Por Francisco Javier López Martín
Debo confesaros que veo más bien a bulto. Quiero decir que, ensimismado en mis pensamientos, puedo no saludar a cualquier vecino, o vecina, con quien me cruzo, no dedicarle una sonrisa, un gesto, un deseo de buenos días, al menos.
Habrá quien piense que soy un desagradable, no quiero esgrimir la disculpa de ser despistado, porque eso del despiste es muy selectivo y terminas siendo despistado para lo que quieres, con lo cual si no ves a alguien bien pudiera ser señal de que no quieres verle y la disculpa seria aún peor.
Dejémoslo estar en que no veo a la persona con la que me cruzo, como puedo pasar a diario por algún sitio y no percatarme de los cambios que se producen en el paisaje urbano, una nueva tienda, un banco que ha aparecido en la acera, o un banco menos en el barrio, porque las sucursales van desapareciendo, de eso sí me he ido dando cuenta.
Menos mal que algunos vecinos, algunos amigos y amigas de otros barrios, me han ido obligando a mirar para ver cómo hace tiempo han comenzado a proliferar las casas de apuestas, incluso me han corregido cuando he hablado de casas de juego, porque casas de juego no son, no tienen nada que ver con los juegos que nos obligan a pensar, socializar, intercambiar con los demás. Casas de apuestas, de alto riesgo y aventura hacia el fracaso.
Los ludópatas existían, han existido siempre. Las apuestas legales e ilegales han tapado desde siempre agujeros de la hacienda pública, o han llenado los bolsillos de mafiosos y especuladores de todo tipo, «Vale, que no hay dios que encuentre el Norte si no le salva un catorce», cantaba Serrat en su Caminito de la obra, aquella rumba catalana, el día a día del paleta subido al andamio, aquel año en el que el dictador iba a emprender camino de Cuelgamuros. Las apuestas vienen de siempre, vienen de lejos.
Distraídos anduvimos por aquellos años en recuperar libertades olvidadas y adecentar la vida de nuestros barrios donde a veces ni asfalto había, sino barrizal, ni médico cerca y unas aulas en prefabricados que hacían de colegio provisional de obra, ni casas decentes, chabolas que se convertían en canales arrabaleros a la mínima lluvia.
Bastante tuvimos en aquellos tiempos con los hijos, hermanos y luego los nietos cocainómanos, heroinómanos, esnifadores de pegamentos, pastilleros, consumidores de todas las clases de alucinógenos, anfetas, crack, no seguiré por esta vía que me embalo. Bastante teníamos, para ocuparnos de los ludópatas, que también lo hicimos, pero que no morían día sí, día también, junto a los contenedores de basura, en los rincones, en los retretes de cualquier bar.
Ahí siguen las drogas, no hemos acabado con ellas, las controlamos, a veces las obligamos a retroceder, hemos ampliado el frente de batalla al alcohol y al tabaco, nos preocupan las nuevas adicciones en internet, el cibersexo, las compras compulsivas on-line, el ciberjuego, el uso y abuso de las redes sociales que crean realidades paralelas, distorsionadas, virtuales, esquizofrénicas, manipulables, sobre todo manipulables.
Hemos visto crecer las casas de apuestas junto a los colegios, en los lugares donde había un cine, en una esquina, en un paseo, en una plaza transitada, donde entran jóvenes, mujeres, hombres, ancianos, niños, personas de todas las edades.
Nuevos adictos, nuevos drogadictos, que pueden jugar a todo y jugárselo todo, cambiando de caballo ganador hasta el último momento. Perdiendo siempre, tarde o temprano, porque esto no es la bolsa y para que alguien gane, cuando el Estado se lleva su parte y la casa de apuestas su usurero beneficio empresarial, muchos tienen que perder un poco, un mucho, todo. La casa, la vida.
Locales de apuestas y apuestas on-line en la soledad de una habitación de cualquier vivienda trabajadora. Los barrios han hecho de esta situación bandera, campo de batalla, casus belli. Les duelen esos presentadores de lujo, tan progres, tan libres, tan conocidos, empujando a apostar, incitando a perder mientras invitan a una ronda con la promesa de ganar. Lo veo en todo Madrid, de Tetuán a Villaverde, o de Retiro a Carabanchel.
Entonces ganan las izquierdas, las unidas y las socialistas, y los barrios piensan que se cumplirán las promesas. No las de prohibir el juego, que será imposible ciertamente, pero sí regular y ordenar la actividad, publicidad, condiciones, beneficios económicos, de quienes viven de la droga de las apuestas desquiciadas.
Tratar las apuestas, al menos, como al tabaco y las bebidas alcohólicas. Esa era la promesa electoral. Horarios, avisos, campañas, regulaciones, control y restricciones publicitarias, mayores impuestos, inspecciones, sanciones, limitaciones al establecimiento cerca de lugares como centros educativos. Ese tipo de cosas. El nuevo ministro anuncia una mejor regulación de la ley del juego y no seré yo quien diga que algo mejora, pero todo queda muy lejos de las promesas vertidas y los compromisos escuchados.
Dicen que sólo es el principio, que nadie se ponga nervioso. Pero por lo pronto la empresa de casas de apuestas que cotiza en bolsa aumenta sus beneficios en un solo día, tras conocer las medidas que el gobierno ha anunciado. Limitar la publicidad, pero autorizarla en los eventos deportivos. Impedir que los “famosos” protagonicen campañas publicitarias, pero no entrar en internet a controlar lo que los barrios denominan la “nueva heroína”. Negar presiones, pero haber rebajado notablemente las iniciales pretensiones de regulación de las apuestas y sus efectos sobre la vida en los barrios.
Convendría, a esta izquierda gobernante, tomar en cuenta que no bastan los gestos, las fotos, la presencia en los medios y el autobombo en las redes, que la falta de coherencia es de las cosas que menos perdona nuestro electorado. Ya lo vimos con el anterior gobierno municipal, más ocupado en aprobar operaciones urbanísticas como las de Chamartín, o la del Paseo de la Dirección, que en atender la limpieza, el urbanismo, la seguridad o el equilibrio territorial en y entre los barrios.
El vecindario no es tonto. Sabe distinguir la diferencia entre un problema que se va solucionando y un lavado de cara que deja las cosas como estaban. Entre prometer y dar trigo, entre los gestos vistosos y las transformaciones reales. Sabe la diferencia entre la prudencia necesaria y la desidia cómoda de quien se pliega al poder con tal de no perder el «Sillón de mis entretelas, mi despachito oficial, quieren dejarme a dos velas» (daba igual escucharla en la voz de Aute, que de Rosa León, o de los muchos otros que la interpretaron).
El tiempo dirá y mis amigos y vecinos me obligarán a ver si estamos asistiendo a lo uno o a lo otro. A un avance, o a un punto muerto, que a la vista de la velocidad del mundo, no sería otra cosa que un retroceso.
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