En una plaza cualquier de Barcelona, aunque también puede que fuese en Madrid

Por Daniel Seijo

«Estamos convirtiéndonos en una nación de esclavos gimiendo de miedo. El miedo a la guerra, el miedo a la pobreza, el miedo al terrorismo, al azar, el miedo de bajar de status o de ser despedidos a causa de una economía que se hunde, el temor de ser desalojados por deudas incobrables o de llegar a estar encerrado en un campo de detención militar por cargos vagos de ser simpatizante del terrorismo.«

Hunter S. Thompsom

«Que la gente acepte los recortes y los vea casi necesarios se debe a una de las fuerzas más importantes que motivan al hombre; el miedo. Gobernar a base de miedo es eficacísimo. Si usted amenaza a la gente con que los va a degollar, y luego no los degüella, pero los explota, los engancha a un carro… Ellos pensarán; bueno, al menos no nos ha degollado.«

José Luis Sampedro Sáez

Durante un instante formar parte de mi generación valió la pena, encontrarse en aquel momento en las calles de este pequeño rincón del mundo volvía a significar lucha social, rebeldía e incluso en cierta forma revolución.  Las plazas y calles de nuestras ciudades volvieron a latir fuerte, volvieron a recordar a todxs lxs que en ellas derramaron su sangre por los derechos de todxs, y lo hacían de una manera especial, con un aroma a libertad que recordaba a quienes en la República Española también quisieron cambiar el mundo.

El Movimiento 15-M, también llamado movimiento de los indignados, supuso para muchos españoles un despertar repentino ante las fauces de ese feroz monstruo que es el sistema capitalista. Los parados, los enfermos, los jubilados, los pobres, los jóvenes, los extranjeros, los precarizados, los universitarios… El movimiento de los indignados supuso para ellos un ¡Basta Ya! muy propio en realidad de España, un grito seco, desgarrador, un sonido de esos que pueden hacer que se pare el tiempo a la espera de un movimiento que pueda modificar la historia, pero esas cosas hace ya mucho tiempo que no suceden en España, en nuestro país todavía se sienten muy recientes los efectos de la doma y castración a la que el fascismo franquista sometió a todo conato de disidencia política o social, todavía hoy los padres miran con orgullo, pero también con profunda preocupación, a los hijos que marchan a una huelga o a una asamblea, los antidisturbios siguen imponiendo su autoritarismo y la violencia cuando no la ejerce el estado sigue suponiendo un pecado capital para cualquier ideología política –aclaro antes de que se me crucifique legalmente por ello que en el estado español las palabras impresas pueden ser violentas, al igual que al parecer lo pueden ser las urnas y las papeletas-. Por alguna extraña razón, socialmente hemos llegado a un punto en el que se considera más punible al responsable político de una manifestación pacífica que al policía que agrede físicamente a un manifestante también pacífico.

Durante la derrota en diferido fruto de la Guerra Civil que supuso la transición para la ciudadanía española, nos convencieron de que en la variedad informativa está el saber y entonces el NODO dejó sitio a cientos de cadenas de televisión, aunque pocas con diferentes patrones; crearon nuevos sindicatos y derechos laborales, aunque en las obras se continuasen produciendo muertes cada semana; nos ofrecieron la manzana prohibida del crédito y de pronto «hasta el último obrero» tenía acceso a una amplia gama de pisos, coches y televisores; nos hicieron súbditos de una monarquía estructurada territorialmente en diferentes autonomías, nos arrebataron el espíritu bajo la amenaza del ruido de sables, nos silenciaron con la ley y las mordazas e incluso nos adoctrinaron con el monopolio de la comunicación para que llegásemos a ver instintivamente al que se rebelase como a un enemigo.

En cierto modo el porcés murió cuando se abandonaron las plazas, cuando olvidamos que la legalidad en caso de no latir al compás de una calle esperanzada debía ser modificada, en el momento que dejamos hacer a los partidos, cuando reinó el tiempo político y las banderas nos hicieron perdonar sus pecados….

No recuerdo bien si sucedió en una plaza cualquiera de Barcelona, aunque también puede que fuese en Madrid,  pero lo que tengo claro es que la derrota comenzó cuando abandonamos las plazas, no como la ubicación de un campamento, sino como un escenario en donde librar nuestras batallas, en el que reclamar unos derechos y un futuro que difícilmente llegarán de otro lado. Me parece perfecto que defendamos el valor de la Constitución del 78, comparto con muchos la importancia y el respeto por las instituciones cuando estas representan fielmente el sentir y las necesidades de un pueblo, creo incluso en la política –aunque quienes a ella se dedicaron en nuestro país a menudo me dieron razones para no hacerlo- pero no se me puede pedir también que me encadene a un marco fijo que a menudo me ahoga mientras continua transcurriendo el tiempo y la historia.

En las plazas los cogimos despistados, pudimos tomar la iniciativa, pero entonces dudamos y nos aplastaron, nos aplastaron con el miedo al cambio, con la economía, con los medios de comunicación, con las leyes, con el cebo de su partidoracia… Consiguieron que nos acobardásemos, que el desafío nos diese vértigo y cualquier visión del futuro nos pareciese distópica, todo sin darnos cuenta de que el más demencial de los futuros ya nos había alcanzado. Nos conformamos con un trabajo precario que mantener al menos un par de meses, con políticos mediocres y nuevos políticos, con unos servicios públicos cada día más precarios y escasos, con «pudrirnos de viejos cagándonos y meándonos encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que seguramente engendremos para reemplazarnos

Reconozco no tener demasiada idea de lo que sucederá finalmente con la Mesa del Parlament, después de todo a base de improvisación hace ya tiempo que el procés está destinado  a pasar  a la historia como la peor temporada de Cuéntame: las familias de siempre en el poder, los exiliados, los grises, los presos políticos, los peinados Yé-Yé, los fascistas en las calles, los Alcántara evadiendo impuestos… Eso, que me lío y no sé distinguir si el payaso está en Tabarnia o en Bélgica, aunque ninguno de los dos me tenga especialmente gracia cuando se rodean de liberales y retrógrados,  costumbre a la que ambos parecen haberse aficionado.

No sé, podría aprovechar que me he sentado frente al teclado para divagar imaginando un escenario en el que Ciudadanos al fin comprendiese que ganar unas elecciones en las que al ciudadano Felipe tan solo ha faltado cerrar campaña con alguno de los partidos españolistas no les otorga ninguna mayoría parlamentaria, podría suceder que el Partido Popular comprendiese que si hacer campaña con el recurso contra el estatud fue una cagada, prolongar el 155 no va a traer mejores resultados, el PSOE podría volver a ser socialista y obrero simplemente por no quedarse solo en español, Unidos Podemos podría definirse sin miedo a equivocarse y los independentistas, los independentistas simplemente podrían escuchar a su pueblo y entenderlo, entenderlo de verdad, sin interpretaciones que escondan bajo la bandera aquel país del tres por ciento.

Cuando el periodismo se encara como literatura puede ser muy bonito, vistoso, esperanzador incluso, pero al mismo tiempo se transforma en lo contrario. Cuando uno escribe bajo el dictado de la cabecera para la que trabaja, cuando las ideas de la empresa o el partido se imponen a la razón, uno no puede evitar observar el mundo desde el cinismo, dividiendo con ello a sus lectores entre amigos y enemigos. No nos equivoquemos, no creo en la imparcialidad del periodismo, no creo en ella porque considero que no es posible la total imparcialidad en ninguno de los temas a los que realmente debe atender esta profesión. El artículo que han leído pro ejemplo está cargado de ideología, pero no por ello he manipulado la realidad, ni he huido ni por un instante de ella, del mismo modo que ningún partido político, ni ninguna reivindicación nacional debería huir de la realidad. Supongo que con todo esto simplemente quería decir que en cierto modo el porcés murió cuando se abandonaron las plazas, cuando olvidamos que la legalidad en caso de no latir al compás de una calle esperanzada debía ser modificada, en el momento que dejamos hacer a los partidos, cuando reinó el tiempo político y las banderas nos hicieron perdonar sus pecados….

Al final, mientras los mercaderes negocian, la esperanza de que aún existe un pueblo digno y rebelde en alguna plaza perdida es lo único que al menos yo me llevo conmigo.

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