Caminando entre tumbas, a la sombra del Ararat

Dicen que las tres mejores panorámicas del Ararat, desde Armenia, son las que ofrece la explanada del Tsiternakaberd, en Ereván, la que ofrece el camino a Garni y Gueghard, y sin duda, la más icónica de todas, la que se contempla desde Khor Virap.

Por Angelo Nero

“Esta es mi tierra / y tiene un tamaño / que si me voy a un lugar lejano / puedo llevarla conmigo. / Es tan chiquita como una madre vieja / y tan chiquito como un niño recién nacido, / y es una lagrima sobre este mapa. / Esta es mi tierra / con un tamaño / que fácilmente / he colocado en mi corazón / para no perderla de inmediato.”

“Armenia”, HOYHANNES GRIGORYAN

En aquella calurosa mañana de agosto de 2018, abandonamos Ereván, la capital de Armenia, para poner rumbo a Khor Virap (Խոր Վիրապ), mazmorra profunda, en armenio, a treinta kilómetros de la capital, y uno de los lugares de peregrinación más importantes de todo el país, ya que Gregorio el Iluminador fue encarcelado aquí durante 14 años por el rey Tiridates III, a quien convirtió, después de ser liberado, y consiguió que declarara a Armenia, en el año 301, como el primer estado cristiano del mundo.

Avanzamos a buena velocidad por la carretera que discurre paralela al río Araks (Արաքս) que hace frontera con el estado turco, y no tardamos en divisar, entre la bruma, la gran mole del monte Ararat (Արարատ), que los otomanos, no conformes con arrebatar este territorio mítico para la nación armenia, bautizó como Ağrı Dağı, y que, realmente, con sus más de cinco mil metros de altitud, no es otra cosa que un volcán inactivo, cuya última actividad sísmica fue el terremoto de 1840. Allí, según las escrituras bíblicas, se posó el arca de Noé al finalizar el diluvio, e incluso no son pocas las expediciones montañeras que afirman haber encontrado vestigios de la nave, aunque la zona se encuentra fuertemente militarizada, y no son muchas las rutas accesibles para buscar su cima. Nosotros nos contentamos con que asomara entre la niebla, que parecía envolver el monte permanentemente, a pesar de encontrarnos, en el punto más cercano, a menos de treinta quilómetros de su base.

Dicen que las tres mejores panorámicas del Ararat, desde Armenia, son las que ofrece la explanada del Tsiternakaberd, en Ereván, la que ofrece el camino a Garni y Gueghard, y sin duda, la más icónica de todas, la que se contempla desde Khor Virap, aunque nosotros ya habíamos experimentado una fuerte decepción en las dos primeras, por esa bruma que parecía envolver el monte permanentemente, y sufrimos una tercera al llegar al monasterio, puesto que las nubes que lo rodeaban terminaron por ocultar aquella mole soberbia, que solamente habíamos podido atisbar por el camino.

De todos modos la silueta de la fortaleza que circunda la iglesia de San Gregorio Iluminador, con sus grandes muros de piedra, situado en lo alto de una pequeña colina, construida en el siglo XVII, es suficientemente impresionante como para que obviemos ese cielo de tormenta, así que nos dirigimos hacia las escaleras que suben hasta la puerta del Khor Virap con un cierto respeto, entre jachkares hermosamente labrados.

Desde la explanada que hay frente al único acceso al monasterio, que parece más bien un bastión militar que un lugar de culto, perdemos la vista en la enorme planicie que se extiende hasta el Ararat, cortada en dos por el río Araks, que durante doscientos treinta y seis kilómetros hacen frontera entre el estado turco y el armenio. La cercanía de la amenaza otomana fue la que obligó a los monjes del Hayestán a convertirse, por veces, en soldados, y a atrincherarse dentro de los muros de estos monasterios contra los bárbaros.

Una vez que traspasamos los muros nos encontramos con la basílica de la Madre Santa de Dios o Surb Astvatzatzin, construía en el siglo V alrededor de la fosa donde Grigor Lusavorich estuvo encarcelado, al que está dedicada la pequeña capilla de Sr. Gevorg, debajo de cuyo altar se encuentra la fosa donde estaba situada la mazmorra donde permaneció preso. Pese a ser uno de los lugares más visitados de todo el país, no encontramos una afluencia de turistas y fieles tan grande como esperábamos, y disfrutamos rodeando los templos, con la habitual piedra de tuf rosa con vetas marrones. Con todo no demoramos más que veinte minutos en recorrer el interior del complejo monástico, ya que había algo más que tenía ganas de visitar en aquel lugar: el vasto cementerio que se extendía a los pies de Khor Virap, ya que gracias a los artículos de Virginia Mendoza sabía que los camposantos armenios eran algo que no podía dejar de visitar.

Pero antes subimos a una de las colinas que hay detrás de las murallas, para buscar una panorámica del complejo religioso y de su entorno, aunque no tuvimos la suerte de que se abriera un claro en torno al monte Ararat, que seguía tan cerrado como la frontera turca. Bajamos entonces hacia el cementerio, una enorme explanada que, de antemano, ya sabíamos imposible de abarcar, y allí, los dos solos, puesto que no había ningún visitante de Khor Virap al que se le ocurriera nuestra misma idea, comenzamos a caminar por aquel inquietante, pero también fascinante, conjunto de tumbas de todas las épocas.

El cementerio de Khor Virap no es, ni de lejos, tan popular como el de Noratus, famoso sobre todo por sus jachkars, ni tampoco tiene la particularidad de Berdavan, en la frontera azerí, pero se me antojó un buen lugar para iniciarme en el singular culto a los muertos de los armenios, comenzando por pisar las lápidas, para que, según la tradición, puedan descansar en paz. Bajo las colinas donde se asienta el monasterio, se extiende un camposanto, que sobrepasa los límites de la carretera, y nos adentramos en aquel lugar donde el silencio se convierte en piedra, en la busca de las tumbas donde, además de mostrar los rostros de sus moradores, muestran a menudo detalles de su vida, a través de herramientas que delatan su profesión, o incluso algunas que muestran el cuerpo entero, en una de sus actitudes más características. Lo primero que me llamó la atención fue la de muchos jóvenes fallecidos en el periodo de 1988 y 1994, coincidente con la guerra del Alto Karabaj, entre azerís y armenios, e incluso encontramos alguna lápida con la imagen del fallecido en traje de combate, empuñando su kalasnikov con orgullo. También, aunque no parecían muy antiguas, las clásicas cruces de piedra, los jachkars, cuidadosamente labrados, que no nos cansábamos de admirar.

Los ancianos solían buscar la compañía que tuvieran en vida, y frecuentemente encontramos tumbas con una sola lápida, donde estaban retratados los dos, también en algunas había padres e hijos, descansando juntos durante la eternidad. Otras imágenes tenían de fondo los dos picos del monte Ararat, el símbolo armenio de la eternidad, racimos de uvas, espirales, algunos ángeles, aunque de forma habitual, ni en las lápidas de los niños, que aparecían jugando. Algunos estaban sentados, con flores en el regazo, o simplemente fumando, casi todos los rostros nos miraban de una forma inquietante, como queriéndonos hablar de lo que había sido su vida, de cómo querían ser recordados, pero sin intención de intimidarnos, no había ni pizca de amenaza en sus rostros, ni tan siquiera en los soldados.

Uno de mis últimos descubrimientos, antes de volver al coche, fue la de tres jóvenes, víctimas de un accidente de aviación en 1976, con una imagen muy gráfica del avión en llamas, bajo el nombre y los rostros de los fallecidos. Con un buen puñado de imágenes nos despedimos de Khor Virap, donde el Ararat seguía oculto por un manto de nubes, pero donde habíamos, en compensación, descubierto otro de los tesoros de la cultura armenia: sus cementerios. Continuamos camino por la carretera que discurre paralela al Araks, siempre bajo la enigmática sombra del Ararat, al otro lado del río, donde también se alza la militarizada frontera turca, en esa tierra que, hasta que se culminó el genocidio, estaba habitada mayoritariamente por armenios, hasta que en Yeraskh le dimos la espalda al monte sagrado, al río y a la frontera turca, por la aparición de otra frontera, también cerrada, la de la República Autónoma  de Nakhichevan (Naxçıvan Muxtar Respublikas).

Este territorio formaba también parte de Armenia, aunque con una importante población turcófona, en especial tras la masacre armenia de 1915 y la ocupación otomana de 1918, y la posterior proclamación por los azerís de la República de Araks. En 1920, estalló la guerra por la posesión de Najicheván, Zangechur y Alto Karabag, regiones en poder de los armenios y que los azeríes reclamaban, ganando estos últimos con el apoyo turco y del mismo Lenin, que causó un éxodo de la población original. Con Azerbaiyán, este territorio formó parte de la República Federal Socialista Soviética de Transcaucasia  y, después de la implosión de la CCCP, pasó a ser parte de la Azərbaycan Respublikas, y en 1988 la minúscula población armenia que vivía en la región tuvo que ser evacuada debido a los pogromos en su contra, en el inicio del conflicto de Nagorno Karabaj. También atravesamos el antiguo enclave azerí de Karki, ahora llamado, Tigranashen, conquistado por el ejército armenio en 1990, durante la misma guerra, aunque en el Google Maps siga apareciendo como parte de Azerbayán, algo a lo que ya nos iríamos acostumbrando…

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