Vivimos tiempos de incertidumbre. Tenemos dudas sobre todo: de la integridad de los políticos; de si la justicia es justa; de si los alimentos que comemos son buenos para nuestra salud; de si el sistema de pensiones aguantará eternamente o habrá algún punto en el que no será sostenible. Dudamos hasta de dogmas como que La Tierra es esférica o de la existencia de los dinosaurios.
El mundo actual es un polvorín. El conflicto surge y estalla a partir de la cosa más ínfima. De un hashtag de Twitter o de un comentario o gesto determinado. Ante esto, es normal sentirse confuso e incluso estar a la defensiva, temeroso de que cualquiera de las acciones de tu vida fuesen observadas y juzgadas. O eso es lo que pensamos.
Lo cierto es que este sentimiento no es algo exclusivo de nuestro tiempo. Tener ese sentimiento de incertidumbre es algo inherente al ser humano. Y, por lo tanto, ha sido expresada en el arte en numerosas ocasiones.
En la industria de los videojuegos, uno de los ejemplos significativos es Tacoma y aprovechando que vuelve a estar de relevancia, con la salida de la versión para Play Station 4 el próximo 8 de mayo, he decidido hablar sobre cómo Tacoma trata este sentimiento.
Tacoma es un videojuego de Fullbright, una compañía independiente estadounidense, que salió para PC y Xbox One el pasado mes de agosto de 2017. Su argumento nos sitúa en 2088, con un planeta Tierra cada vez más deteriorado, las grandes compañías empiezan a crear resort espaciales en los que vivir. Una de estas compañías, Venturis, es la creadora de la estación Tacoma, que situada en la órbita de la Luna, actúa como enlace con el Zenith Lunar Resort, propiedad de esta. Nuestra protagonista, Amy, es destinada a ella para recuperar la caja negra, en forma de Inteligencia Artificial, de sus restos tras un accidente que la ha dejado inservible mientras que un grupo de científicos realizaba una misión de reconocimiento en ella.
Gracias a un dispositivo de realidad aumentada, que le permite rebobinar el tiempo para ver los últimos días de los habitantes de la estación, Amy descubre el motivo que ha propiciado el accidente y revive cómo los integrantes del equipo se han enfrentado a él.
Así, vemos en un primer momento su felicidad a pocos días de terminar la misión y volver a sus vidas; después, la calma tensa de saber que algo va mal y esperar a recibir el modo de resolverlo por parte de la compañía, que no llega; La decepción y la negación de saber que el problema no tiene solución y que están solos en esto; El atisbo de esperanza, al idear una solución arriesgada, con muy pocas posibilidades de éxito, pero que es el último clavo ardiendo al que agarrarse, etc.
A esto, se le suma los propios conflictos personales de cada miembro: Las dudas laborales de Clive, que teme perder su empleo cuando acabe esta misión; La frustración de Ev, que como jefa, ve como su liderazgo es continuamente cuestionado; La rabia de Natali y Bert, que se resisten a darse por vencidas con este problema y con su relación, que al ser de carácter homosexual está mal vista por las familias de ambas; el pavor de Andrew al saber que puede que nunca vuelva a ver a su hijo, con el que en esos momentos mantiene una relación tensa; la ansiedad de Sareh, médica de la tripulación, en la que recae la salud física y emocional de toda la tripulación, a la que antepone a la suya propia; hasta en ODIN, la inteligencia artificial, se atisba duda y conflicto, al no poder calmar a la tripulación mediante los protocolos de actuación con los que ha sido programado.
Y todo este sentimiento de incertidumbre se ve potenciado gracias a la perspectiva que adoptamos, que es la de Amy, que como nosotros sólo puede ejercer de mero espectador sin poder intervenir, apoyar o solucionar este conflicto.
Esta decisión de situarnos al margen del conflicto es un gran acierto por parte de Fullbright, y como en Gone Home, su anterior obra, es ya uno de los sellos de identidad del estudio de Portland. Esa emoción en diferido, el que lo sintamos a pesar de que no nos esté pasando a nosotros, es lo que refuerza el sentimiento de empatía con los miembros de la tripulación, y, aunque sólo sea por aproximación, también el de incertidumbre, al saber que esas vidas que nos importan están en peligro y no podemos hacer nada por ellas.
Cada vez tenemos más conocimiento a nuestro alcance. Podemos, prácticamente, hacernos expertos de forma autodidacta sobre algo en concreto, pero eso no nos hace dejar de tener dudas. Dudar es algo natural, casi un mecanismo de defensa. Por eso, quizás, deberíamos dejar ‘la duda’ a un lado y asumir que forma parte de nuestra vida y que hay que aprender a convivir con ella. Y eso sí que es una absoluta certeza.
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