A las ya de por si precarias condiciones de las recién estrenadas periodistas, se le suman las infantilizaciones e inseguridades propias de la proyección pública
Por Andrea Amantegui Guezala
Siempre he sabido que me falta macarrismo para desenvolverme con soltura en las hostilidades del periodismo mainstream. En la facultad de comunicación me enseñaron muchas cosas, otras las aprendí por mi cuenta y algunas se quedaron en el tintero. Me he subido al tren laboral más que hecha a entornos digitales e inmediatos, pero es evidente que no tanto a los tejemanejes de una profesión que promueve la soberbia. Disfruto de mi humilde inexperiencia, de la inocencia del que empieza a asomar la cabeza titubeando. No obstante, es difícil afrontar la infantilización a la que nos exponemos las osadas mujeres jóvenes que queremos ganarnos la vida juntando palabras. Las redes sociales – en la facultad las llaman nuevos canales – funcionan aquí como una caja oscura poco asertiva e intolerante, legitimada por todos nosotros con nuestras intervenciones.
Nuestra laboriosa autoestima intelectual, en mi caso y en el de muchas de mis compañeras, se construye como un castillo de naipes. Nos lo dijo Gloria Steinem, estudiar nuestra propia ausencia no iba precisamente a hacernos sentir lo suficiente preparadas, menos para desenvolvernos con soltura entre tanto intelectualismo. No es este escrito un reclamo a la indulgencia, tampoco un cruce de acusaciones para el que nunca estaré preparada. Simplemente escribo, una vez más, desde la necesidad de plasmar sobre el papel lo que prefiero no dejarme dentro. La egolatría periodística de algunos se alimenta, en parte, de la dubitación con la que otras nos iniciamos en el oficio.
El paternalismo y la condescendencia, presentes en mayor o menor medida en todas las esferas de nuestra socialización, se hacen más ostensibles si cabe en las labores de la becaria, que en nuestro caso pasa a ser un sentimiento cronificado más que una condición laboral. Además, por más asociada que haya estado la literatura a lo femenino casi todo lo que ha caído en mis manos sostenía una mirada masculina. Es evidente que el mundo de las letras ha mermado durante siglos el espejo en el que mirarnos, degradándolo casi hasta lo inservible. No obstante, hemos abordado esta cuestión como todas las demás, desde abajo y trazando conciencias colectivas.
Nuestra inclusión en los ámbitos públicos, políticos o artísticos – de la palabra, en general – carece de cierto respaldo efectivo en cuanto a consideración. Esto nos ha llevado a repensar nuestro lugar en el mundo en infinitas ocasiones, no solo en el plano intelectual. En un contexto en el que las limitaciones históricas aminoran y generan nostalgia a más de uno, disponemos de espacios para escribir pero nos topamos con una faena enrevesada, la de darse permiso a una misma. Licencias para volcar nuestra propia experiencia e involucrarnos en nuestras redacciones, aunque sea de vez en cuando. El entramado social en el que nos construimos bebe de nuestra propia desvalorización en entornos considerados trascendentes. Señalar el carácter sistémico de la idiosincrasia cultural es necesario para que sigamos escribiendo, sin miedo.
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