Entrevistamos a la escritora y periodista Magda Tagtachian, nieta de sobrevivientes del genocidio que entre 1915 y 1923 llevó a cabo el Imperio Otomano.
Por Angelo Nero
Con más de veinte años de periodismo a sus espaldas, en el diario argentino Clarín, Magda Tagtachian se lanzó al abismo de la creación literaria en 2016, con “Nomeolvides Armenuhi”, en 2016, y ya no hubo vuelta atrás, en una catarsis sobre sus propios orígenes armenios, y por las huellas del genocidio, que germinó en “Alma Armenia”, en 2020. Ese genocidio que sufrieron los abuelos de Magda, y que marcó para siempre a todo el pueblo armenio, al que se refugió en la República de Armenia, y al que se llevó en sus baúles la diáspora, tuvo diversas réplicas a lo largo de todo el siglo pasado, y las sigue teniendo en la actualidad. Pueblo amenazado como pocos, compartiendo también destino con los kurdos, antes cómplices del agresor turco, y ahora sufriendo en sus propias carnes sus ansias de recuperar el imperio Otomano. Estos lazos llevaron a Magda Tagtachian a situar su tercera novela en el Kurdistán sirio, en “Rojava”, donde las guerrilleras del YPJ combaten al Estado Islámico y a las milicias al servicio de Ankara. En su cuarto libro sigue ahondando en sus raíces, y en la amenaza que se cierne sobre el pueblo armenio, en esa martirizada tierra de “Artsaj. Una travesía hacia una tierra en lucha, para sanar las heridas y encontrar el amor”.
Después de mostrarnos la valiente lucha de las milicianas kurdas en “Rojava”, nos llevas a otro territorio, desgraciadamente, en conflicto, con “Artsaj”. ¿Cómo surge la idea de situar tu nueva novela en este pedazo de tierra armenia, cuya población vive constantemente amenazada por sus vecinos azerís?
Viví la última guerra de Artsaj en directo. Desde el 27 de septiembre de 2020 en que el autócrata Aliyev, con el apoyo del régimen de Erdogan, inicia la guerra abriendo fuego a gran escala en esta República Autónoma, con población históricamente armenia y que Stalin cedió arbitrariamente a Azerbaiyán, cuando aún era una república soviética. En aquel momento se denominaba Nagorno Karabagh, vocablo ruso. Artsaj, la ex Nagorno Karabagh, estuvo en guerra con la vecina Azerbaiyán de 1988 a 1992, en que finalmente proclamó su independencia. Y se convirtió en república tras un referéndum donde el 99% de su población armenia votó que quería ser independiente de Azerbaiyán. Nagorno Karabagh ganó la guerra en los 90, aunque nunca se respetó el alto el fuego. Desde siempre ambos territorios mantienen una frontera caliente.
De hecho abril 2016 se desató la guerra de los cuatro días. Y la última, de 2020, fueron 44 días bajo fuego. Artsaj fue asediada con armamento a gran escala y armamento químico como el fósforo blanco, además de las bombas racimo, que constituyen una grave violación al derecho internacional humanitario y contra la Convención de Ginebra. El fósforo blanco quemó literalmente a los soldados armenios. Seguí la guerra en directo con angustia, impotencia y dolor. Angustia de ver cómo la armenofobia no tiene fin. Cacería a los armenios incluso en diferentes lugares de Europa como vimos a la organización de ultra derecha de los Lobos Grises perseguir a los armenios en Francia. Cacería en las calles, como en 1915 en el Imperio Otomano.
Erdogan declara públicamente que con Azerbaiyán son “una nación, dos estados”. Turquía es el segundo ejército de la OTAN, y muchos de los organismos internacionales que debieron intervenir se quedaron en silencio. Aliyev ya había expresado públicamente en 2018 que la guerra contra los armenios no había terminado. Nadie lo frenó ni lo frena.
Viví con impotencia al ver que la mayoría de los grandes medios no cubrieron esta guerra. Una guerra dónde, además de desaparecer toda una joven generación de jóvenes armenios, el régimen de Aliyev cometió crímenes de guerra, utilizando como mencioné armamento prohibido y tomando prisioneros de guerra, torturando y humillando a los soldados armenios, grabándolos mientras se burlaban de ellos, sometiéndolos a todo tipo de vejámenes, decapitaciones y mutilaciones, asesinando a civiles y ancianos, y subiendo estas imágenes de cuerpos descuartizados a las redes sociales. Las han subido hace poco asesinando a cuatro mujeres soldados armenias, desmembradas, violadas, humilladas. Y el mundo sigue en silencio. Algunas guerras tienen más marketing que otras.
Nosotros, los armenios, a pesar de las marchas y las movilizaciones, tanto en Armenia como en la diáspora, pocos nos han prestado su voz o han alzado la voz por los armenios. La cobertura es nula o escasa. Si no hay visibilidad, no existe y no hay condena. Si no hay condena, no hay justicia. Si no hay justicia, hay impunidad. Si hay impunidad, se repite. Así estamos desde 1915. Porque aún hoy, a pesar de que se firmó un acuerdo tripartito el 9 de noviembre de 2020, Azerbaiyán sigue abriendo fuego sobre Armenia -territorio soberano- y sobre Artsaj. Azerbaiyán se quedó con las dos terceras partes del territorio y lo primero que hizo fue destruir el patrimonio cultural, además de desalojar a la población. Ninguna misión de la Unesco pudo entrar para hacer un relevamiento del patrimonio y actuar para que no sea destruido.
Rojava, mi novela anterior, se encontraba en proceso de edición y yo ya sabía -por todo esto- que la novela siguiente sería ARTSAJ. Lo que no sabía era cómo lo iba a contar. Tuvo que pasar un tiempo para decantar la información, ordenar mis emociones e ideas, plantear una nueva trama para mis personajes y sentarme a escribir.
Con la invasión del ejército de Azerbaiyán, iniciada en septiembre de 2020, se asomó una vez más la sombra del genocidio, y las agresiones contra la población de Artsaj no ha cesado en todo este tiempo, hasta la ofensiva a gran escala de este año sobre las fronteras de Armenia, precisamente desde el territorio conquistado en Nagorno Karabaj. ¿Es tu libro una suerte de trinchera de letras para combatir el silencio mediático en el que están envueltas estas agresiones?
Todas mis novelas son trincheras de letras. Mi teclado es mi fusil AK47. Pero no sólo eso. Me involucro tanto con la novela, los personajes, la trama, la geografía, que yo misma me fundo con la obra. Soy una con los personajes, con lo que les sucede, con sus luchas, pasiones y amores. Y soy una también con la historia cuando debo “ponerle el cuerpo a la novela”. Es decir, presentarla, dar entrevistas, hablar con los lectores, responder consultas. Por Rojava me escribieron lectores de todo el mundo diciéndome gracias por visibilizar la lucha kurda. Por Artsaj, me siguen escribiendo lectores que me informa que no sabían nada de los conflictos geopolíticos que allí se plantean. Con Rojava pasó lo mismo. Hay un desconocimiento masivo y casi total. Entonces, mis letras, mis libros son una forma de combatir y militar, pero también de visibilizar. Y la novela es una gran herramienta, porque tiene una llegada muy amplia. Se mete en la casa de la gente común. La que quizá no está tan atenta a los noticieros. Pero son lectores devoradores de historias. Y lo que veo es que ellos también se involucran. Porque me escriben y me cuentan sus propias historias. Otros me piden más información y otros me confiesan que a partir de mis libros han ido en busca de más datos. Incluso muchos van hurgando ese caudal de noticias y datos mientras leen. Esto es maravilloso. Porque el acto de leer se transforma en una experiencia que te interpela. Y una vez interpelados, ya nadie sigue igual. Ocurre lo que yo llamo -y lo tienen mis personajes-, la transformación.
En nuestra anterior conversación, con motivo de tu anterior novela, hablábamos de la herida abierta por el genocidio, que tu señalabas que continuaba sangrando en la diáspora armenia, ¿Artsaj también es una herida que duele a la diáspora?
Artsaj es una herida abierta. Pero Artsaj también es sinónimo de lucha. El pueblo de Artsaj siempre se ha distinguido por lo aguerrido y valiente. Son quienes han defendido las fronteras de Armenia siempre. Su ubicación en el mapa, en esa zona fronteriza, también ha forjado ese carácter de alerta permanente y de custodios de la propia tierra.
¿Cómo se vivió el drama de la pérdida de las ¾ partes del territorio de esta pequeña república, con sus habitantes convertidos, de la noche a la mañana, en refugiados?
La pérdida de los territorios es un punto dramático y el futuro de Artsaj es angustiante. No sólo por las dos terceras partes ocupadas por Azerbaiyán, dentro de los cuales están los territorios que tuvo que ceder Armenia en la firma del acuerdo tripartito con Azerbaiyán y Rusia. También es dramático por los 40 mil o 50 mil desplazados, por las enormes pérdidas económicas y porque la amenaza de guerra y la amenaza geopolítica no desapareció. De hecho, el presidente de Artsaj, Arayik Harutyunyan, acaba de declarar que no imagina el futuro de Artsaj sin Rusia. No olvidemos que Rusia quedó como “garante” en la zona. Pero todos sabemos dónde están ahora los esfuerzos de Putin. En ese sentido, Harutyunyan también manifestó que no está claro qué sucederá cuando dentro de tres años venza el acuerdo con las tropas de paz rusas. Artsaj y su gente, su historia, su cultura, su futuro, su gente son una incógnita, una preocupación y un dolor constante. Si cae Artsaj, también podría verse amenazada Armenia.
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