquinaria militar convencional rusa resultó ser más débil de lo esperado, incapaz de derrotar al pequeño ejército ucraniano y, por tanto, con pocas probabilidades de hacerle frente a las fuerzas de la OTAN.
La única forma que tiene el Kremlin de restablecer el equilibrio del poder militar sería recurrir a su arsenal nuclear y, en particular, a sus 1.000 o 2.000 armas nucleares tácticas.
El énfasis con que maneja la opción nuclear no es nuevo, ya que los militares rusos son conscientes de la disminución de sus capacidades desde hace 30 años. Durante la primera Guerra Fría, entre finales de la década de 1940 y 1989, EE.UU. y la URSS hicieron hincapié en las armas nucleares de 2.000 a 3.000 veces más potentes que la bomba que destruyó Hiroshima. La «destrucción mutua asegurada» era, por tanto, un elemento de disuasión extremadamente poderoso contra un ataque nuclear.
Pero en las últimas décadas, Estados Unidos y especialmente Rusia se han centrado en el desarrollo de dispositivos nucleares más pequeños, tres veces menos potentes que la bomba de Hiroshima. El objetivo de esta reducción de la capacidad destructiva es hacer posible el despliegue de estas armas en el campo de batalla para destruir un convoy o un bastión enemigo.
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Este es un escenario militar peligroso y no probado aún, ya que nadie sabe cómo reaccionaría el otro bando, y un intercambio de misiles nucleares tácticos en campo abierto podría derivar rápidamente en una destrucción apocalíptica de ciudades con misiles balísticos intercontinentales.
Las tropas rusas llevan mucho tiempo practicando la transición de la guerra convencional a la guerra nuclear a nivel táctico. Al parecer, el ejército ruso realizó varios ejercicios en los que Kaliningrado, el vulnerable enclave ruso en el Mar Báltico, consigue defenderse con éxito gracias al uso de armas nucleares.
Los defensores de una línea más dura de la OTAN contra Rusia argumentan que Putin no se arriesgaría a un intercambio nuclear. Pero este es un comodín arriesgado porque no sabemos cómo reaccionarán Putin y sus asesores a una presión de ese tipo. Lo que está claro es que vienen cometiendo una serie de errores de juicio desastrosos durante el último mes al subestimar la fuerza de la resistencia ucraniana, exagerando las capacidades militares de Rusia y habiendo juzgado erróneamente la magnitud de la respuesta de la OTAN a la invasión.
Este antecedente de errores involuntarios y de tal magnitud, errores probablemente debidos a la arrogancia y a la desinformación, hace pensar que Putin y su círculo íntimo pueden seguir cometiendo errores en el caso de la utilización de armas químicas y nucleares.
Irónicamente, los que más exigen que la OTAN adopte una línea más dura con Putin, al que denuncian como un dictador loco y nefasto, argumentan que dará marcha atrás si se hace frente a sus planes con la suficiente energía. Este deseo no parece basarse más que en aquello de que «un tirano es siempre un cobarde». En realidad, nadie sabe cómo reaccionaría Putin si estuviera entre la espada y la pared y tuviera que pelear por la supervivencia de su régimen.
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Los dirigentes políticos pueden entender esos riesgos, pero están sometidos a la presión popular, como lo estuvieron sus predecesores, hace un siglo, durante la Primera Guerra Mundial, para que actuaran con mayor determinación. Hoy, se trata de rusofobia, como lo fue la germanofobia en 1914. En California, fue suprimido un curso de literatura sobre Dostoievski (reinstaurado tras las protestas) y Tchaikovsky fue retirado del programa de un concierto en Cardiff 3. Cuando los rusos avancen en Ucrania, tratando de someter a las ciudades con sus bombardeos, las pantallas de televisión occidentales se llenarán durante meses con imágenes de niños muertos y moribundos. Las soluciones diplomáticas serán de poca monta.
Otro factor que hace que la segunda Guerra Fría contra Moscú sea más peligrosa que la primera es que el pasado temor al Armagedón nuclear, en gran medida, se ha evaporado. El hecho de que nunca haya sucedido favorece la idea de que nunca podría haber ocurrido -aunque cualquier evaluación realista del riesgo sugiere que el peligro es mayor hoy que en el pasado. (Publicado en iNews, 26-3-2022)
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