Libano está configurado por un crisol de identidades, en búsqueda permanente de una identidad que les identifique.
Por Angelo Nero
“En la ciudad en la que crecí, Beirut, había comunidades con diferentes orígenes y de todos los credos. No obstante, todas estas comunidades tenían un estatuto de igualdad. Ahora que puedo distanciarme en el tiempo, veo que ese Beirut en el que yo viví era superior a lo que vino después tanto en la propia ciudad como en otras partes del mundo. La relación entre cristianos, judíos y musulmanes era una relación de respeto. El Líbano de mi infancia era un lugar mejor a lo que se puede encontrar hoy en el mundo.” Esto decía el escritor Amin Maalouf, en una entrevista a Letras Libres, de ese Beirut que ya no existe más que en la memoria de los que, como él, abandonaron el país de los cedros al inicio de la guerra civil libanesa, mientras el país entraba en una espiral de violencia y destrucción del que ya no saldría hasta quince años después.
El autor de “El naufragio de las civilizaciones”, hablaba también en otra entrevista concedida a El Cultural, sobre los motivos del fracaso del sistema político libanés, y apuntaba también a lo que en ese momento, en octubre de 2019, estaba sucediendo en las calles de su Beirut natal, y en muchos lugares del país: “El fracaso de la experiencia libanesa obedece a factores completamente distintos, incluso opuestos. Lo que ha sido catastrófico para el país es que quiso organizar las relaciones entre sus muchas comunidades de una forma que sobre el papel era legítima pero que en la realidad ha resultado absolutamente perversa. El modelo quería reconocer la existencia de las diversas comunidades, lo cual a mi parecer era imprescindible, pero la forma en que se hizo, con un sistema de cuotas, con un estado central débil que ha sufrido presiones cada vez más fuertes por parte de cada una de las comunidades, ha desembocado en un fracaso, que es la incapacidad de construir una verdadera sensación de pertenencia, de fidelización nacional. Tras décadas de guerra, en la actualidad asistimos a un fenómeno en las calles de Beirut que es una revuelta contra ese statu quo. La gente protesta por haber sido dividida en comunidades y explotada, y espero que eso induzca a un cambio que se tendría que haber producido hace 40 años.”
Laura Lavinia y Alberto Rodríguez, autores del excelente”Sons of Karabakh”, dónde nos acercaron a la terrible guerra de Artsakh, a sus protagonistas y a sus devastadoras consecuencias, ponen el foco en el Líbano en otro trabajo sobresaliente, “Homeland Gone”, en el que ponen el foco, precisamente en la zaura Libanesa, que surgió como una respuesta espontanea y popular ante la corrupción de la clase política, incapaz de hacer frente a la grave crisis económica y social que parece haberse instalado en el país desde los años setenta, y que se vio agravada con la irrupción de la pandemia.
Libano es un complicado puzle de confesiones religiosas, donde cada una de ellas tiene su propia cuota de poder, drusos, maronitas, ortodoxos, chiitas, católicos, alawitas, sunitas, cada uno de ellos representado por uno o por varios partidos, a veces con su propia milicia, como Hezbolá o Amal o las cristianas Fuerzas Libanesas. Algunos políticos, como Nabih Berri, Walid Jumblatt, Samir Farid, o Hasan Nasrallah, llevan en primera línea política desde hace décadas, dirigiendo sus comunidades y estableciendo alianzas conforme a sus intereses. Libano está configurado por un crisol de identidades, en búsqueda permanente de una identidad que les identifique.
Tal vez esa identidad, como se muestra en “Homeland Gone”, sea la lucha contra la corrupción, contra la precariedad y la falta de expectativas en un país que se entregó a la especulación inmobiliaria y financiera, y abandonó la producción agrícola e industrial, contra esa clase política que lleva tanto tiempo empeñada en estériles luchas sectarias, siempre llevando al Líbano al borde de una nueva guerra civil. Además, Libano ha mantenido fuertes tensiones con sus vecinos, Israel la invadió en dos ocasiones, en 1982, iniciando una ocupación del sur que duró tres años, con la intención de desalojar a las milicias palestinas, y en 2006, donde, durante un largo mes, tuvo en frente a la resistencia libanesa liderada por Hezbolá.
El documental de Laura Lavinia y Alberto Rodríguez, nos muestra los antecedentes, en poco más de treinta minutos, de la revolución libanesa de 2019, y con un ritmo mantenido nos traen los testimonios de historiadores como Jamal Wakin, de militantes como Nissrine del Syrian Social Nationalist Party (SSNP) o Elías del Free Patriotic Movement, de analistas políticos y activistas como Had Nasrallah, de periodistas como Firas Al Shoufi, pero sobretodo de gente anónima, los verdaderos protagonistas de esta revolución insólita en la historia del Libano, por lo que este es un trabajo hecho a pie de calle.
Arroja también el documental datos que dibujan un horizonte realmente nada esperanzador: “Sin economía: Libano no produce, ni cultiva. La corrupción cuesta 4,8 millones de dólares anuales a las arcas del estado. Sin soberanía: el país depende de los préstamos, las donaciones, y el dinero que introduce la diáspora de cerca de 15 millones de libaneses. Sin democracia: la población solo puede votar en base a su religión, a un presidente cristiano, a un primer ministro suní, y a un presidente del parlamento chií.
La efímera zaura libanesa logró, en solo dos semanas, la dimisión del primer ministro Saad al Hariri y de su gobierno, y las protestas se fueron atenuando poco a poco, hasta que se produjo la explosión del puerto de Beirut, en 2020, que dejó al país en medio de una profunda conmoción, que volvió a llenar las calles de indignados ciudadanos libaneses que siguen pidiendo un futuro diferente para su país.
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