Por Daniel Seijo
«Ciertos hombres de mal corazón creen reconciliarse con el cielo cuando dan una limosna.»
Georg Christoph Lichtenber
«Dale algo al género humano y lo rasparán y lo arañarán y lo machacarán.»
Charles Bukowski
Deberíamos comenzar este habitual diálogo entre ustedes y yo, recordando que incluso en la más bondadosa de las acciones, la humanidad ha dado finalmente sobrada muestra de ser capaz de encontrar el mal. No se tratan estas palabras de ningún tipo de exculpación o evasiva, sino simplemente de un acto de justicia con todas aquellas personas que han entregado gran parte de su vida a los más desfavorecidos. Pueden creerme cuando les aseguro que también en Oxfam o en MSF hay en estos momentos numerosas víctimas inocentes, personas a las que los recientes escándalos en sendas organizaciones, les han arrebatado en tan solo un instante gran parte del excepcional trabajo llevado a cabo en situaciones realmente complicadas durante toda una vida.
Por desgracia, una vez más nos enfrentamos al abuso sistemático y desalmado ejercido por el poderoso contra aquellos que nada tienen, contra los extremadamente pobres, los abandonados a su suerte por el sistema. Chad, Haití, México, Ceuta, Calais… en realidad poco importa el lugar en donde sucedieron los hechos, en cualquiera de esas ubicaciones la división realmente importante la marca el color de las cuentas corrientes, la existencia o no de un techo sobre nuestras cabezas, la clase social. Después de todo, sería extremadamente hipócrita por nuestra parte negar que con toda probabilidad Roland van Hauwermeiren –el antiguo responsable de Oxfam en Haití- podría haber realizado esas mismas acciones por las que hoy nos llevamos las manos a la cabeza sorprendidos en cualquiera de los países Occidentales a los que normalmente tenemos en tal alta estima, en una división moral diferente. De hecho, el miserable velo del silencio, la complicidad con los más perversos demonios, no deberían resultarnos excesivamente extraños en nuestro país.
La pobreza sistemática y la miseria de gran parte del planeta, no son un problema que vayamos a lograr solucionar con una limosna o con una cuota mensual en forma de moderna conciencia social
Incomprensiblemente nos hemos llegado a acostumbrar a los cayucos varados, las concertinas manchadas por la sangre de inocentes, los centros de internamiento o a la desnutrición como mera imagen efectista para campañas televisivas. La solidaridad se dibuja para nosotros en esas galas solidarias en las que un multimillonario deportista cede su camiseta para que los obreros puedan lanzar sus pujas por ella, en tibias manifestaciones para protestar porque nuestro gobierno venda armas a dictadores mientras seguimos votando una y otra vez lo mismo o en campañas interactivas en las que las caras de pánico de los desfavorecidos no tienen olor o tacto alguno.
Nos hemos habituado a externalizar la pobreza, a marcar una gruesa línea entre el nosotros y ellos, como si quienes necesitan nuestra ayuda no fuesen realmente humanos, al menos no tanto como esas personas con las que nos sentamos cada día en la mesa o en la oficina. Esos otros, se esconden tras las pantallas de nuestros televisores o nuestros móviles, no son reales, al menos nunca parecen llegar a serlo del todo. Nuestra conciencia hoy se limpian con el color del dinero, con el escaso poder que el hecho de nacer en la parte «correcta» del mundo nos ha otorgado pese a ser nosotros también explotados en este cruel juego del sistema capitalista.
Roland van Hauwermeiren, Juan Alberto Fuentes, pero también miembros de la iglesia, casos azules sin nombre o miembros del personal de limpieza de los numerosos campos de refugiados que se distribuyen por las sombras de nuestro planeta, los abusos sexuales y malos tratos contra los más desfavorecidos, llevados a cabo por personas que se supone deberían prestarles ayuda, se repiten con estremecedora asiduidad porque realmente a ninguno de nosotros parece llegar a importarle lo suficiente lo que pasa al otro lado del muro. Delegamos nuestra responsabilidad y nuestro compromiso como sociedad en organizaciones demasiado saturadas por la realidad con la que se encuentran en esos lugares, como para en muchas ocasiones poder detectar un poco más de crueldad entre tanta desesperación. Pero no existe ni tan siquiera esa disculpa para todos aquellos que ante el horror decidieron guardar silencio, también en las ONG existe la maldad más pura.
Una vez más nos enfrentamos al abuso sistemático y desalmado ejercido por el poderoso contra aquellos que nada tienen, contra los extremadamente pobres, los abandonados a su suerte por el sistema
Como sociedad nunca deberíamos delegar ciertas tareas en manos de organizaciones que encaran dichos cometidos desde la periferia del conflicto. La pobreza sistemática y la miseria de gran parte del planeta, no son un problema que vayamos a lograr solucionar con una limosna o con una cuota mensual en forma de moderna conciencia social. Necesitamos que el sistema cambie, necesitamos un gobierno capaz de empatizar con los más desfavorecidos a miles de kilómetros pero también dentro de nuestras propias fronteras. Resulta a todas luces imposible mantener nuestro modo de vida y la confianza ciega en un sistema económico depredador, al mismo tiempo que intentamos desesperadamente conservar los pedazos de alma que todavía no nos han logrado arrebatar tras largas y extenuantes jornadas de trabajo por un jornal cada vez más escaso.
Mientras ese necesario cambio de conciencia social no suceda, mientras nos escandalicemos por unos abusos cometidos en Haití o Chad, pero continuemos cerrando los ojos ante lo que ocurre en nuestras propias fronteras en los miles de clubs que impregnan de dolor el territorio español, nada va a cambiar. Los demonios continuarán aprovechándose de nuestra indiferencia para impregnar de maldad cada nueva iniciativa solidaria, cada intento por paliar los daños producidos a otros por nuestro sistema social. La hipocresía mediática seguirá tapando el sufrimiento de toda una legión de inocentes y el tiempo borrará las huellas de lo que hoy nos parece intolerable, después de todo, ninguna de aquellas prostitutas haitianas tienen la cara de nuestras hijas, ni tan siquiera tienen un nombre occidental.
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