
Por Angelo Nero
En mi viaje a tierras armenias me llevé dos libros imprescindibles, “Armenios. Historia de un genocidio” de José Antonio Gurriaran, y “La memoria del Ararat” de Xavier Moret, y me hubiera gustado que también me hubiesen acompañado las “Heridas del Viento”, de Virginia Mendoza, aunque, al estar agotado, tuve que conformarme con imprimir algunas de las entradas que la escritora de Terrinches tenía en su bitácora “Cuadernos Armenios”, de la que me había hablado una amiga (siempre te estaré agradecido por ello, Bego), que había hecho el mismo viaje unos años atrás, y que me recomendara este blog para que me documentara un poco más sobre las costumbres y tradiciones de esta nación del Cáucaso, antes de que la escala de mis mapas cambiara para siempre.
Seguiría las huellas de Virginia Mendoza en muchas ocasiones, en el periplo que me llevó de Ereván a Tsaghkadzor, de Goris a Stepanakert, de Khor Virap a Noratus, empapándome de esta tierra misteriosa, castigada por la historia, perdida en el tiempo, una pequeña nación que fue un gran imperio, desde el mar Caspio al Mediterráneo, reducida a golpe de genocidio por sus vecinos, castigada por terremotos y por guerras en las que, casi siempre, ha sido derrotada, y aun así, desafiando a los infaustos destinos, volvió a alzarse con orgullo.
En sus “Crónicas armenias con manchas de jugo de granada”, Virginia Mendoza nos cartografía un puñado de geografías humanas, para dejar testimonio de una cultura ligada como pocas a la tierra, a sus tradiciones, a sus ritos, a todo eso que les convierte en un pueblo único en su entorno, y lo hace como periodista y como antropóloga, pero sobre todo como alguien que se dejó colonizar por esta nación, en la larga estancia en la que vivió entre ellos, intentando aprender su lengua milenaria, compartiendo caminos y escuchando sus historias en largas sobremesas, haciendo inventario de sonrisas y de heridas mal cicatrizadas.
Cada capítulo de estas “Heridas del Viento” es una invitación a recorrer, como ella, este pequeño reducto católico en el corazón del Cáucaso, de tal modo que te puedes asombrar cuando llegas allí y compruebas que todo es tal y como lo cuenta Mendoza, que las situaciones y los personajes que nos describe son como las situaciones y los personajes que, sin duda, te puedes encontrar en el país de la granada.
“Armenia es su silencio. La misma nostalgia revelándose en millones de ojos. Esa que necesita dos lugares para nacer y solo uno para morir. Armenia sería un monte si ser armenio hoy no consistiese en añorar el Ararat, en contemplarlo al otro lado de una frontera o no haberlo visto nunca. Lo propio y lo ajeno queda aquí reflejado en dos cumbres, Masis y Sis, que se clavan en el cielo.” Escribe en sus primeras páginas Virginia Mendoza, llevándonos de la mano de viaje hacia el que ella emprendió en 2013, implicada en un proyecto sobre minorías étnicas a través del servicio de voluntariado Europeo, para descubrir a los molokanes, que creen que la segunda llegada de Cristo tendrá lugar en el monte Ararat, que “se niegan a venerar iconos, reniegan de la jerarquía eclesiástica, de la propiedad privada, de los líderes, y hasta de la modernidad, en todas sus satánicas manifestaciones”; o a los yazidíes, llamados adoradores del diablo, ya que siguen a Melek Taus, el ángel caído, que “llegaron a Armenia perseguidos por el islam. Huían de Irak, de Turquía. Cómo los armenios, pero en menor medida, fueron víctimas del genocidio perpetrado por los Jóvenes Turcos desde 1915.”
Nos lleva a Khojorni, al sur de Georgia, donde viven y mueren armenios, azerís y griegos, y donde su cementerio más antiguo quedó dividido por la frontera georgiana, o a Berdavan, en otra frontera, la azerí, donde, también en su cementerio la recibió una cita del poeta Hovhannes Tumanyan: “Bendito el que viene al mundo y se va del mundo siendo humano, intachable”. Esa humanidad que, desgraciadamente, no se ha visto desde el lado azerí, en la cruenta ofensiva militar de los pasados meses, que ha amputado un trozo, otro más, de la tierra armenia en Artsakh.
Pero la geografía más interesante en Armenia es la humana, y en ella se sumerge la escritora de Terrinches, mostrándonos una galería de voces que dibujan los distintos paisajes de los habitantes de esta tierra milenaria, voces que evocan el genocidio, como las de Emma y Hasmik, Arevaluys, Moses e Iskuhi, que desgranan un pasado trágico que, poco a poco, se va tatuando también en la piel de la autora, la va armenizando a través de miradas, de silencios, de entrar en sus casas y de compartir su mesa. Paisajes humanos que nos enternecen también a sus lectores, como los de Vartush y Meruzhan, y su homenaje a Jachaturian, el gran director de orquesta que hizo bailar a Dalí; Sarkis y Anna recordando el terrible terremoto de Gyumri; Harutyun y Karen, descubriendo las cicatrices que les dejó la primera guerra de Nagorno Karabahk… porque el armenio es un pueblo con muchas costuras, castigado por guerras, terremotos y genocidios, que, sin embargo, ha engendrado personas amables, hospitalarias, que no dudan en mostrar sus heridas y compartir su lavash, su pan, con los que se interesan por conocer su historia y sus costumbres. Son paisajes humanos que, al recorrerlos a través de las palabras de Virginia, se te quedan grabados en el corazón, formando una geografía tan rica y variada como es la armenia, a través de silencios, voces, estelas y líneas, como nombra a los cuatro capítulos de este libro íntimo y universal, que conviene leer más de una vez.
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