Por Iria Bouzas
Cada vez nos quedan menos lugares a los que escapar de la crudeza de la vida.
Personalmente hace mucho tiempo que ya no me hago ilusiones pensando que la vida real tiene un final del sufrimiento y de los problemas al estilo Disney. Es más, ya ni me engaño pensando que el sufrimiento pueda tener algún tipo de final. El dolor sube y baja. Viene y va. Pero no termina nunca porque es tan consustancial a la propia vida como los son respirar, reír o envejecer.
Esta vida que nos han regalado es muy cruel y más veces de las que nosotros quisiéramos, se nos presenta de una forma totalmente descarnada. Es casi como un mar hostil que a menudo, parece tener la única misión de ahogarnos entre sus olas.
Pero nosotros los seres humanos, rebeldes y nacidos libres, nadamos sin descanso y nos mantenemos a flote aprendiendo a inspirar con fuerza todo el oxígeno que nos es posible cuando tenemos la suerte de mantener unos instantes nuestra cabeza por encima del agua. En muchas ocasiones no llegamos a saber si estamos respirando o estamos solo boqueando desesperados a la espera de dejar de nadar y dejarnos hundir hasta el fondo del mar.
Nos quedan pocos sitios para escapar de este océano poderoso y salvaje. La existencia aprieta y cada vez nos cuesta más encontrar un buen lugar en el que ponernos a refugio.
Yo tengo mis libros. Mis queridos, amados y adorados libros.
Cuando era pequeña no había demasiado dinero en mi casa. Eran otros tiempos y eran otras circunstancias. Para las familias como la mía, el éxito se alcanzaba cuando el plato caliente de lentejas se depositaba sobre la mesa. Cualquier otro objetivo vital sonaba a ciencia ficción. Pero también existían algunos hogares que eran diferentes al mío. Aquellos donde íbamos a jugar o a hacer los deberes con los niños que vivían unas infancias totalmente distintas a las nuestras. Aquellas casas en las que entrábamos pertenecían a personas con el dinero suficiente para poder permitirse algunos lujos más allá de la mera supervivencia.
Profesores, médicos o abogados eran los dueños de las estanterías que había en aquellas casas y que aparecían atiborradas de libros que lejos de estar allí de adorno, se veían muy usados y manoseados. Libros que descansaban allí, a la espera de que sus hijos los fuesen disfrutando a medida que iban creciendo y que les sirviesen como una ventana más desde la que ver el mundo en el que iban a vivir como adultos.
Por lo general no soy una persona envidiosa, pero en aquellos momentos el monstruo verde me invadía por completo y me prometí mil veces que cuando fuese mayor viviría así, rodeada de libros, leyendo hasta que se me quedasen los ojos secos de tanto usarlos.
Lo que no podía ni imaginar en aquel momento es que, con los años, los libros iban a dejar de ser un simple anhelo para transformarse en una necesidad real que alcanzaría la importancia del plato de lentejas como elemento fundamental para mi supervivencia.
Las historias se convirtieron en mi refugio. Otras vidas, otros universos y otras reglas.
Me di cuenta de que las hostias de la vida no podían traspasar las portadas de los libros. Una vez allí dentro podías encontrar mil dolores reflejados en sus páginas, pero el tuyo se quedaba fuera mientras estabas leyendo. Las historias me resguardaban del mundo y eso era vital. Vital porque mientras unos libros me ayudaban a evadirme y protegerme, otros me estaban enseñando cosas.
Y aquello que aprendía, sin saberlo, me hacía cada vez más y más poderosa.
Y de pronto encontrarme flotando en el océano de la vida parecía mucho menos aterrador y traumático de lo que debería haberlo sido.
Y aquí sigo ahora. Buscando entre ola y ola la manera de no ahogarme, mientras que, para no desfallecer, me obligo a soñar que con cada brazada me acerco más a una isla en la que descansaré feliz y tranquila.
Pero mientras esa isla no se dibuja en el horizonte, cada día cuando me falta el aire, abro un libro y de pronto el agua que me rodea desaparece y me voy a alguna otra realidad diferente.
A veces, cuando vuelvo de allí, siento que las aguas están más tranquilas y que sin darme cuenta he aprendido a nadar mejor y que me siento menos insegura mientras floto.
Los libros me sanan. Los libros me refugian. Los libros me salvan.
Y por eso hablo y escribo sobre ellos cada vez que tengo oportunidad. Leer no te hace mejor que nadie. Se puede ser el dueño de la Biblioteca de Alejandría y ser el mayor de los imbéciles. No hay tonto mayor que un tonto con ínfulas de culto que usa la literatura para elevar su ego por encima de los demás. Pero aquellos a los que leer nos mantiene a flote tenemos la obligación de gritarle al resto de náufragos que están flotando por el mar que hay cerca unos maderos llenos de páginas a los que quizás quieran agarrarse.
Simplemente eso.
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