Por María Torres
El 4 de agosto de 1939, dos mil setenta y ocho personas (1200 hombres, 418 mujeres y 460 niños) todos refugiados republicanos, se embarcaron en un viejo carguero de bandera canadiense de apenas cinco mil toneladas en el puerto francés de Trompeloup – Pauillac. Sólo contaba con mil quinientas plazas, por lo que el barco fue acondicionado especialmente para el viaje. Las bodegas de convirtieron en dormitorios y en la cubierta se improvisaron baños para hombres y mujeres. Los botes salvavidas y las hamacas se transformaron camarotes.
A los pasajeros se les entregó una colchoneta, una manta, dos sábanas, una almohada y una bolsa con productos para la higiene personal, junto a una tarjeta de colores para racionar los turnos de comida durante la interminable travesía. Los niños recibieron material y un folleto en el que se contaba la historia de Chile, junto con un saludo de bienvenida, redactado por el propio Neruda, donde les hacía saber el afecto con que serían recibidos.
El Gobierno Republicano en el exilio, a instancias de Neruda y a través del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE), fue quien contrató el vapor Winnipeg a la compañía France-Navigation para el traslado de los refugiados.
El viejo vapor francés sería hundido años más tarde de su llegada a Valparaíso por un submarino alemán en aguas del Atlántico Norte. La noche que el Winnipeg levó anclas e inició la travesía, Pablo Neruda escribió: “Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie.”
Muchas fueron las dificultades con que se encontró Neruda, por entonces Cónsul Especial para la Inmigración Española con sede en París y Delia del Carril, su compañera, los artífices de esta aventura. Contaron con la ayuda de Pedro Aguirre Cerda, presidente de Chile, y la oposición de los sectores reaccionarios que siempre son los mismos. La iglesia chilena no veía con buenos ojos que aquellos peligrosos revolucionarios arribaran a las costas del país.
A finales del mes de Julio de 1939, Pablo Neruda, Delia del Carril y el doctor José M. Calvo, se desplazaron a los campos de concentración de los demócratas franceses donde se encontraban los españoles que habían logrado huir de la dictadura, para reclutar obreros, carpinteros y artesanos en general con destino a Chile, dónde era necesaria su mano de obra.
El criterio de selección de Neruda sólo tuvo un parámetro: sacar de allí a la mayor cantidad de personas posibles, pues a pesar de las exigencias de conocer un oficio, muchos de los que embarcaron en el Winnipeg eran intelectuales y artistas como José Balmes y Roser Bru (pintores), Mauricio Amster (profesor y artista), Leopoldo Castedo (historiador), Isidro Corbinos (periodista deportivo), José Ferrater Mora (Filósofo), Margarita Xirgu (actriz), Victor Pey (ingeniero) y José Gómez de la Serna, Francisco Galán, Agustín Cano, Arturo Lorenzo, Dolores Piera, José Ricardo Morales y Vicente Mengod.
Neruda con la ayuda del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE), hicieron lo posible y lo imposible para poder reunificar a las familias y embarcarlas en el viejo barco, con destino a Chile. El milagro se logra para las mayorías de las familias sólo horas antes del embarque. Los refugiados llegaban al puerto en trenes provenientes de distintos campos de concentración y de pueblos de Francia.
“Los trenes llegaban de continuo hasta el embarcadero. Las mujeres reconocían a sus maridos por las ventanillas de los vagones. Habían estado separados desde el fin de la guerra civil. Y allí se veían por primera vez frente al barco que los esperaba. Nunca me tocó presenciar abrazos, sollozos, besos, apretones, carcajadas, de dramatismo tan delirantes.”
(Pablo Neruda, «Para nacer he nacido»)
Lo que hizo Neruda, sin duda, se trataba de un acto de amor. Se dirigió a Francia a cumplir “la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante venida desde América entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial”.
“Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. La palabra Winnipeg es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo…
Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración, de inhóspitas regiones del desierto. Venían de la angustia, de la derrota y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años. Yo no pensé, cuando viajé de Chile a Francia, en los azares, dificultades y adversidades que encontraría en mi misión. Mi país necesitaba capacidades calificadas, hombres de voluntad creadora. Necesitábamos especialistas.
Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación.
Mis colaboradores eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera y última vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados. Yo decretaba el último Sí o el último No. Pero yo soy más Sí que No, de modo que dije siempre Sí.
Estábamos ya a bordo casi todos mis buenos sobrinos, peregrinos hacia tierras desconocidas, y me preparaba yo a descansar de la dura tarea, pero mis emociones parecían no terminar nunca. El gobierno de Chile, presionado y combatido, me instaba en un telegrama a cancelar el viaje de los emigrados.
Hablé con el Ministerio de Relaciones Exteriores de mi país. Era difícil hablar a larga distancia en 1939. Pero mi indignación y mi angustia se oyeron a través de océanos y cordilleras y el Ministro se solidarizó conmigo. Después de una crisis de gabinete, el Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso»
El Winnipeg arribó a Valparaíso el 3 de septiembre de 1939 con un valioso cargamento compuesto por 2078 vidas para las que no todo estaba perdido…
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