Por Javier DG @olduvay22
Erase una vez
un país colgado de un bonsai.
Un mundo de abstractas maravillas
donde cabalga libre el toro de Osborne
desde Soria a Panamá,
pasando de puntillas por Seychelles,
Jersey, San Vicente y las Granadas.
Erase una vez
un país de estancias aisladas
donde crece la mala hierba,
recogida en banastos colgados
en el quicio de la ventana
donde el ilustre Conde,
doctor honoris causa,
contará palomas al alba
entre barrotes de oro y plata.
Tras el penúltimo capitán,
ése envuelto en arcilla de hipotecas,
multas por no pagar la cuenta
y Azores de andar por casa,
llega el Tsunami a este cuento
para decir “erase una vez
esos tontos que pagan el diezmo
en lotes de angustia solidaria”.
Erase una vez
un territorio hostil
para el empresario modesto, pequeño,
con su negocio en esa calle de espejos
que reflejan un miedo desigual
cuando se habla de gañanes
que Cervantes resucita,
y Azorín rescata del tedio.
Erase que se era
un conglomerado de sociedades offshore,
(nacidas en la comparsa
de la consentida rutina neoliberal)
paridas junto a un viento
vencido por la calma,
apuntalado de patriotismo revestido
con pulseras de Panamá.
Y el hombre acecha al hombre,
mientras las puertas giran
entre ministros que trituran familias
ante la cómplice mirada
de un movimiento obrero burgués
que mira sin querer ver
el juego de máscaras,
aterciopeladas por el lifting y
cocinadas en barbacoas…
…mas allá del mar nuestro.
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